Los escritores y sus paisajes

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Juan Manuel Costoya*

 “El único tema –afirmó Borges– es el hombre, una obra de Conrad que abarca los siete mares del mundo, no es menos íntima que una novela sedentaria de Proust”. Aunque parece evidente que las experiencias interiores del ser humano nutren sus posteriores realizaciones artísticas, algunos escritores han obtenido su madurez creativa sólo después de recorrer el mundo a pecho descubierto y de sumergirse en culturas ajenas.

  Samoa 

Dos circunstancias explican el carácter y la trayectoria de Robert Louis Stevenson (1850-1894): su nacimiento prematuro y una mala salud endémica, agravada en sus primeros años por las corrientes de aire helado que barrían los callejones de Edimburgo, su ciudad natal. El niño enteco y débil que fue un hijo único marcado por la tos, las hemorragias y una tuberculosis mal diagnosticada, se vio apartado de la compañía de sus iguales recibiendo lecciones en casa de la mano de atentos preceptores y de su madre. 

A pesar de su figura huidiza y de haber sido criado entre algodones su personalidad dio bien pronto muestras de una determinación fuera de lo común. Muy joven y atendiendo la llamada de la no tan joven Fanny van de Grift Osbourne se embarcó, sin advertir a sus padres, en Edimburgo con destino Nueva York.

Desde la costa este norteamericana recorrería el país en los atestados trenes de inmigrantes, con el pesado fardo de su enfermedad a cuestas, en busca de la que años más tarde se convertiría en su enfermera, aya y esposa. Con la excepción de Henry James, gran amigo del escocés, que siempre la trató con respeto en público y en privado, el resto de amigos de Stevenson consideró a la Osbourne como controladora y dominante. El propio escritor pareció confirmar estas últimas impresiones al afirmar “Una vez casado, a uno ya no le queda nada, ni siquiera el suicidio, sino ser bueno”.

A pesar de los esfuerzos de su esposa, o precisamente por ellos, la charla con los amigos, el tabaco, el vino, los viajes y las canciones fueron las grandes aficiones de un hombre que llevó a las letras a alguna de sus cimas universales.

Buena parte de los libros de Stevenson, Dr. Jeckill y Mr. Hyde, Secuestrado, Catriona, El señor de Ballantrae o La flecha negra, se leen casi de adolescentes, dejando un regusto de aventura y tribulación que se extiende largos años. Sin embargo, para buena parte de los lectores del escocés, su nombre se asociará siempre al aire libre, marino y salobre que inunda de sol y adrenalina el ánimo de todos los que se asoman a las páginas de La isla del tesoro.  

Stevenson fue maestro en la recreación de ambientes, pero en donde su arte alcanza cotas insuperables es en la caracterización de sus personajes. En esta novela la justicia inflexible habla por boca del capitán Smollet, la decepción y la amargura por la de Ben Gun mientras que el joven Jim Hawkins y Long John Silver son la vida misma retratada a edades distintas y desde diferentes ángulos. La posada Admiral Benbow es la metáfora de la infancia descrita con acierto como un lugar acogedor y cálido sobre el que se ciernen amenazas inconcretas que un día se materializan sin previo aviso rompiendo en mil pedazos y dejando atrás para siempre esa decisiva etapa vital.

Stevenson no escribió desde la arrogancia y el aislamiento de una torre fuerte. Se mezcló estrechamente con la vida y esa circunstancia unida a su talento marcó decisivamente su obra. No escribía de oídas y esa experiencia nutre sus libros de amplios horizontes, coraje, camaradería y sentido del humor. Su Viaje con mi borrica a través de las Cevenas es una de las experiencias literarias que reflejan de una forma más acabada su visión del mundo y la vida.

Stevenson fue generoso con sus amigos, a alguno de los cuales, que atravesaba dificultades, envió dinero de forma regular. Su afán de espacios abiertos y la búsqueda de un clima que restañase las dolencias de su siempre maltrecha salud le llevaron a viajar por un mundo que era entonces ancho y diverso. Admirado en vida por sus colegas europeos se estableció en Samoa donde el afecto de los indígenas le bautizaría con los nombres de Ona, Teriitera y Tusitala que viene a traducirse como “el cuenta historias”.

Un 3 de diciembre de 1894, con cuarenta y cuatro años, después de subir de su bodega con una botella de vino en la mano para cenar, se llevó una mano a la cabeza y preguntó "¿Tengo un aspecto raro?". Fueron sus últimas palabras. Los nativos subieron su cuerpo hasta la cumbre del monte Vaea, a cuatro mil metros de altura. Allí, cerca del mar y de cara a las estrellas, quedó sepulto el cuerpo del hombre que marcó a generaciones de lectores con su canto a la libertad, la camaradería y los horizontes ilimitados.

África

“Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong”. Hay paisajes que explican una vida y la frase con que Isak Dinesen comienza su novela autobiográfica Lejos de Africa es una declaración de amor al único paisaje que pudo contener, e incluso someter, su inmensa megalomanía. La vida cómoda y rutinaria de la burguesía danesa no estaba hecha para una mujer cuyo padre se suicidó cuando ella tenía diez años.

De la imposibilidad de racionalizar este trauma nació una innata capacidad de fabulación que la acompañaría hasta su muerte. Los amplios horizontes de las tierras altas de África Oriental eran el complemento ideal para su recién estrenado título de baronesa Blixen obtenido después de casarse con el barón Bror Blixen.

Las decisiones humanas arrastran tras de sí gran número de consecuencias imposibles de prever. La Dinesen no pudo saber que la granja se arruinaría por altibajos en el precio del café dictados en despachos de metrópolis lejanas y por un clima que podía mostrarse tan benigno como inmisericorde.

Tampoco pudo prever que su marido le contagiaría la sífilis ni que en la inmensidad del paisaje africano encontraría el verdadero amor de su vida en la persona de Denys Finch Hatton, un hombre de acción dotado de una vena intelectual e independiente, cuya personalidad fue un reto para la exigente baronesa. En él encontró las cualidades que ella más admiraba idealizadas en su memoria después del accidente de aviación que le costaría la vida: valor, capacidad de amar y sentido del humor.

Las complejas relaciones con los nativos y con la propia colonia europea, polarizada por una guerra mundial, fueron un telón de fondo sobre el que se alzaba la naturaleza desbordante, fascinante en su vitalidad y en su crueldad, sin más matices que los que separan la supervivencia de la extinción.

No es de extrañar que este mismo paisaje, las tierras altas de África Oriental, sean el escenario sobre el que Ernest Hemingway hace pivotar a los personajes de La breve vida feliz de Francis Macomber, Las nieves del Kilimanjaro o Las verdes colinas de Africa. El particular mundo artístico y moral de Hemingway, con su seducción por la violencia y el coraje, el alcohol, la caza y la muerte tuvo su correspondencia estética en la sabana africana, un espacio indómito donde la gloria personal puede correr a sólo un paso de la cobardía y el fracaso.

Mare Nostrum

Quizás sea por su varias veces centenario imperio ultramarino –que les ha llevado a considerar otras naciones como extensiones exóticas de la suya– o por un carácter hilvanado basándose en una tupida red de conexiones comerciales a lo largo y ancho del mundo, o por ese afán de sus clases emergentes de imitar, de forma más bien esnob, lo que de excelente ha dado ese mar interior llamado Mediterráneo. Sea como fuere, el hecho es que partiendo de las brumas y las rigideces victorianas una amplia pléyade de escritores británicos de entreguerras acabaron seducidos por ese mar que en ocasiones une y en otras muchas separa Europa de Africa y que fue la génesis de alguna de las más grandes culturas que ha dado el mundo.

Uno de los ejemplos más acabados de esta conducta es el que representa Robert Graves y su obra. El autor de El conde Belisario, Los mitos griegos, Jesús el judío o Yo, Claudio, entre otras obras documentadas en el antiguo mar romano, escogió el pueblo mallorquín de Deià para vivir, investigar, cuidar su jardín, escribir poemas y morir. Uno de sus hijos sigue viviendo en el pueblo regentando una editorial artesana especializada en libros para bibliófilos.

La vida de Graves, magistralmente descrita en su autobiografía Adiós a todo eso, tiene muchos rasgos comunes con tantos otros expatriados ilustres que vivieron y crearon desde las riberas del Mediterráneo. La traumática experiencia de la Primera Guerra Mundial fue también decisiva, por ejemplo, en la vida de Gerald Brenan (Malta 1894-Alhaurín de la Torre 1987). El autor de Al sur de Granada, se instaló durante años en la Alpujarra granadina, en un pueblo, Yegen, recostado sobre una ladera desde la que se divisa en días claros el espejeo del mar lejano y vigilada a su espalda por las cumbres nevadas de la sierra. Amigo personal de Caro Baroja, en su casa de Yegen, desde la que caminó sin medida y leyó sin pausa, recibió la visita, a lomos de burro, de algunos miembros significados del grupo de Bloomsbury, incluido el estirado Lytton Stratchey autor de Victorianos eminentes.

Brenan ya había demostrado antes de la guerra de qué madera estaba hecho. Siendo poco más que un adolescente y en la compañía de un pintor diletante trató de cruzar Europa con destino Estambul en un carro tirado por un burro y con un equipaje en el que los libros eran, de lejos, la carga más voluminosa.

La sensibilidad literaria británica para con la historia, el paisanaje y el paisaje clásicos y teñida de extravagancia alcanza elevadas cotas entre los vástagos de la familia Durrell.

Gerald fue un naturalista precoz con dotes narrativas que alcanzan su más alta expresión en Mi familia y otros animales, un recuerdo irónico y divertido de un clan familiar que se asomó al mundo desde la isla jónica de Corfú. Lawrence (1912-1990) fue el literato por excelencia, encontrando en el mundo greco romano y las culturas bañadas por el Mediterráneo su inspiración, como atestiguan las cuatro novelas agrupadas en El cuarteto de Alejandría o las cinco que completan el ciclo de El Quinteto de Avignon. Su carácter acumuló entre sus conocidos diversas reservas que oscilaban entre el alcoholismo y la amargura ante una posición social que, a su juicio, no reconocían la legitimidad de su gran anhelo: convertirse en un alto funcionario del menguante Imperio Británico.

De entre esta prolífica generación destaca Patrick Leigh Fermor (Londres 1915) En su infancia y primera juventud fue un escolar indisciplinado que acumuló sanciones y despidos en sus colegios. Sólo las largas caminatas tras su padre, un reconocido geólogo, recogiendo muestras botánicas y minerales, parecían calmar su espíritu inquieto. A los 18 años decidió atravesar Europa andando, empresa que llevó a cabo desde la costa de Holanda hasta Estambul, desde donde prosiguió su peregrinar hacia el Peloponeso. Fruto de aquellos años de correrías escribió El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua, dos excelentes ejemplos de literatura viajera, al tiempo fresca como la temprana edad de su protagonista y erudita (fue escrita decenios más tarde) con notables incursiones en antropología, lingüística e historia de los territorios que Fermor iba atravesando.

Cuando la segunda guerra mundial sirvió como jefe de comando en la Creta ocupada por los alemanes. Bajo su dirección se efectuó el secuestro de un general de la Werchmacht, quien semanas más tarde fue recogido en aguas griegas por un submarino británico. Su vida posterior estuvo dedicada a la historia, la escritura y los viajes. Seducido por la lengua y la cultura griegas durante toda su vida errante volvió a su refugio de Kardamyli, en el sur del Peloponeso, una finca de olivos desde la que se escucha la canción mil veces repetida y siempre nueva de las olas en la costa del Egeo.

* Corresponsal en viaje.

 

 

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