Semántica: en Chile las protestas no son por el aniversario del golpe de Estado

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Lagos Nilsson.

Cada 11 de setiembre en las ciudades chilenas –sorry, USA, no se recuerda la destrucción de las Torres Gemelas–, se conmueve y se moviliza un sector de la ciudadanía por otro aniversario, de 1973: el golpe de Estado y la muerte del presidente Salvador Allende. Este 2009, antes de concluir el día hay al menos un muerto por bala y heridos varios entre manifestantes y policías. ¿Qué pasa realmente el 11 de setiembre?

Los informes policiales destacan el accionar de grupos de vándalos que asaltan negocios de barrio, estaciones de servicio automovilístico, alguna farmacia, en fin, vehículos de transporte público de pasajeros y carga, enredan cadenas en los tendidos eléctricos, queman neumáticos en calles y avenidas, cortan calles, avenidas y autopistas intercomunales. A veces, también, disparan perdigones con armas sin registro o simplemente hechizas.

En las poblaciones (barrios pobres) la información que intercambian las personas cuando termina por cerrarse el crepúsculo, reconoce el merodeo y accionar de grupos violentos, destacando sin embargo, que en gran medida la violencia se podría evitar si los cuerpos policiales fueran más prudentes, si no infiltraran las manifestaciones –algunos incluso acusan en voz baja y también a los gritos a la policía infiltrada de incitar ciertos actos para poder, así, reprimir, asustar e imponer la "normalidad".

Este año hubo al menos media docena de policías heridos por pedradas y, al parecer, perdigonazos. No hay una cuenta exacta de las víctimas del accionar policial; se supo de un muerto… y muchos detenidos.

Los actos que se organizan por virtud de cada 11 de setiembre son una manifestación popular de política profunda; la represión que se instaura es, del mismo modo, una expresión de política profunda, pero diferente.

Unos bregan por conservar la memoria que es el sentido de hechos sociales que muchas veces no conocieron, no habían nacido cuando se produjeron o son hoy todavía demasiado jóvenes como para tener recuerdos propios. Otros pagan en el dolor y la impotencia ajena por su incapacidad de dirección, por haber traicionado la voluntad popular expresada a lo largo de cada uno de los días de la dictadura y muy especialmente por haber hecho creer que tras el plebiscito que obligó a la dictadura militar-cívica a aceptar reglas cuasi civilizadas iba a dejar plantar esas alamedas que fueron la última empecinada visión de Allende.

Desde el cinismo miedoso de Patricio Alwyn, primer presidente de la Concertación, que calmó los ánimos (¿de quiénes?) al asegurar que sí, que se iba a hacer justicia, pero en "la medida de lo posible", hasta la lujuriosa ensoñación de Michelle Bachelet, que este 11 de setiembre osó decir en La Moneda lo que dijo Allende antes de morir: "¡Viva el pueblo, vivan los trabajadores!", ogullosa de decirlo ante un auditorio donde no había nadie del pueblo, ningún trabajador.

A las muchas retóricas del oficialismo de todos los signos –la extrema derecha insinuaba declarar poco menos que estado de sitio y toque de queda– se opone como duro hecho social la barricada, el neumático quemado, los niños heridos, los partos adelantados, el mini saqueo. Probablemente los cinco o seis rabiosos inconcientes que asaltan un expendio de cigarrillos y licores roban en dinero menos de lo que gastó en una cena –con fondos fiscales para agasajar a palos de su misma baraja– algún culto subsecretario y candidato a legislador.

Todos los asaltos que puedan producirse a lo largo de un año no sustraen más que una ínfima fracción mensurable en dinero  de lo que cuesta al país una hora del sistema Transantiago. Lo que se pierde en un año de manifestaciones y protestas en todas las ciudades de Chile no equivale ni a una melga de papas que pudieran haber sembrado las comunidades mapuche en las tierras que les fueron robadas y que el Estado no pretende devolver.

Todos los robos y asaltos de toda la delincuencia en un año no pueden equipararse a la lesión enorme causada por una semana de apestosas clases en los colegios a los que los pobres deben enviar sus niños.

Medir es, al fin y al cabo, comparar. Y comparar es un acto que refleja conocimiento. Lo cierto es que esos jóvenes que "provocan disturbios" son hijos de la pesadilla política y la traición social puesta en marcha oficialmente en 1990. La mentira es también producto del conocimiento, en este caso del conocimiento oficializado que los habitantes del país se tragan gracias a la complicidad de buena parte del periodismo.

Una sociedad que no se abre a sus verdades morirá por sus mentiras.

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