PAGANÍA CONGENITAL

1.817

Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

“Yo era una niña triste, madre, una niña huraña como son los grillos oscuros en el día, como es el lagarto verde, bebedor del sol. Y tú sufrías de que tu niña no jugara como las otras, y solías decir que tenía fiebre cuando en la viña de la casa la encontrabas conversando con las cepas retorcidas y con un almendro esbelto y fino que parecía un niño embelesado”.

(“Gabriela piensa en…”, Roque E. Scarpa, Ed. Andrés Bello, 1978, pág. 19).

Julio de 1899. Monte Grande.

Hoy es domingo, mamá y yo nos dirigimos con premura a la esperada misa de mediodía, en Vicuña, ciudad en la que nací, casi por accidente, pero muy pronto volvimos a nuestro poblado pequeño, encorvado como viejo, me refiero a mi bienamado Monte Grande. Más hacia los montes que hacia los valles, este pueblito querido era como una amapola crecida sola, entre cardos y piedras, entre sequedad y sol. La Iglesia era pequeña y su cúpula redonda parecía un puño a punto de cerrarse. Como siempre, había mucha gente. Se arreglaban y preparaban con especial esmero para tal ocasión. Misa de doce en Vicuña: tal vez, el hecho más pequeño del mundo, pero para los feligreses de toda mi región era, sin duda alguna, el punto de encuentro entre Dios y ellos, entre ellos y ellos, entre los vivos y los muertos.

En los rincones de la Iglesia había imágenes del Cristo y de algunos santos que, a mí, una pequeña de apenas recién ganados diez años, me parecían personas extrañamente inmóviles, que ni el huracán más desolador habría podido mecerlos o quitarles sus trajes. Parecían protegidos contra todo y mamá decía que había que orarles, para que ellos nos dieran esa protección, que parecía serles suya, únicamente suya. Estos venerados hombres, mártires algunos, nos miraban con ojos hundidos, en una piedad sin límites. Los parroquianos oían la eucaristía, como quien oye el viento al atardecer. Realmente sentían estar más cerca de Dios. Se veían agradecidos, como hijos, a quienes sus padres regalan amor, como tibio pan que mitiga el hambre del cuerpo, pero también la del alma.

La voz del sacerdote parecía venir de muy lejos, como un eco que va apagándose o como el canto de un pájaro, que pasa volando y se aleja, perdiéndose entre nubes y distancia. Durante la hora que duraba la misa, todos los que estábamos en la Iglesia sentíamos que nuestra piel se nos hacía cardos, con espinas que acarician y que no hieren, como los cardos duros del monte. A mí, en especial, se me llenaban lo ojos de lágrimas y solía sonarme con tanto ruido, que mamá siempre terminaba regañándome e indicando hacia los santos, como para decirles que una niña triste y huraña como yo no merecía el cuidado que ellos nos ofrecían, en gestos tan preciosos y ojos de vidrio multicolor. Mis lágrimas se convertían así en piedras, que no rodaban, como lágrimas reales, hacia afuera, sino hacia adentro, hacia el pozo de mi alma, con un ruido doloroso y del cual debía guardar silencio, y enterrarlo en su centro como filoso cuchillo, sin que mamá se diera cuenta.

Yo me sentía cercana a Dios, pero lo sentía de una manera propia, nacida completamente de mí. Respetaba a los vecinos y vecinas en su oraciones, sus cantos y súplicas, pero yo habría preferido salir a cantar las alegrías de Dios al monte, al valle, al desierto, al mar. Habría querido salir como el Rey David, en ceñido corcel, a cantar su Salmos de alabanza, protegida y armada con ese escudo protector que Dios le daba a él. Se sentía indestructible, imbatible como cordillera. ¿Cuántos Goliat no habrán sido vencidos por la piedrecilla de un pastor cantor?

Mamá era estrictamente devota, siempre la vi ir a la Iglesia con vestido oscuro y velo negro, envolviendo su hermosa cabellera. Pocas veces reía en circunstancias como esas, porque, según ella misma decía, siempre se debía guardar debida distancia, mostrar solemnidad y, especialmente, seriedad. Apenas terminada la misa, mi madre, buena tejedora de conversaciones, se quedaba, en la Plaza central de Vicuña, con sus amigas más cercanas alargando la escurridiza tarde, como quien extiende, como alfombra, el horizonte mismo. Yo aprovechaba esos alargados momentos, me escurría entre ellas y corría, hacia el otro extremo de la Plaza, para trepar en los árboles cercanos y mirar las ramas, las hojas, las hormigas, que enfilaban una a una en doble sentido, las florecillas recién nacidas y los frutos prematuramente maduros. Debía saber estar fuera del alcance óptico de mi madre; que, aunque se hundía como buque en el mar, en su conversación, también se daba el instante para buscarme y pensar –“dónde estará esta extraña Lucila, por qué no irá a jugar con las demás niñas”– . Todos los niños se reunían justo al centro de la plaza, lugar que no me gustaba porque allí los muchachos, solían ser bruscos en sus atrevidas jugarretas y las niñas, risueñas como tontolas, celebraban esos actos, como si tomaran palco en un circo placero.

Yo quería aprender del mundo, tragármelo pedazo por pedazo, río por río, mar por mar, tierra por tierra, a través de todos mis sentidos. Amaba, por ejemplo, oler las flores recién aparecidas en la aurora temprana de la primavera; oír el viento silbando en las laderas, saborear las almendras, que su árbol madre había criado de flor a fruto, escondiéndolas en lugares ocultos de sus ramas, lejos de mis pequeñas y blancas manos, que se estiraban para alcanzarlas, en un esfuerzo de titán adulto. Gustaba, también, tocar las hojas del almendro, atadas por delgados tallos al follaje de las ramas. Y qué decir de las estrellas, podía pasarme horas enteras mirándolas arder en la noche. ¡Había tanta estrella repartida entre Vicuña y Monte Grande!, como si Dios mismo les hubiese dispuesto ése lugar como su hogar eterno: el azulado cielo de Elqui. Siempre me gustó el brillar de las estrellas y el de la Luna, redonda como pelota encendida, cuando estaba en plenilunio; o alargada como plátano blanco, cuando venía menguando, tras recorrer el círculo, el anillo de brillantes, que va de punta a punta de la Tierra, siempre embellecida por la luz del Sol. Luna nueva creciente, delgada como espiga, aparecía temprano, a recorrer, entre los recodos abiertos de los astros, la cúpula terráquea y se dormía, apenas entrada la noche, en la cuna de algún monte.

Emelina, mi hermana, ha prometido enseñarme “lo que toda niña debe saber”. Me ha dado unos cuadernos, cuidadosa y rudamente empastados, para que mis manos no pudieran romperlos, si es que decidía, en un ataque de furia infante, destruirlos a puro puño. Pronto descubrí que en ellos podía escribir “ésas cosas raras que se me venían a la mente”, en palabras de mamá, cuando solía sorprenderme mirar los cactus, variados en formas y colores; los almendros, los escarabajos, las piedras del monte, o los encendidos atardeceres de ése cielo tejido hebra a hebra sobre mi cabeza, despeinada y alocada. Recuerdo que los cactus levantaban orgullosos sus cuellos espinudos y, uno que otro, regalaba en primavera una flor única, por ello hermosa. Se escondían en corazas espinudas, seguramente para proteger la blanca savia de su más profunda piel. Los cactus crecen solos, sin que nadie los siembre, sin que nadie los quiera reproducir. Ellos parecen seguir oyendo la voz del Creador, en el Génesis que narra la Biblia, y multiplicarse, ante ese solo milagro eterno. Los hombres hacen muchas cosas, pero el que pueda crear, como Dios, la flor de un cactus o un atardecer en Monte Grande, dudo llegar a conocerlo alguna vez. A Dios no lo conocemos, es cierto, pero lo llevamos dentro de nuestro corazón, envuelto por nuestra alma, dulce y delicadamente, como a un polluelo huérfano o a una flor mojada de rocío.

Mi madre tomó la decisión de enviarme a la escuela, para que aprendiera más de lo que Emelina, con paciencia de tierra sembrada, me había podido enseñar. Pero no me gusta la idea de tener que ir a la escuela y quedarme, como barco, anclada en sus salas frías como muerte. Me aburriría de oír cosas que no despierten mi incontenible y extraña curiosidad. Por lo demás, dicen que soy dura de cabeza. ¿Cómo las nueces?, pregunté yo a la maestra receptora, cuando lo dijo a mamá, y, ambas, me miraron como quien mira algo desconocido, inentendible, ilegible, incomprensible. Mamá se enojó mucho y me obligó a pedir disculpas. Tuve que hacerlo en contra de toda mi pedregosa voluntad, sólo por no ver el enojo de mi madre que, rápidamente, encendía en cólera y fruncía el ceño como lechuza. Eso me asustaba, no entendía cómo tan dulce mujer, dulce como miel fresca, podía cambiar tanto, en cuanto el enojo se le metía dentro. De seguro, el hecho de que mi padre nos haya abandonado dejó hondos surcos en su corazón y ajó su cara como a flor otoñada. A mí no me gustaba verla triste ni enojada, quería verla siempre feliz, como danzado en una ronda, como soñando a ser reina de reinos lejanos, allende los montes, allende el mar, allende todo el cielo.

Dicen que el horizonte nunca se alcanza, pero ahí le construiría yo a mi madre una casa. Allí podría descansar, soñar, estar ociosa. Pero ella no la habría aceptado. Solía decir: “¡qué es una casa, si no hay manos para limpiarla y mantenerla!”. De suerte que Emelina y yo debíamos esforzarnos mucho para que nuestra casa permaneciera limpia, por lo menos, hasta que el infantil viento de la tarde levantara el polvo suelto de los caminos. ¿Por qué los ríos no corren por toda la tierra y se encinturan egoístamente en un lecho estrecho?

Podría escribir un cuaderno entero acerca de los ríos de esta zona, pero el agradecimiento que les da la tierra es suficiente. Ellos la entumecen, para que broten las impacientes semillas que ella guarda en su vientre. La tierra es una madre generosa, obsequiosa, reparte sus creaturas, como mamá, cuando reparte la comida y el pan en la mesa familiar.

Comienza Agosto y los ciruelos ya visten flor. Blancas y rosadas, como vestidas de novias, de princesas o muchachas quinceañeras. Esas pequeñas flores crecen luego en frutos y, junto a Emelina, disfrutamos de ellas con especial entusiasmo. El año próximo, siete de abril, cumpliré once años. Año importante, según le he escuchado a mamá y a sus amigas. Mil novecientos, un nuevo siglo. Esperanzas incalculables para las gentes, para los pobres, para todos. Vendrán cambios nunca esperados, según ellas. Yo, sólo aguardo llegar a mis once años, para empezar a ser una mujercita y dejar de ser la niña triste en que me he convertido en este último tiempo. Me asusta crecer, pero es inevitable. Soy como el pasajero de un tren, que anhela llegar a su estación de destino, pero que, a la vez, quisiera estirar todo lo posible el viaje para recordarlo y guardarlo en las fotos de su memoria.

Mamá dice que me vienen cambios importantes –¿cómo los del siglo venidero?, me pregunto yo– y, cada vez que dice eso, yo me voy a mi pieza a mirar, enumerar y ordenar mi colección de piedrecillas de río. Todas multiformes y cada una de ellas con su propia e irrepetible veta, que son como sus venitas o arterias. Son mis pececillos fosilizados, les digo yo, porque vienen del río, donde brillaban con especial fulgor, bajo el sol de Monte Grande, a media tarde.

Faltan nueve meses para mi cumpleaños. Los mismos nueve meses en que, generosamente, mi madre me dio como casa su vientre. Allí “se hicieron en silencio mis ojos, mi boca, mis manos”, y “con este como préstamo de su carne ando por el mundo”. Ella y Emelina lo son todo para mí. Son mi círculo, mi centro de gravitación vital y terrestre, sin ellas volaría sola, como ave perdida o herida. Vivimos dentro de una bóveda transparente que yo imagino, y que nos protege con bondad, como María madre, sosteniendo a su amado hijo, cuando lo bajaron muerto de la horrible cruz. ¿Qué cosa tan grave hizo, para haber sido tratado de ésa manera? A veces, en sueños, creo ver su rostro y oír su voz agonizante pidiendo perdón a su Padre, por aquellos que lo humillaron, torturaron, maldijeron y crucificaron. Hay que tener un corazón gigante y un alma inmensa, como para pedir perdón por quienes nos maltratan. Sigo a Cristo con pasión de niña, lo amo profundamente y no he visto, ni oído decir, que haya existido hombre tan fuerte como él. Ni las llagas de su cuerpo mataron su fe, sino que la redoblaron, como el sonido de las campanas en los ecos de empinadas montañas.

Tal vez mi madre, sería feliz si yo me hiciera monja, pero ello no va con mi ser. No podría vivir entre muros, encerrada. Yo nací para ser visitante del mundo. Conozco, uno a uno, palmo a palmo, piedra a piedra, todos los cerros de los alrededores. Me gusta subir por ellos, para estar más cerca del viento, de la nubes y del sol. En las alturas me siento libre, como si mi patria fuera una soledad rodeada de induplicable belleza. El viento me habla fuerte en los oídos y me trae noticias de muy lejos. Dice que el Mundo es inmenso, inimaginable para mí. Él trata de decirlo con palabras claras, pero sólo logro captarlo cuando encorva la hierba o cuando revuelve, en infantil diversión, a las pocas nubes que este, mi cielo regala.

Al parecer, Emelina tiene un pretendiente. Entre los límites de la tarde y la noche, él llega hasta la ventana de su cuarto, evitando ser sorprendido por mi madre, doña Petronila Alcayaga, a quien nunca gustaron los hombres del norte medio, porque los encontraba duros y vulgares. Emelina y él (no sé su nombre, pero reconocería esa voz donde fuese), se decían cosas muy tiernas. El le leía poemas y ella lo miraba embelesada, como si estuviese mirando un gran océano. Nunca los vi besarse, pero se juramentaron amor, bajo la sombra de los nogales que rodeaban la casa, como protectores y amigos, que daban generosa sombra en las calurosas, secas y largas tardes del verano en Monte Grande.

Emelina no me ha dicho palabra alguna al respecto, de seguro piensa que yo iría con el cuento con mamá.¿Pero, por qué iba a hacerlo? Hablaban tan hermoso los dos, que sus palabras llegaban a mí como cantos vírgenes y naturales, y yo escribía en mis cuadernos lo que alcanzaba a entender.

Emelina está enamorada, lo veo en sus ojos, que nunca han podido ocultarme nada, por mucho que se refugiaran en miradas cabizbajas o en parpadeos huidizos, como liebres de monte. No creo que el amor sea algo malo, pero mamá dice que los hombres son malos. Que sólo buscan oler y desplumar las flores, para luego olvidarse de sus promesas de amor. Yo creo que mamá aún no logra reponerse de la pérdida de mi padre, don Juan Gerónimo Godoy Villanueva, maestro rural que amó más su trabajo que a su mujer y a su hija. Nos dejó cuando yo tenía tres años, cuenta mamá, y yo lo imagino abrazando a todos sus alumnos, como si ellos fueran sus hijos verdaderos. Buen hombre mi padre, de quien parezco haber heredado “su vocación literaria y sus admirados ojos verdes”. El amor es como pan para compartir: se puede dar a uno, a dos o a tres, pero me parece que el amor más grande es el que se da a muchos. Tal como lo hizo mi padre, y por ello no le guardo rencor alguno.

Mi madre me ha enseñado todo lo que tengo que saber, según dice, para enfrentar el mundo, en estos diez años que llevo caminando por esta tierra maravillosa, a la que me siento atada como un árbol cuyas raíces se aferran a ella, como el hijo con sus brazos, al cuerpo de su madre. No querría salir nunca de estos parajes tan míos; pero sé que, algún día, a mi cuerpo lo moverán trenes y barcos a vapor, por partes extrañas, descubriendo nuevos pedazos de mundo en cada centímetro que me avancen. Yo no quiero ser como las demás niñas, por ello las evito. No quiero verme, ya hecha mujer, junto a un hombre a quien deba servir y atender, tras su laboriosa faena en el campo o en la mina. Mis sueños me hablan de forma distinta. “Es la fiebre”, diría mamá, e insistiría en llevarme con un curandero que, según dicen, cura todos los males. ¿Pero, por qué no se cura él mismo de esa manía que tiene de mirar a las mujeres con ojos insidiosos, clavadores como agujas? ¿no funciona su propia hechicería con él?… ¿cómo iba, entonces, a funcionar conmigo?

Esta infancia mía, que parece irse como una amiga inolvidable, la he pasado íntegramente en Monte Grande. Aquí, recorro los senderos, casi olvidados, que llevan a los pirquenes o me acerco a las casas de los vecinos, para mirar si tienen cosas curiosas que llamen mi atención. En las noches, las luces de vela de sus casas, parecen imitar el brillo estelar o parecen ser encendidos pañuelos anaranjados, que saludan a la bóveda celeste. Los vecinos viven una vida apacible, trabajan, se ríen, beben, van a la Iglesia, se saludan diez veces en un mismo día, se conocen desde siempre. Yo no les agrado mucho, pero todos me sonríen, como si le sonrieran a una niña destornillada, que mira grillos o habla con tamarugos. Son buenas gentes, jamás harían daño por querer hacerlo. Si lo hacen, es por que el vino que beben o la rabia de su pobreza los toma en sus brazos y los envuelve furiosamente. Hombres rudos, callados, como si siempre anduvieran en procesión. Se quitan el sombrero para saludar a una mujer y luego voltean la cara para buscar una segunda mirada.

Hace algún tiempo, tuve la dicha telúrica de conocer a don Bernardo Ossandón. Hombre curioso, astrónomo de profesión, que tenía el tesoro más grande que se haya conocido, desde Vicuña a Monte Grande y desde el monte hasta el mar; donde descansan los ríos tras su fatigosa marcha por la tierra. Su tesoro consistía en una biblioteca multiplicada en incontables libros que, para mí, eran como frutos maduros esperando ser recogidos y digeridos. Leí con inusitada pasión algunos de esos frutos que él, generosamente, puso en mi manos, como espigas maduramente rubias. Lamentablemente, una tontera mía hizo que don Bernardo comenzara a verme con sospecha. En unas palabras que esbocé, como quien teje una manta, escribí “la Naturaleza es Dios”. Él, ferviente católico, advirtió lo que llamó, fuerte y despectivamente, ¡“naturalismo”! Por esas palabras pagué un precio que no quiero recordar. Desde entonces me puse huraña y cerrada como piedra. Mis cuadernos los escondí con celo de prófugo e intenté, vanamente, ser una “niña normal”.

Pobre madre mía, yo entendía perfectamente el amor desbordado que me daba a caricias llenas, pero ella nunca entendió mi amor por el mundo y por las cosas que andan esparcidas en él. Yo la quise, pero a mi modo. No como Emelina, que la amaba sumisamente, casi con temor, diría yo. Si bien mi madre tuvo y sigue teniendo gran influencia en mi forma de ser, yo quiero ser como yo misma, no parecerme a ninguna otra flor. Una flor de cactus quiero ser, sí, una flor de cactus.

He pensado que, tal vez, me convierta en maestra de escuela. Me gusta enseñar lo que he aprendido. Pero miro a las maestras de la escuela y me parecen tan distantes, como torres lejanas. No logro alcanzarlas con mi entendimiento ni con mi corazón. Son parcas, serias como lámparas sin luz. Son mujeres instruidas, saludan ceremoniosamente y se van raudas, como los patos de mamá, cuando van por su alimento o su zambullida diaria en el charco del patio. Sí, son como aves, pero aves que desaprendieron volar, que olvidaron la turbulenta vastedad de la tierra, que no dejarían la provincia, porque viven en ella como estatuas petrificadas. Parece que siempre han vivido aquí. Aún antes de nacer, ya eran maestras de escuela. Aprendieron tempranamente lo que una maestra debe saber. A los dieciséis años ya enseñaban en aulas repletas de niños con caras surcadas de sol. Eran severas como código, castigaban con furia a los alumnos que molestaban, mientras ellas impartían ceremoniosas clases. Parecían haber asesinado sus sueños, para no seguir derramando lágrimas por los recuerdos hermosos que, supongo, en alguna parte de sus memorias escondieron.

Si me hago maestra, mis clases se harán bajo los árboles, sentados sobre la hierba con mis alumnos, mirando el cielo y cortando el aire con nuestras caras. El mundo verdadero no está, creo yo, entre las cuatro paredes de una sala, sino afuera, donde brilla el sol, cantan los pájaros y se oye la voz melodiosa de los ríos.

Hay algunas cosas que escribo de las cuales yo misma me sorprendo. Se me caen, se dictan solas, no las escribo yo. Vivir encerrada entre tanto monte y monte, pone loca la imaginación. Sólo el que no ve extensiones, puede soñar con ellas. Yo querría un pasaje al fin del mundo, querría contornear la cintura del planeta, viajar hasta que mis pies se volvieran llagas enteras y, tras muchos años de andar y andar, volver a mi Monte Grande, para depositar en sus entrañas el puñado de huesos, en el que todos nos llegamos finalmente a convertir. No me asusta la muerte, la he visto ya varias veces a través de los cristales, en los ataúdes de los vecinos y vecinas muertas. La tradición es velar al difunto, mirarlo, por última vez, desde el lado vivo de la ventana y, luego hacerlo bajar a la tierra humilde, donde antes derramó su sudor, su sangre y sus lágrimas.

Recostada sobre tupida hierba del valle, me veo caminar por el mundo, errabunda. Internándome en caminos desconocidos, que nadie sabe a dónde llevan, si es que llevan a alguna parte. Quiero recorrer el globo terráqueo, no con los dedos, como la hace el señor Ossandón, sino con mis pies, con mis ojos, con mis lápices, con mi escritura. Sería tan pequeño mi equipaje. Apenas bastaría una maleta, para guardar cuadernos y algo de ropa. ¡Por Dios!, que cosas digo. Monte Grande es mi tierra, aquí debo crecer, como han crecido tantos antes que yo, como crecerán miles, después que yo. Todos somos profetas en nuestra propia tierra, si aprendemos a amarla y conocerla de punta a raíz.

Hace algunos días, fuimos a la Estación de Vicuña a recibir a mi madrina, quien retornaba de la capital, para reintegrarse en su cargo de directora de la escuela de la ciudad. Era una mujer alta y delgada, como lanza o espada. Mamá dijo que tenía que saludarla con respeto, pues ella era considerada “una santa” y había sido maestra de Emelina, mi media hermana, mi hermana entera. Estuvieron hablando de mí, pude oírlas mientras fingía jugar entre los vagones. Decían que debía venir pronto a Vicuña, dejar Monte Grande, e iniciar mi educación institucional. Con todo lo que Emelina sabía, no podía reemplazar lo que una escuela podía enseñarme. Mamá le advirtió algunas cosas, a la santa madrina, sobre mi conducta y mi extraña forma de ser, alejada, triste y melancólica. La gran maestra dijo: “no te preocupes, Petronila, la pondremos a trabajar en algo serio, para distraerla de esas insensateces de que me hablas. En mi escuela, todas las niñas aprenden, sea por la buena o por la mala, pero aprenden. Ya no es tiempo para que las mujeres sigan siendo analfabetas. Deben educarse y aprender las cosas de la casa. Hay que prepararlas para que sean mujeres plenas. Déjala en mis manos, Petronila” , terminó diciendo, y cargó su maleta con seriedad de luto. Mamá dijo que sería lo mejor para mí. Debía labrarme un futuro pronto, porque el tiempo, dijo, pasa como una bala.

Yo estaba conciente de que la escuela era algo bueno, ¿pero iría a ser buena para mí, que no soportaba por mucho rato la compañía distractora de otros niños y niñas? Ellos me raptaban de mi mundo, donde todo era sueño y magia revueltos, como agua y azúcar, dulce jarabe que para mi boca, cuando, después de andar los montes, me volvía a casa, con la ropa sucia, las manos heridas y una sed goliática.

¿Por qué las escuelas las hacen cerradas como monasterios? ¿Por qué no las construyen sin techo, para que sea todo el cielo lo que los niños miren? ¿Por qué cuidan tanto los libros, como animales de museos? ¿Por qué no dejan que se manchen, con las manos curiosas de niños que vienen de jugar con agua y tierra? Definitivamente, no estoy muy interesada en ir a la escuela de Vicuña, preferiría quedarme en Monte Grande, aprendiendo de Emelina y de todo lo circundante. Pero mamá insiste y habrá que hacerle caso. Si salgo para Vicuña, me hundiré en la tristeza. Amo estos entornos como nadie imagina. Si mis ojos dejaran de verlos, de seguro, se secarían. Ya no volverían a ser los mismos. ¿Qué pasará con el patio de la casa, las flores que aromaban la tarde, los árboles que me cobijaron y abrazaron en sus duras ramas?, ¿qué será de mí, lejos de mamá y de Emelina, las personas sin las cuales no logro imaginar subsistir?

Rebelión a los diez años. Quisiera, ahora, dejarme rodar por el monte más grande e inclinado, para que las piedras me dieran su adiós ensangrentado. Voy a llevarme los ecos que retumban de ladera en ladera, echaré en mis bolsillos polvo de esta tierra gentil como anciana, alegre como niño, sonrojona como muchacha. Quisiera llevarme todo Monte grande encerrado en mis puños, tiene que ir conmigo. No puedo dejar al amor de mi infancia.

Emelina ya lo sabe, la despedida es inevitable. La he visto triste y hace días que no abre su ventana al caer la tarde. ¿Qué habrá sido de su enamorado? ¿Tenía razón mamá? Emelina evita referirse al tema, pero hay dos penas que carga como piedras en sus espaldas: mi partida y la de su amado. Todo se otoña, desaparecen las inquietas abejas, no se huelen las flores, la casa parece ir desocupándose de a poco. Mamá sigue en lo suyo. Debe mantener en pie el hogar, educar a sus hijas, para que, algún día lleguen a “ser reinas”, como ella lo ha planificado, con esa frialdad tan propia de Petronila, nombre hermano de las piedras.

Juro que si salgo de Monte Grande, volveré, sea como sea, a recobrar los amigos que haya dejado: los grillos, los montes, las piedras, las casas vecinas, los lagartos, los cactus, los nogales, los caminos polvorientos, las grutas naturales, abiertas como bocas santas entre las piedras, los manantiales, los cardos, mi pieza, mi cama, todo. ¡Absolutamente todo!… Me voy contigo, Monte Grande.

Mamá prepara mis cosas, zurce algunos vestidos y me da indicaciones de qué debo hacer y de cómo debo comportarme, para no defraudar a la “comadre”. Ella cuidará de usted, me dice, y en mis ojos comienzan a crujir cataratas de lágrimas. ¿Qué otra mujer, que no fuera ella o Emelina, iba a cuidarme con tanto esmero, con tanta dulzura?. ¡Qué desolación me espera! , Dios quiera que vuelva a reencantarme en Vicuña, después de todo, ahí nací. Hay una bella plaza, un lindo torreón, árboles, gentes, en fin, hay más cosas que en Monte Grande.

Pero me resisto. Cual paloma que es echada a volar sin que ella lo desee, volveré al lugar desde donde me lanzan. En todo caso, haré lo que sea por no defraudar a mamá y me pondré a la órdenes de mi santa madrina.

Después de todos los males que una escuela puede tener, ahí, también hay libros y, de una u otra forma los tendré que conseguir. También me darán cuadernos. Los que me diera Emelina ya está llenos y guatones con mis escritos. Ojalá me den muchos cuadernos, como un árbol que da muchas hojas. En ellos voy a recordar los amaneceres y las tardes de Monte Grande; la sonrisa de mamá y la tristeza casi congénita de mi hermana. Juro que ellas serán los pilares en los que sostendré todo el futuro que se me viene, como un sol inevitable e inescrutable.

Voy a guardar, en el fondo de la maleta que mamá prepara para mí, algunas piedrecillas que he seleccionado de mi valiosísima colección. Deben ir conmigo. Serán mi rosario en la noche, mis confidentes en la tarde, mis amigas de juegos, durante el día. Cada una llevará un nombre: una se llamará Rosalía, otra Efigenia y, la más querida, Soledad.

He escrito todo esto, a mis diez años, no como testimonio, sino como gratitud. Gratitud por la madre y la hermana que tengo, por toda la creación que Dios abrió ante mis sedientos ojos, por la felicidad de mirar el valle encaramada en algún monte. Por ver la niebla atrapada en las alturas de los cerros, por el sol que arde como fogata desde lo alto, por los ríos que veo engordar y enflaquecer, según sea la estación. Doy gracias por todo, porque todo me da gracias a mí. ¡Mamá!, quédate tranquila, tu hija Lucila, enferma de fiebre desconocida, firma aquí, con dos lágrimas puras, un juramento que nunca ha de quebrantar: volveré por todos ustedes, en especial por ti y por Emelina, para que sean conmigo hasta la eternidad. Monte Grande nunca me olvidará.

Dejaré hasta aquí este testimonio, para concentrarme en mi retorno a Vicuña, mi cuna primaria. Después de todo, no voy de viaje de placer, sino de estudios. Debo recordar algunas cosas y, esta tarde, saldremos a caminar con Emelina, porque ha dicho que me hará un examen sobre las operaciones matemáticas, la gramática, la lectura y la escritura. ¡Si supiera con exactitud todo lo que he escrito en los cuadernos que ella me regalara! De seguro, caería de espaldas por el espanto, se derretiría en lágrimas, se pondría roja como crepúsculo, sentiría que perdió su tiempo, enseñándome cosas formales. Tendré que conseguir una buena cantidad de cuadernos, pero ahora en la escuela. Mis ganas de escribir son inmensas. Ojalá Emelina encuentre al hombre que se merece. Una mujer como ella nació para ser amada con dulzura, no con palabras fuertes, ni voces de mando. Ella es mansa como tarde sin viento, clara como un campo lleno de espigas, amable como la arcilla, soñadora como yo.

Adiós primeros cuadernos de mi infancia. Guarden silencio, hasta que yo los abra, como ventanas, para que entre el sol a la oscuridad que empieza a abrirse en mi alma y a la dureza que se instala como piedra en mi corazón. Se me cierra la garganta y se me cae el lápiz.

Por primera vez lloro sola, sin que mi madre me regañe o sin que me haya dado un golpe o algo por el estilo. Ahora lloro hacia adentro, por primera vez en mi vida. Me siento tan confundida, que mi cabeza comienza a latir como un corazón a punto de estallar. No puedo más.

Adiós, adiós.

Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga.

Del testamento de Gabriela Mistral, la postrera:

“Es mi voluntad que mi cuerpo sea enterrado en mi amado pueblo de Monte Grande, Valle de Elqui, Chile”.

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* Escritor.
eupova@hotmail.com.

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1 comentario
  1. Reclamo la autoría de «Paganía Congenital, escrito el año 2005.

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