La guerra de Ucrania dio visibilidad internacional a la industria de la «maternidad subrogada», pero se trata de un negocio en expansión que abarca a diversos países, con regulación o sin ella. Y América Latina no es ajena a este fenómeno.
Hasta antes de la guerra, Ucrania se erigía como el mayor proveedor low cost de bebés del mundo. Sus clínicas contabilizaban 2.500 nacimientos exitosos al año y, gracias a la legislación unívoca sostenida entre el sector público y el privado, proveían certificados de nacimiento con los nombres de las familias de intención -necesariamente heterosexuales- fraguados en ellos.
Es decir, garantizaban la filiación automática sin necesidad de acciones judiciales, como sí lo exigen otros países con distintas regulaciones o la falta de ellas. El costo de alquilar un vientre en el país hoy gobernado por Volodímir Zelenski (conocido en todo el mundo tras la invasión) se reducía a un tercio de lo que promedia el mismo servicio en algunas jurisdicciones como California (Estados Unidos), donde lo que se paga, además del estatus, es la nacionalidad estadounidense del recién nacido.
Primer mensaje: ni todos los cuerpos ni todos los bebés valen lo mismo. De ello dan cuenta las ucranianas que reciben unos 8.000 euros por un embarazo «simple» y unos 10.000 por uno gemelar.
Sin embargo, la invasión rusa y sus contingencias cambiaron el devenir suave y discreto de las cosas, lo que puso en evidencia un negocio conocido por pocos. Con los ojos del mundo puestos en las zonas de interés del este ucraniano, las crónicas y fotografías urgentes entregaban información sobre una realidad difícil de admitir y mantenida a media voz por mérito propio de sus instigadores.
Muchas gestantes tuvieron que elegir entre dos escenarios dramáticos: o permanecer en territorios comprometidos por los bombardeos para honrar los contratos leoninos firmados con las agencias o huir a países vecinos en los que el riesgo era dar a luz y convertirse, por defecto y por ley, en madres de las criaturas que cargaban -que del otro lado de la frontera, en su país de origen, serían responsabilidad de terceros y perfectos desconocidos apenas atravesado el parto-.
Madres y padres de intención no pudieron estar presentes en los nacimientos ni reunirse con los bebés intencionados durante semanas. Mientras los trabajos diplomáticos se intensificaban para resolver esta situación, se indujeron partos, otros ocurrieron en búnkeres improvisados y aumentaron las pérdidas de embarazos debido al estrés. No en la primera línea de fuego, pero fueron decenas y decenas de mujeres ucranianas las que pusieron el cuerpo a los efectos colaterales del conflicto geopolítico de mayor envergadura de los últimos tiempos.
Este es el caso más conocido pero, por supuesto, no el único. Países como Albania, Irán, Bielorrusia, Armenia, Rusia, Georgia e Israel gozan de marcos legales similares y su afluencia mayoritaria de clientes también es europea, aunque en menor número que en los casos anteriormente mencionados. En este grupo se encontraba hasta hace poco la populosa India que, ante la cruda evidencia de explotación reproductiva en espacios llamados «granjas de bebés», cuya clientela más grande llegaba de Gran Bretaña, decidió prohibir y penalizar la práctica. Junto con Ucrania, concentraban la parte más abultada del mercado.
Este breve resumen no solo da cuenta del vigor de la industria. Sugiere que la demanda comenzó a virar hacia otras partes del mundo. La tendencia se refleja en los números, que va en paralelo al nivel de aceptación de la práctica, cuyas narraciones quedan fijadas por retratos de familias felices en portales periodísticos y cuentas de Instagram. Como suele suceder, los casos «de éxito» encienden la brasa aspiracional, la de lo posible.
Este viraje está direccionado a países donde las reglas sobre subrogación no forman parte del presente jurídico o bioético y están muy poco discutidas por la sociedad, que considera que alquilar un vientre para tener un hijo es un privilegio de las clases pudientes, de esa porción minoritaria de la sociedad cuando, a decir verdad, esta práctica no tiene que ver con la riqueza sino con su opuesto, con las situaciones económicas apremiantes de mujeres en gestión de una supervivencia. Aun en su distancia, la necesidad de los ricos y la necesidad de los pobres se enlazan en un sistema de desesperación.
Si bien la industria se sustenta en el desarrollo y la evolución de las técnicas de reproducción asistida, su proliferación también parasita ciertas condiciones socioeconómicas: regiones asediadas por la pobreza y el desempleo en las que los márgenes de decisión sean lo más estrechos posible. Mujeres sin ingresos, jefas de hogar, muchas veces empobrecidas y racializadas, son el recurso -humano o natural- predilecto de las clínicas de reproducción. Bastan cierta condiciones de salud y al menos un embarazo propio llevado a término sin dificultades -como si el pasado pudieran dar garantías del futuro- para calificar.
Esto ocurre desde que las subrogaciones tradicionales, en las que la mujer gestante aporta también el óvulo, fueron sustituidas casi por completo por las subrogaciones gestacionales, donde la embarazada no tiene que ver con el material implantado en su vientre. La desvinculación genética y la posibilidad de la edición embrionaria reviste otros desafíos éticos, ya que ahuyentan todo lo azaroso de la naturaleza es pos de la voluntad humana.
Así como es posible elegir al donante de óvulos o esperma por sus características a través de un catálogo -religión, coeficiente intelectual, color de piel, intereses culturales-, también lo es poner el embrión de un niño por sobre el de una niña o viceversa. Esto redunda en que cualquiera que quiera tener «una niña rubia y de ojos verdes» puede hacerlo.
Si el outsourcing, en cualquiera de sus aplicaciones, se fundamenta en el abaratamiento de costos, lo que sigue a este diagnóstico es previsible: América Latina se alza como próxima potencia en el mercado de producción de bebés. «Busco chicas comprometidas entre 18 y 37 años en Ciudad de México. Se ofrece $230.000 [13.000 dólares] y si es gemelar, $280.000 [15.000 dólares]». «Solicito muchacha para ser madre subrogada. Requisitos: de Culiacán, Sinaloa; edad mínima 25, máxima 32 y peso de acuerdo a estatura. Se ofrece pago semanal».
«Subrogantes disponibles en Bogotá, Medellín y Cali». «Vivo en la provincia de Buenos Aires, Argentina, y tengo 21 años y estoy interesada en ser madre sustituta». «Soy de Lima, Perú, con muchas ganas de poder ayudarte a cumplir tu sueño de ser padres. Soy responsable, honesta, sencilla y 100% sana». «Soy panameña, tengo 27 años y alquilo mi vientre. No tengo ningún tipo de vicios y cuento con buena salud».
«Agencia con problemas de liquidez y compromiso no está pagando a sus subrogadas y las deja con deudas de hospitales en el extranjero. ¡Cuidado!». Citas como estas, tomadas de grupos de Facebook, en su mayoría privados y moderados por un puñado de personas, anuncian en una pincelada un estado de situación de la región. Informalidad y falta de parámetros comunes; un límite cada vez más borroso entre conseguir un trabajo y hacerse de un puñado de dinero; contratos precarios ajustados al «caso por caso», sostenidos por la fe, la buena voluntad o la necesidad.
Según un informe de la consultora Global Market Insight, el valor del mercado de la subrogación de vientres alcanzó en 2022 un estimado de 14.000 millones de dólares y se proyecta que para 2032 la cifra rondará los 130.000 -lo que delata una tasa de crecimiento anual compuesta de 24,5%-. Si bien los números comunican un franco crecimiento, el pronóstico tiene un carácter estimativo debido a que se concentra solamente en 14 países de América del Norte, Asia, Europa y África. Deja de lado América Latina no solo por lo incipiente de la industria como tal, sino por la falta de datos de la práctica realizada en marcos de total desregulación o clandestinidad.
Pero ese punto ciego, los números que no refleja el informe, ensanchan más el número de incógnitas: ¿a cuánto equivaldría el mercado de la subrogación si se sumaran las cifras que están por fuera del sistema en Argentina, Colombia, Perú, Bolivia, Guatemala, Venezuela o Paraguay?
A propósito, vale mencionar el caso de Cuba que, en 2022, aprobó el nuevo Código de las Familias. Votado en tándem con la legislación que permite el matrimonio igualitario, la denominada «gestación solidaria» representa menos una demanda popular que una oportunidad solapada y riesgosa de generar divisas. ¿Qué porcentaje alcanzarían las gestaciones que, por cercanía a Florida, podrían postularse como una ruta de tráfico o abastecimiento a bajísimo costo, por fuera de los marcos establecidos por el Estado cubano? En suma, ¿cuántos puntos de crecimiento representará, en el mapa mundial, la instalación de una industria en una región en permanente crisis social, política y económica?
Además de la dimensión del dinero -que denuncia, por cierto, una dimensión de clase-, la odisea del bebé propio y la filiación trae consigo una representación cuya construcción quedó en manos de los agentes favoritos del libre mercado. No es casual que la aceptación masiva del alquiler de vientres haya aumentado gracias a la buena prensa de celebridades e influenciadores, con sus relatos de éxito en primera persona, narrados minuto a minuto a la manera de reality shows.
No es casual tampoco que la discusión se presente exenta de todo peligro y perjuicio, sin contar el cómo sino más bien el qué, y a pies juntillas de ideas liberales como la ilusión de propiedad sobre nuestros cuerpos. Lo que hoy parece tabú, distópico, no es la subrogación ni los casos como el de la celebridad española Ana Obregón, que utilizó el esperma crioconservado de su hijo difunto para que naciera su nieta; lo que hoy parece provenir de un terreno ficcional, extraño y desconocido, son los años en que estrellas como Madonna, Angelina Jolie, Tom Cruise o Sandra Bullock ponían la adopción de niños y niñas del «Tercer Mundo» como tema hype en las primeras planas.
Los cuentos de hadas con los que el biomercado actual insiste no son escritos desde la falta de cálculo. Por el contrario, se encaraman en los casos genuinamente altruistas en que mujeres gestan y paren para amigos y amigas, ayudan con un embarazo a hermanas y primos porque ellos no pueden con él. Y niegan, incluso, los pactos que, hechos desde la buena fe, no culminan en buen término.
Aun cuando una mujer acuerda gestar para su propia hermana, cuando es un tema entre personas responsables de sí mismas, lo que ocurre en ese trance es difícil de prever, más aún de consignar por escrito y de antemano. Lo imponderable, lo imprevisible, lo contingente pesa y escapa a la palabra, y no existen garantías de final feliz. No son pocos los casos solidarios que han derivado en nuevas tragedias griegas.
Pero el mercado es audaz y ventajero. Usufructúa, cuando tiene que hacerlo, el lenguaje que aparece en esos contextos para que el frío contractual, la despersonalización de las gestantes, los procedimientos invasivos y los controles médicos casi policiacos queden atenuados tras una cortina de palabras como «generosidad», «solidaridad», «nobleza», «amor», «deseo» o «sueño» -incluso «derecho», con las que el sector privado ejerce presión sobre los aparatos estatales. Con inteligencia, la lengua de elección obtura los debates entre los progresismos y las militancias feministas que optan por no oponerse ni tampoco pronunciarse sobre el tema, con el convencimiento, tal vez, de que el mercado no hace sino facilitar maternidades y paternidades de otro modo imposibles.
El marketing de las agencias y clínicas presenta una ecuación de bondad, donde todas las partes ganan y ninguna pierde. De esa forma, oferta y demanda se mueven acompasadas, en sintonía, como una unidad en paz consigo misma, aunque el trasfondo esté fundado en la desesperación de las partes. Capacidad gestacional por dinero, dinero por capacidad gestacional. El vientre de la mujer, una vez más, es invocado para reparar algo que lo excede. En este caso, en este siglo, el drama de la imposibilidad. Lo único que no puede admitir ni permitir la ideología neoliberal.
*Escritora y ensayista. Es autora de Una vida en presente (17 grises, 2018), Maldita tú eres (17 grises, 2019) y El cuerpo es de quien recuerda (Tusquets, 2022). Dicta talleres de narrativa y colabora en medios digitales con artículos sobre política y literatura. Publicado en Nueva Sociedad