El orden de la casa y otros desastres

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Gisela Ortega.*

La diferencia de pareceres entre los padres e hijos, al menos por un período a veces extenso, es motivo de contienda continua en la mayoría de los hogares. Al llegar los jóvenes a la difícil edad comprendida entre los l2 y l8 años, denominada adolescencia —entre la niñez y el ser adultos—, comienzan a rebelarse contra la norma establecido en casa y a buscar su propio camino. Las dificultades de orientación, propias del desarrollo, reflejan una confusión interna que viene a corroborar el externo, ya que quien no esta organizado íntimamente propaga el caos por fuera.

A eso debemos añadir que durante esa fase los jóvenes comienzan a desvincularse de la familia, reclaman sus “espacios libres” y su “libertad personal”, bajo cuyos conceptos se entiende que son tal y como son y hay que dejarlos en paz —aunque según las conjeturas de los mayores redunde la confusión.

De esa difícil etapa del desarrollo no se libran los progenitores ni los descendientes, por muy rigurosos que se muestren o imperativos que se impongan. Con la prohibición de “no sales de casa hasta que arregles tu habitación” se puede lograr un éxito momentáneo, pero no rotundo, debido a que la organización durará un suspiro (y todo comenzara de nuevo).

Sé de muchas madres para las que las continuas discusiones —y el agotamiento de nervios— son tan mordaces que, ante el desastre de los cuartos juveniles, prefieren llevar a cabo la tarea ellas mismas en lugar de abandonar a sus hijos en el propio desbarajuste, desperdiciando así quizá la única posibilidad de entrar con sus hijos en camino y no complicarse tanto la vida. Lo ideal seria que ellas no arreglaran las cosas de "los niños". La ropa que esta tirada, no es la sucia para lavar; la que esta amontonada en los armarios cuando uno pasa, en lugar de colgada, provocara las risas de los compañeros. Solo a través de esa experiencia notaran los niños la necesidad de mantener un poco de disciplina.

Una condición indispensable es, desde luego, que disfruten de suficiente espacio para poner las cosas en su lugar.

A los más pequeños es fácil despertarles el interés por el orden, ya que a casi todos les encanta el ajetreo y quieren hacer las cosas “solos” como los mayores. La afición de imitar a los adultos se puede aprovechar para fomentar el sentido del ejemplo. Como en otros ámbitos, presionando y criticando a los chiquillos y a los jóvenes poco se puede lograr. Por el contrario: el enfrentamiento es aun más fuerte.

Los padres fanáticos de la disciplina tiranizan con su perfeccionamiento no solo a sus familias y a los que les rodean, sino que ellos mismos son esclavos de las circunstancias. Su mundo se desploma cuando los objetos no ocupan su lugar exacto —ellos mismos se sienten desplazados.

Por el contrario los desenvueltos y desprendidos disfrutan de libertad interior y son mas osados y aptos para la improvisación. Para esa clase de personas, la sensación de opresión va unida a un concepto riguroso del orden. Es favorable una porción sana de disciplina, si con ello entendemos una serie de reglas para la vida en común familiar o laboral. Quien no se acople a estos hábitos, tendrá que aceptar las consecuencias, ya que en las personas desorganizadas, cuyas reacciones no podemos prever, es imposible confiar.

 En una situación de caos absoluto —gran desorden— se pierde tiempo y energía, se produce desorientación e incertidumbre. La educación es necesaria, no cuanto más mejor y a cualquier precio, sino el mínimo necesario para el bien de todos.

La armonía familiar es fundamental para la estabilidad social. Depende de la fuerza del amor de la pareja, del amor fraterno entre padres e hijos, y esto, a su vez, depende y siempre es construcción de los padres.

* Periodista.

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