Historia: otras pandemias

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Jorge Gómez Barata*

En 1787 la Constitución de los Estados Unidos de América  conformó la estructura jurídica y política de la primera república y la primera democracia en la era moderna. Definió la separación de los poderes, la organización del gobierno, las atribuciones de sus órganos, el modo en que funcionarían las instituciones y los procedimientos para elegir a sus gobernantes. Cuando el texto se sometió a los estados, alguien se percató que los 50 prohombres reunidos en Filadelfia habían pasado por alto un detalle: se olvidaron de la gente.

En la Constitución estadounidense, el documento político más avanzado de su época, no hay una sola palabra referida a la vida y la actividad concreta de las personas que entonces formaban los Estados Unidos.

Aquella Constitución no sólo no se pronunció sobre los pueblos originarios, no dijo una palabra sobre la esclavitud, no tomó en cuenta las demandas de emancipación de la mujer, sino que tampoco aludió a la masa de alrededor de dos millones de obreros, campesinos, asalariados, esclavos y emigrantes que en número de aproximadamente dos millones integraban el país. Varios estados se negaron a aprobar el texto hasta que aquellas omisiones no fueran corregidas.

Dos años después se accedió a incluir una lista de derechos individuales denominada “Bill of Rights” o Declaración de Derechos que formaron las diez primeras enmiendas a la Constitución y constituyen la base jurídica e ideológica de los llamados “derechos de primera generación” que son esencialmente prerrogativas políticas y jurídicas.

Las enmiendas entraron en vigor en 1791 y se relacionan con: libertad de expresión, inviolabilidad del domicilio y detenciones arbitrarias, derecho al debido proceso e inviolabilidad de la propiedad, posibilidad para la asistencia jurídica y presunción de inocencia, derecho a juicios civiles y protección contra multas y castigos excesivos y otros asuntos análogos.

En 1789 la Revolución Francesa hizo suyos el espíritu de aquellos derechos, los reformuló y los incorporó a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.

Transcurrieron 161 años hasta que en 1948, una comisión presidida por Eleonora Roosevelt, redactó la Declaración de los derechos humanos de la ONU, en la cual se mencionan los derechos económicos, sociales y culturales y se asumen como parte de los derechos individuales: la protección a la familia, la seguridad social, el derecho al trabajo, la asistencia médica, la alimentación, el vestido, la vivienda, así como la protección a la maternidad y a la infancia.

No obstante aquel esfuerzo, 60 años después son pocos los países que han conferido entidad jurídica e incorporado a sus constituciones y sus leyes esa segunda generación de los derechos humanos y menos aun los gobiernos que manifiestan una verdadera voluntad política para crear condiciones favorables para su ejercicio; incluso cuando esa voluntad existe no se cuenta con los recursos para hacerla virtual.

Actualmente, cuando a enfermedades letales conocidas y que pudieran ser evitadas o curadas mediante vacunas, comprimidos o medicamentos, que en ocasiones cuestan centavos, se suman nuevas epidemias o pandemias, es más importante que nunca reivindicar estos derechos.

Dígase lo que se diga y origínense cómo y dónde se originen, las nuevas y antiguas enfermedades, los virus y las bacterias dañinas, hacen mayores estragos y provocan más sufrimientos entre los pobres. No es que los microorganismos dañinos prefieran al Tercer Mundo, sino que allí la gente está desprotegidas, sus instituciones asistenciales y científicas carecen de recursos y la capacidad de sus ciudadanos para recibir asistencia médica es dramáticamente deficiente.

La lucha con el A1HN1 es una emergencia que debiera servir para advertir que a la vez que se buscan soluciones puntuales, es preciso avanzar en una estrategia mundial de salud; cometido que ningún país pobre puede acometer en solitario.

* Periodista, profesor universitario.
Despacho de www.argenpress.info

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