La paz es igual a un commodity que cotiza a la baja en el mundo. Es la materia prima de los descarados como Gianni Infantino. El presidente de la FIFA inventó un premio para alimentar el narcisismo de Donald Trump. Un gajo de la misma planta del Nóbel devaluado que en cinco días más recibirá la venezolana Corina Machado. Un galardón también amañado.
La distinción de la corporación futbolera es un residuo más de su nula credibilidad. Se la entregaron al líder político de Estados Unidos antes del sorteo de la Copa Mundial. La ceremonia le dio más visibilidad, el magnate se pavoneó ante la prensa sobre una alfombra roja, elogió a su vasallo Javier Milei y dijo sin réplica que resolvió “ocho guerras”. En tiempos que Yanis Varoufakis define como de tecnofeudalismo, ya nada sorprende. No hay vara que pueda medir lo obsceno.
El escenario se montó sin perder detalle. Trump e Infantino sobreactuaron una demora en llegar a la ceremonia como si fueran dos novios retrasados que un cura espera en el altar. El magnate iba dejando frases a su paso como si ingresara a una gala de Hollywood. Bailó después al compás de la música de Village People, hizo sus muecas grotescas y disfrutó de la impostura como un niño complacido en su capricho.
La FIFA justificó el premio por “la acción extraordinaria” de gestar la paz en lugares asolados por las bombas y metralla que todavía estallan, como en Gaza. Material bélico con que EE.UU dio apoyo político y militar al genocidio cometido en la Franja por el régimen de Benjamín Netanyahu. El propio Trump incluso había ido más allá. Propuso en febrero de este año expulsar a los palestinos de su territorio para crear un resort turístico donde más de 70 mil ya fueron masacrados con su venia.
Ese tipo de acciones distinguió la FIFA. Como los ataques por si acaso contra lanchas con motor fuera de borda que navegan el Mar Caribe con el declamado objetivo de reprimir al narcotráfico. Su objetivo real es apropiarse de las riquezas de Venezuela.
El sinverguenza (literal) de Infantino le dijo al presidente de Estados Unidos: “es un premio que se entrega de parte de los miles de millones de aficionados en el mundo”. En nuestro nombre, sin anestesia previa y arrogándose la representación planetaria de un fútbol dibujado en cartulina.
Si el deporte suele ser un objeto de manipulación política, si se lo utiliza para lavar la imagen de gobiernos autócratas como sucedió con el Mundial de Qatar y hasta se inventó el anglicismo sportswashing, ¿cómo debería definirse lo que acaba de hacer la FIFA para mimar el ego del presidente de EE.UU?
La genuflexión puesta al servicio de un nuevo orden futbolístico mundial donde el imperialismo decadente se aferra al salvavidas de la mayor pasión popular. Hay razones económicas, por supuesto, pero además geopolíticas. Todo ocurre cuando el gobierno de Trump está lanzado al mayor operativo de su historia para deportar migrantes. ¿Será una Copa con estadios semivacíos como ocurrió en el Mundial de Clubes?
A diez años del FIFA Gate, el sistema-mundo de la pelota cambió de paradigma y quedó sometido a la voluntad hegemónica de una potencia en declive. Infantino se alineó con Trump. Sepultó un poco más la nula credibilidad que le quedaba a una industria autopercibida como prescindente de las pasiones políticas. Pero además le entregó a EE.UU la llave maestra de un mercado global que mueve unos 200 mil millones de dólares anuales.
* Periodista argentino. Es docente por concurso de la carrera de Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y de la tecnicatura de Periodismo Deportivo en la Universidad de La Plata (UNLP). Colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)
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