Crítica / Ojos bien abiertos

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Horacio Fiebelkorn, Zona muerta, Editorial La Bohemia, Buenos Aires, 2004, 58 páginas.

Al igual que Stevens, Horacio Fiebelkorn (La Plata, 1958) parece entender que su tiempo es un paraíso desplazado: un ente que emerge del dispendio del pasado y avanza hacia el despilfarro del futuro. Sin embargo, en Zona muerta, no se trata de proponer un modelo alternativo a la historia humana, sino la lenta edificación de un territorio de antemano debilitado por una confabulación de superficies.

Se trata de escritura sacudida entre cenizas, pero a la vez emergiendo con voluntad de sólido hacia un tiempo de corriente alterna. Así se prepara y obtiene una inversión, que también es literaria: el poeta intenta acomodar los relevos, su afán de parricidio –literario– no puede consumarse en tiempos donde un primer plano tiene la misma valoración que una secuencia, un zoom, o un difuminado.

Al mismo tiempo lo inverso es igualmente verdad (“los hijos parecen hermanos de los padres. Las hijas quieren ser como sus madres: expertas en perfumes y tijeras. A lo sumo, algún padre ermpuja a su hijo bajo el tren”), y por eso, en ese juego infalible de asimetrías, los textos de Zona muerta se transforman en los intentos de un sujeto amenazado de sucumbir en el vacío. Esa agonía, que instruye al poeta Fiebelkorn a dialogar entre interlocutores transitorios, es la mil y una forma de despertar de un sueño que parece pesadilla.

Así, Zona muerta insiste en ponerse a prueba: existe en el libro una heterogeniedad de la significancia, en la que se reduce la escucha analítica del lenguaje a la escucha del idealismo filosófico que lo persigue; los poemas se convierten en un arma letal del arsenal antipuritano, donde incluso la poesía con mayúscula es representada como el más eficaz de los conceptos de utilidad del hombre. Poemas nietzscheanos, entonces, pero sin confundir, please, con clase alguna de nihilismo.

Para leer un libro así, habría de actualizarse la arquetípica escena de El perro andaluz; salvo que, en esa misma frecuencia, Fiebelkorn irá un poco más lejos. Buñuel realiza un tajo en el ojo teatralizado de un hombre, que es finalmente un ovino, gracias a un velado primer plano; mientras que nuestro poeta quita literalmente su cabeza de circulación aunque no deja de escrutar por ello lo que suceda alrededor suyo. Y una consecuencia: la testa es arrojada al tráfico de una arteria principal, es decir, una cabeza sin conexión.

El edificio de la razón queda clausurado; el cuerpo habla. Así, las conexiones nerviosas parecen intactas en el momento de dirigirse a un mozo y dar comienzo a una picaresca onírica-urbana que conecta, como un túnel clandestino, este libro con el primero del autor: Caballo en la catedral. Literalmente no hace falta ver para creer, existen formas oblicuas de percibir, y el libro es producto de ese aliento. En el cineasta español hay metáfora y un recurso sobre la metáfora; en las escenas de Fiebelkorn, el verosímil se impone como suceso en un escenario cuya hostilidad irrumpe como modelo, aunque fuese sólo funcional en un libro como Zona muerta.

En el poema El submarino, Fiebelkorn apunta más a fondo a esa ceguera de agujero negro que tetaniza cualquier escritura, al extraer del prototipo su óptica de percepción. Para eso necesita acotar esa zona de trabajo de su poesía, trazar un nuevo perímetro que expulse todo posible diálogo y luego aclararse en la introspección por antonomasia. En Zona muerta, como una payada sin réplica, el mozo no contesta ni cancela los pedidos: quien le habla sin pausa está narrando en forma solapada, y vuelve consigo a su secreto; despilfarra.

Si existe un secreto en Zona muerta, habría de hallárselo precisamente en esa mano que reintegra al sueño del espejismo algo capturado por la mirada, es decir, por la lengua del autor. Y allí encontramos el típico movimiento de los poemas de Fiebelkorn: a un suceso ficcional (el ojo sustrayendo algún componente del espejismo, o algo que se manifestaba dentro suyo; y luego, aquel componente, del que nada sabemos, cae depositado en mano anónima, y desde allí, aparejado por ese anonimato, ocurre y retrocede en forma de restitución) le corresponde uno de misma tesitura, por lo que se simplifica, para más adelante, cualquier intento por describir en otras palabras hechos pasibles de verificar.

Zona muerta está construida sobre una tajante agresividad de la voz, una marca ya registrada en los versos de Fiebelkorn, basada también en una clara exploración de la inmediatiez del sentimiento, que no disminuye el poder de insinuación y cinismo trazado en los poemas. Poesía de la ambientación, de escenarios en apariencia frágiles, corroídos por la marca del tiempo que deja huellas cuando traba el diálogo, o una mística del soliloquio que desenfunda cuando todo parece ser pasto de previsibilidad.

Sobre esa tabula rasa de los sentidos, alguien no logra reflejarse pero escucha un tono que le es conocido. No hay cabida para la nostalgia ni el dejà vu, sino para la reconstrucción de los hechos, demolición y vuelta a los cimientos en un teatro –¿platense?– de sombras.

De esta manera, el libro plantea una posible inteligibilidad para después reducirla, reubicarla también, a la captación de un síntoma que no intenta ni quiere resolver nada que no le pertenezca. El libro de Fiebelkorn nos dice que existe un lenguaje, pero además se pregunta qué significa la existencia de ese lenguaje. Esa lengua, entonces, es el régimen de un particular dicterio, que obliga a mirar más, mientras más se obstina en relegar la mirada.

Poema 15: “Un punto perdido en la pared: la fuga que arrastra mis ojos hacia el confín del último ladrillo. / Allí duermo como un escombro húmedo: me hablan, no respondo. / Porque estoy mirando un punto perdido en la pared”.

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* Nació en La Plata, Argentina, en 1960. Trabaja desde hace años como periodista radial y cultural. Dos obras suyas se publicaron en 2002: Bestiario búlgaro (Editorial VOX, Bahía Blanca), que obtuvo el Segundo Premio del Diario de Poesía-Revista VOX en 2000, y La impresión de un folleto (Editorial Siesta, Buenos Aires).

Integra la antología de poesía neobarroca hispanoamericana Jardim de Camaleões que editó año la Editorial Iluminuras, de São Paulo, bajo la coordinación y selección de Claudio Daniel. Colaboró, además, con poemas en Diario de Poesía y Tsé=Tsé, entre otras publicaciones.

Se agradece la información a la Banda Hispânica del Jornal de Poesía (www.jornaldepoesia.jor.br).

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