México. – LA FORMACIÓN SOCIAL CAMINO A LA INDEPENDENCIA

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Para finales del siglo XVI, la población blanca (españoles y criollos) era el 0.86 % del total; la mestiza, 0.71 %; el resto, 98.43 %, eran indígenas. Sin embargo, en el primer considerando, ser blanco no significaba ser partícipe de las riquezas de la América (ya hemos dicho que la gran mayoría de los españoles que llegaron con los capitanes que comandaron la conquista sólo vinieron a reproducir los mismos pobres esquemas de vida que acostumbraban en Europa –herreros, carpinteros, etcétera–, lo cual derivó en que su descendencia alimentara el mundo de la diversidad de castas: el mestizaje como característica de clase, repito, no racial).

De otra parte, la estructura de la economía española obligaba a que la forma de apropiación y distribución de la riqueza se moviera en sentido diametralmente opuesto a la composición poblacional ya que las colonias de ultramar eran consideradas por España como organismos complementarios: debían suministrar a la metrópoli bienes de los que esta carecía y, además, se les prohibía adquirir satisfactores de otras partes así como producirlos internamente.

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Las anteriores cifras y la consideración del párrafo anterior pondrán de manifiesto la condición dependiente de la economía americana y sus repercusiones en lo interno: la abrupta polarización social y la separación entre “quienes todo lo tienen y los que nada tienen”, como dijera siglos después el mencionado Manuel Abad y Queipo. Un puñado de españoles y sus hijos eran dueños absolutos de las vidas y los destinos de más del 99% de la población.

En un modo de producción basado en la agricultura en tierras de temporal (en el altiplano mexicano no hay grandes ríos) y con un mercado tan reducido (sólo los españoles tenían poder de compra) los únicos consumidores de cereales eran los españoles, criollos y mestizos de las pequeñas ciudades, los trabajadores de las minas, las bestias de carga y las de tiro. Los indígenas no entraban en ese mercado, pues su subsistencia dependía de las tierras comunales. De manera que la única forma de hacer crecer la economía era la acumulación de tierras.

Así comenzó a proliferar la forma de propiedad de grandes extensiones que permitía la diversificación de cultivos (de tierra fría y de caliente), disponer de terrenos donde obtener leña y carbón, tierras de pastoreo. La ley del blanco se encargó de desplazar a los indígenas a las ciudades (en calidad de servidumbre, pedigüeños, mendigos o bazofia social) o de absorberlos y sujetarlos como peones al apropiarse de sus tierras. De esta forma se forjaron las grandes haciendas; en sí, un paralelo de los feudos europeos: el hacendismo sería un sistema que no vería su desplome hasta después de la primera década del siglo XX1.

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El mestizo no estaba en el mismo nivel social que los indígenas –cuya población fue mermada en los años siguientes debido a las enfermedades, el hambre y las consecuencias de la explotación salvaje a manos de los encomenderos– en el reparto de la riqueza producida por la economía colonial su participación era mínima; de ahí su histórica divergencia con el español y el criollo, cuyo reconocimiento se pone de manifiesto por primera vez en la lucha por la independencia; es aquí la inauguración de una contradicción que –con el segundo– se torna frágilmente reconciliable sólo en algunos episodios y que, sin embargo, perdura hasta nuestros días.

En el México de hoy, “chicanada” es un vocablo de origen popular que define una acción ruin y alevosa para obtener una ventaja. No se requiere de ninguna ardua investigación lingüística para intuir que se trata de una asociación de las voces “chinaco” (nombre que se acostumbraba dar a la plebe desde la Colonia hasta tiempos de la invasión francesa -y de donde deriva “chicano”-) y “marranada” o “charranada”, “cochinada”.

Es proverbial la costumbre del mexicano por burlarse de sí y de circunstancias que le causan agobio o daño; de sus carencias y defectos. Aunque no deje de ser un estereotipo, tal circunstancia llega a constituir una suerte de presunción para quien practica la “chicanada”.

Es de suponer que esa práctica tiene su origen en una situación histórica: la profunda división de clases que imperaba en México durante la Colonia y la avidez del mestizo por obtener ciertos privilegios a los que aspiraba o que consideraba debía tener pero que no podía alcanzar sino transando de modo deshonesto (aún hoy se apela al recurso del cínico apotegma: “El que no transa no avanza”). De la misma manera que el criollo no se contentaba con ser un español de segunda, el mestizo no aceptaba su condición de americano, o mexicano, de segunda.

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Desde el punto de vista social, la Nueva España estaba forjada por dos mundos: el español y el indígena. Por tanto el mestizaje –de cierta forma– era el resultado indeseable de esos dos mundos. Aquéllas eran las “razas puras” que reconocía una hipócrita legislación (aunque en los hechos no era tal). El mestizo habido en matrimonio podía aspirar al reconocimiento legal y social que se brindaba al criollo; pero el mestizo proveniente de uniones ilegítimas –la inmensa mayoría– se encontraba en el nivel social de los negros traídos de Cuba y Puerto Rico (esto es: esclavo); no podía aspirar a ejercer cargos públicos, ni a maestro en los gremios, ni como escribano o notario. Era, pues, discriminado brutalmente no obstante llevar sangre de los vencedores en el proceso de conquista. Creció bajo el sino del resentimiento social. Y, como dijera Paul Gauguin: “…siendo la vida lo que es, uno sueña con la venganza”.

Hemos señalado el conflicto de intereses –tanto en lo que atañe al ser como al tener– entre españoles europeos y americanos y el de éstos con los mestizos. Ahora esbozaremos el otro vértice que configura el triángulo de la nacionalidad mexicana: el indígena.

El indígena y la mexicanidad

Los aztecas (llamados así porque procedían de Aztlán, que se localizaba en el oriente de lo que hoy es la República Mexicana) llegaron al altiplano después de un largo peregrinar en busca de una suerte de Tierra Prometida en la cual debían establecerse y fundar un gran imperio, tal era el mandato de su dios principal: Huitzilopochtli.

Pueblo sumamente religioso, cumplió la orden de llevar a efecto el éxodo masivo; pero al arribar se encontraron con que las tierras estaban ocupadas, lo que les significó guerrear, ser derrotados y convertirse en pueblo tributario de reinos que eran herederos de la gran cultura tolteca, que a su vez descendía de la gran cultura indígena que se levantó en Teotihuacan (tan grande que llegó a contar con 200.000 habitantes cuando las grandes ciudades europeas sólo contaban con alrededeor de 10.000). Fueron enviados a territorios inhóspitos, en calidad de pueblo sojuzgado, para que fueran exterminados por las serpientes; sin embargo, sucedió al revés: ellos se alimentaron con los reptiles.

Posteriormente, se aliaron con los enemigos del pueblo que los dominaba y lograron derrotarlos. Como premio, los señores de Azcapotzalco les otorgaron un sitio donde vivir: un islote abandonado en medio del Lago de Texcoco donde, se cuenta, encontraron un águila devorando una serpiente, que era el sitio donde debían establecerse según la profecía de su dios.

La narración tiene visos de fantasía; lo cierto es que en unas cuantas generaciones lograron levantar una gran ciudad (la Gran Tenochtitlan) mientras que de pueblo tributario se convertían en la nación indígena más poderosa, económica y militarmente, del Valle de México.

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Ganaron terreno al lago construyendo sembradíos flotantes, construyeron acueductos y una gran urbe lacustre: una especie de Venecia americana. Un verdadero imperio que, a la llegada de los españoles, ya ejercía su dominio hasta lo que hoy es Centro América. Un pueblo sumamente religioso que hacía la guerra para satisfacción de sus dioses a quienes alimentaba con la sangre de sus enemigos para posibilitar la salida del Sol día con día. Tiranía cruel que hallaba su justificación en que tanto ellos como los derrotados necesitaban que el astro continuara apareciendo para hacer asequible la vida a todos.

Tanta prosperidad a costa de pueblos sojuzgados y de una profunda división de clases, como corresponde a un gran imperio, les trajo enemistades tanto externas como internas. Ese fue el caldo de cultivo para la conquista.

Cortés pudo enterarse de la situación que reinaba y aprovechó la coyuntura: se alió a los acérrimos enemigos de los mexicas (la nación tlaxcalteca) y explotó para su causa la pugna por los derechos de sucesión en el señorío de Texcoco (aliado de los mexicas o tenochcas) entre Cacama (favorito de Moctezuma II) y su hermano Ixtlilxóchitl (ambos emparentados con el emperador), un mancebo de 15 años que fue el aliado más cercano del conquistador y, posteriormente, a su conversión al catolicismo, ahijado de don Hernando, de quien tomó su nombre en el bautismo.

Si bien los españoles contaban con caballos y armas de fuego, desconocidos para los indígenas, la victoria sobre los mexicas –según quien esto escribe– es más atribuible a los pueblos aborígenes subyugados. Los españoles sumaban, apenas, algo más de 600, mientras que los atacantes indígenas, 100.000. La población total de la Gran Tenochtitlán (contando niños, mujeres y ancianos) no sobrepasaba de 80.000 personas.

Otros aliados de los conquistadores fueron la viruela, el hambre y la sed, puesto que fueron cortados los suministros.

Pues bien, a partir de estas tres vertientes (el criollo, el mestizo y el indígena), con todas sus contradicciones entre sí y dentro de sí, es como se va forjando la mexicanidad, la cual adquiere formalidad al cesar el dominio español. No obstante, tales contradicciones se siguen manifestando en el México de hoy, insisto, no como cuestión etnológica sino en su derivación hacia el mundo de las ideas y hacia el de lo material: en lo político, en lo económico y en lo social. Ya lo iremos viendo.

No nos sumergiremos en el estudio detallado de trescientos años de dominación hispana; hay un sinnúmero de textos de historiógrafos que lo han hecho, y lo continuarán haciendo en lo futuro, con mayor fortuna de lo que este autor pudiera. Finalmente, lo que importa aquí es mostrar la composición de clases y los motivos que hubo para que la brecha entre éstas se ahondara.

Permítaseme, en consecuencia, un salto en tiempo y espacio.

La peculiaridad española y la formación de México

Nada aparece a partir de la nada; los hechos particulares derivan de largos procesos encadenados. Ya para la segunda mitad del largo reinado de Luis XIV, en Francia, los principales ministros fueron siendo nombrados entre personajes alejados de la nobleza; gente sin linaje pero con amplio poder económico derivado de actividades comerciales, financieras e industriales: la incipiente burguesía que empezaba a ocupar posiciones que hasta entonces había sido coto exclusivo de los terratenientes, de los que el clero era parte importante, porque hasta entonces la tierra había sido la principal fuente de riqueza y la agricultura su medio.

En Inglaterra, esta ancestral forma de vida y desarrollo económico comenzó a permitirse nuevas formas: ya no para el cultivo, sino para el pastoreo y la renta. Las pujantes actividades textiles, ya de carácter industrial, requerían destinar una buena cantidad de tierras para el pastoreo de ovejas que brindaran la materia prima –la lana- en perjuicio de la agricultura.

El campo iba cediendo ante el empuje de las ciudades. En España no. Adelante veremos por qué y consecuencias.

En menos de dos siglos se produjeron cambios definitorios en distintos sentidos. Los poderes civiles fueron poniéndose a la par que los religiosos; la importancia de las ciudades, a la del campo; los avances tecnológicos y científicos, a lo impuesto por las costumbres y tradiciones.

Esas transformaciones en el ámbito de lo material incidieron en el de las ideas. La incipiente burguesía va arrebatando espacios a la nobleza feudal. Cuentan con una nueva Iglesia (la protestante), más acorde con sus intereses modernizadores, lo que no significa sólo una cuestión de fe, sino de índole bien mundana: a lo largo de este escrito hemos hecho hincapié en que la Iglesia Católica era un poder terrenal, tanto en lo político como en lo económico.

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Y trayendo a colación lo mencionado en párrafos anteriores (“…hacia el mundo de las ideas y hacia el de lo material…”), es obligado regresar al terreno de lo filosófico. Volver al punto del escrito en el cual describimos el enfrentamiento entre las dos escuelas filosóficas antagónicas –idealismo y materialismo– y contestarnos la cuestión que dejamos pendiente: ¿se puede conocer el mundo?

Esos planteamientos readquieren vigencia y dan motivo de debate, además de contribuir a las transformaciones de las sociedades, en el llamado Siglo de las Luces y su manifestación más notoria: la Ilustración. En oposición al oscurantismo medieval, no podría ser más emblemático el nombre aplicado a este periodo.

La Ilustración proporciona el andamiaje ideológico para que “lo racional” desmorone a la fe. Y adquiere tal fuerza que en el mediano plazo provoca que en Francia una revolución social destroce a la monarquía y guillotine a Luis XVI, segundo sucesor del Rey Sol, quien irónicamente había propiciado el ascenso de las nuevas clases sociales promotoras de avances sociales.

Discúlpeseme nuevamente el contrasentido y la repetición: la inmovilidad… ¡se mueve!

Y también se mueve en América; pero no en la América española, sino en las trece colonias británicas situadas, sobre la franja este del continente, al norte del Nuevo Reino de León, parte del territorio novohispano, mexicano. Estas trece colonias son ya herederas del avance político, económico y social –en sentido capitalista– que prevalecía en Inglaterra, la que –por cierto– también estaba ya alejada de Roma.

Estas colonias, además de sus afanes independentistas, los tenía expansionistas. Pero España, en donde el poder de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana permanecía incólume, se negaba a las transformaciones por considerarlas heréticas y contrarias a los intereses de la Corona.

Se aferra al pasado y arrastra con ella a sus colonias americanas; aunque sólo hasta la llegada invasora de los ejércitos de un militar y político francés que confirmó la supremacía de lo mundano sobre lo divino en un acto simbólico (coronarse emperador a sí mismo ante la mirada evasiva del papa): Napoleón Bonaparte.

Ese afán de los españoles por detener la Historia (afán contenido en el idealismo filosófico, bastión del catolicismo, al que ya hemos hecho referencia, es el que decide –a fin de cuentas y hasta 1821– la promulgación de la Independencia de México a favor de los españoles avecindados en América, los criollos y el clero; para que la nueva nación quedara como último reducto del catolicismo, del poder papal y de los privilegios de los aristócratas terratenientes (nobles de pacotilla) ante la situación que prevalecía en la “atea Europa”.

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Contra lo que, aún hoy, se piensa comúnmente –y se manipula desde las instancias de poder de la politiquería chovinista de los gobiernos del PRI y retomada por el PAN, partido político actualmente en el poder federal del gobierno mexicano, que pretende reivindicar a Agustín de Iturbide–, no es el afán libertario de los viejos insurgentes, cuya hueste conforman los desheredados del coloniaje: mestizos e indígenas, lo que propicia la Independencia; por el contrario: son los intereses retrógradas e inmovilistas (encabezados por el citado Agustín de Iturbide) quienes la consuman.

Así que México, al nacer como nación independiente, es sumergido en la pila bautismal del pasado y arropado con el manto del conservadurismo.

Hidalgo, Morelos (no obstante haber muerto años antes) y Guerrero vuelven a ser derrotados; la revolución, la suya, hubo sido abortada.

Pero ello lo veremos en la próxima entrega.

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1 Hay algunos autores que tratan de hacer de este fenómeno una especie de acumulación originaria del capital en la Nueva España; pero la sociedad novohispana no tenía aún la forma de recibir a los desplazados del campo en calidad de obreros puesto que España, como medida proteccionista, prohibía el desarrollo de las manufacturas en América, lo que de suyo impedía el desarrollo de una economía de mercado, y mano de obra libre, de carácter industrial in situ.

Aún más: ni la misma España se encontraba en un estadio precapitalista, pues muchos de los grandes comerciantes sevillanos en buena medida eran tan sólo representantes de intereses mercantiles de Inglaterra y Francia, naciones con las que la Nueva España tenía prohibido comerciar. En todo caso, la creación de mercados en América respondía al desarrollo económico de la metrópoli más que al interno.

Además, como hemos señalado, la forma de propiedad dominante estaba en función de la tenencia de la tierra; la propiedad incipientemente industrial (textiles y minería) estaba al servicio de la sociedad y la Corona españolas, las que aseguraban su monopolio a través de la Casa de Contratación y controlando todo el comercio mediante un sólo puente: Veracruz – Cádiz.

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* Escritor, periodista, cantautor, músico y creador de iconos a partir de la fotografía.

El capítulo anterior de este ensayo, mayor información sobre el autor y enlaces a los textos que lo anteceden, se encuentran aquí.

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