Puerto Príncipe: Crónicas del fin del mundo (I)

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Marcos Salgado.*
El calor parte el asfalto, el olor de la muerte acecha en cada esquina, decenas de miles viven en los parques y la ayuda -tan promocionada por ahí y por allá- aquí, casi no se ve. Al final de un día en las calles de Puerto Príncipe, el cronista ya no tiene que imaginar cómo sería el fin del mundo. Es así, es aquí. El fin del mundo es esta ciudad en ruinas.

“Llegó tarde, hasta ayer, aquí los cerdos se comían a los muertos”, el caminante casi no se detuvo ante los periodistas que filmaban a tres cerdos peleando sobre una montaña de basura, en el fondo de lo que hasta hace cinco días atrás era una quebrada de agua gris, y hoy es una pila interminable de escombros.

De escombros y de muebles, de escombros y de puertas, de pesados techos que cortan para siempre ventanas, puertas y vidas. Como la del hombre y su hija que no llegó a la calle. El techo de la casa les cayó encima y sus cuerpos, o sus medios cueros, cinco días después, aún cuelgan de la ventana.

Los vecinos pasan por al lado del señor y la niña, suben y bajan por la callecita y sólo atinan a taparse las bocas y entrecerrar los ojos. El olor es insoportable. El recién llegado cree que se le pegó al cuerpo pero no, es que así huelen barrios enteros de la ciudad.

“Esto era un hospital, estaba lleno de gente, todos están ahí abajo”, los vecinos del barrio de Delmas, uno de los más populares y extendidos de Puerto Príncipe, le muestran al cronista el edificio de dos plantas que se desmoronó como un castillo de naipes. En la misma zona hay casas más acomodadas, pequeños palacios en medio de un mar de casas del color gris de los ladrillos baratos. Esas se llevaron la peor parte, las gruesas y anchas losas cayeron prensado automóviles, y vidas.

“Ahí hay gente, ahí hay gente”, repiten los vecinos una y otra vez, como si por un instante no olieran el mismo tufo penetrante que el visitante. Ya no hay gente. Una cuadra más allá, sobre la avenida principal de Delmas, un centro comercial muy concurrido se vino abajo completo, prensando el piso con el techo. “Aquí no vienen los rescatistas, al supermercado de los ricos sí”, nos avisan.
 
En “el supermercado de los ricos” y “el hotel de los ricos” trabajaron los primeros rescatistas estadounidenses que llegaron a Puerto Príncipe. Debajo de esos escombros tampoco había vida, igual que en Delmas, pero la diferencia no indigna menos a los habitantes de las barriadas.

En Carrefour, en cambio, los vivos hoy se sintieron algo más dignos. Sintieron que no los olvidaron: la brigada Venezolana llegó a la ciudad a las ruinas del epicentro del terremoto del martes a buscar vida y apuntalar edificios. Sólo lograron lo segundo.

Donde sí se hizo el milagro fue en una universidad de seis pisos, donde los bomberos de México junto a los “topos” -un grupo mexicano de rescate bajo las ruinas con tanta experiencia como paciencia- lograron rescatar a seis estudiantes y trabajaban al caer la noche del sábado para sacar a otro. “Esta bien, lo hidratamos, habla y está lúcido, pero no logramos liberarle un tobillo”, explica un topo con la cara llena de polvo, pero feliz y esperanzado.

Pero para los milagros alcanzan los dedos de una mano. Para los muertos no. Para los sin casa, tampoco. Decenas de miles duermen en los parques que rodean el palacio presidencial. Apenas ven al blanco periodista, agradecen la presencia y piden medicamentos y muestran fracturados con las piernas a punto de explotar y niñitos huérfanos de golpe adosados a otra prole miserable. Y piden medicina.

Después de marchar varias horas por mil recovecos desangelados, a este cronista jamás le pidieron dinero. Sí medicina, y comida, y barbijos para los niños. En verdad, no tendría sentido pedir dinero. No hay donde comprar. Recién en la tarde del día cinco del fin del mundo, algunos tímidos vendedores ambulantes ofrecen preciadas cargas: arroz, un chocolate, o cigarrillos. Casi nadie les compra.

Y además de los miles en los parques, otros miles caminan. Caminan hacia las afueras de Puerto Príncipe, o solo caminan, tal vez soñando que caminan hacia el trabajo, que es un día como cualquiera, pobre o miserable, pero como el anterior. Sin vecinos pudriéndose prensados en sus casas-trampa y sin miles de montañas de escombros aquí y allá.

Ya sobre el final de la tarde, el cronista se propuso encontrar a alguien sonriendo. Sólo dos niños, con la inocencia irredenta. Nadie más. Nadie sonríe ni hoy, ni mañana ni pasado. Nadie sonríe el día del fin del mundo.

*Periodista, enviado especial a Haití.

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