Incomunicación. – A NUESTROS LECTORES

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

El número correspondiente al 30 de noviembre debió haber sido puesto en los servidores desde Santiago de Chile utilizando el servicio de banda ancha que ofrece la empresa española Telefónica, la misma que en algún momento de delirio hace unos años perdió la expresión gráfica de su acento esdrújulo. O tal vez no lo perdió: se deshizo de él para viajar con mayor y cómoda premura desde la distante península europea a América del Sur. Quizá tampoco eso, puede que sus ejecutivos hayan entonces pensado que en estas «Indias» nadie se iba a dar cuenta de la falta del acento ortográfico.

Como sea que fuere –o haya sido– el miércoles 28 de noviembre poco después del mediodía, para usar la frase hecha y ¡ay! tan común, se nos «cayó el sistema». Todo.

¿Qué hacer? Torpes, buscamos en la folletería de Telefónica las instrucciones precisas para dar cuenta de nuestra incomunicación. No encontramos ninguna referencia de dirección física; había que llamar a un teléfono de muchos números o enviar un correo electrónico. Pero no se puede llamar por teléfono ni enviar un correo electrónico si te has quedado sin teléfono y tu módem parpadea impotente.

Pensamos, claro, en un teléfono monedero público; encontramos uno cerca. No hay nada menos amical que intentar comunicarse con una serie de grabaciones que te dan instrucciones y que, cuando llega el momento de que presiones la tecla del número correspondiente para hablar con un/a ejecutivo/a que –piensas, ingenuo– se compadecerá de tí, la llamada emite el sonido de línea ocupada. Y la persona que espera termines tu diligencia para ella hacer uso del teléfono te comienza a mirar con odio.

El animal humano, empero, tiene recursos. Uno de esos recursos es el teléfono móvil, que llamamos celular. Vuelta a mirar la folletería. Claro, para llamar desde un celular y pedir reparación de línea tienes que digitar otro número. Siempre ingenuo lo haces. Y de repente –tras advertirte (una grabación) que para brindarte un mejor servicio «esta conversación puede ser grabada»– logras hablar con alguien de la importante compañía.

Te enteras que Telefónica prescribe un plazo de hasta 48 horas para que sus técnicos hagan la travesía hasta el alejado lugar donde se produjo el problema: una docena de calles contadas desde la sede del gobierno chileno.

El jueves por la mañana compras todos los periódicos que encuentras, te pegas al televisor saltando de un canal de noticias a otro; vas a un «cíber» para revisar el correo, agotas la batería del celular llamando a todos/as a quienes conoces con la vaga –y vana– esperanza de que alguno/a tenga una solución mágica, pueda sacarte del aislamiento o te de el nombre de alguien que sepa lo que se debe hacer para restablecer las conexiones perdidas. Nada. En la tarde seguimos incomunicados.

Por la noche te enteras que han intentado hablar –por teléfono– desde Venezuela para preguntar si has recibido un correo electrónico con información sobre el referendo que se celebra el domingo dos; como no pudieron comunicarse llamaron a una tercera persona que –el periodismo tal vez sea de cierto un sacerdocio– toma su automóvil y viene a dar el mensaje.

Corres al «cíber», una de las casillas de correo-web que usas para los asuntos de la revista no tiene capacidad monstruo y –otra palabra de uso diario para describir situaciones a veces catastróficas– ha colapsado. Borras muchos mensajes, grabas en un CD otros.

Por razones de obvia seguridad no debes «subir» la revista desde el «cíber»: hay claves, códigos de por medio para «entrar» a los servidores, por una parte, por otra están los programas específicos que manejas y que vas a llegar e instalar –si pudieras hacerlo– en el ordenador que con gentileza te alquilan allí.

El viernes te levantas con el mareo de la derrota y las consecuencias de haber tragado la víspera litros de café negro sin haber comido lo suficiente. No quieres recordar todo lo que has fumado. Vuelves a usar el recargado teléfono celular y te comunicas, en el segundo intento, otra vez con la sección reparaciones. Te dicen que tienen un «reporte» de los técnicos: el jueves habían hecho algunas reparaciones (un cable cortado, de informan). No has visto a ningún técnico. Tu teléfono es tan útil para comunicarte como un cenicero. Y tu módem bien podría ser un tiesto para depositar chocolates.

Eso sí, la voz que representa a Telefónica no tiene dudas: la reparación se hizo. No obstante, quizá conmovida por tu insistencia, te asegura que antes de las cinco de la tarde del sábado (empecé a escribir esto a las 16:21) vendrán los fantasmagóricos técnicos. Piensas en las cinco de la tarde, esa hora garcíalorquiana.

El sábado pasado el mediodía te has olvidado de Federico García, pero te acordaste de los motivos del lobo y llamas otra vez a reparaciones de Telefónica. Te dicen –una grabación– que se ha registrado tu solicitud y que Telefónica «está trabajando» en ello. Te da, la grabación, la posibilidad de presionar el número uno y hablar con un /a ejecutivo/a humano/a.

Que te informa: los sábados los técnicos trabajan hasta las cinco de la tarde y alguno pasará. Son ahora las 17:16 y no ha venido nadie. Te mienten.

No sabes qué pasó con tu línea telefónica ni con tu acceso a la internet, ni tienes por qué saberlo. Has contratado un servicio, que incluye un costo de mantenimiento, por el que pagas todos los meses.

Piensas en los socialistas y populistas que hablan de nacionalizar los servicios públicos. Y en algunos anarquistas que antaño desarrollaron variados métodos de acción directa.

…Y ya es domingo.

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