Alejandro Agostinelli / Reencuentros

Uno se podrá olvidar de muchas cosas, pero nunca de las cosas mágicas que nos pasan en la vida.

1. Hace cuarenta años, con mi hermano Javier y mi papá viajamos a la ciudad de La Plata. No recuerdo si estaba mi vieja (aunque me atrevo a asegurar que el guión de esa aventura lo escribió ella). Tampoco me acuerdo qué fuimos a hacer allá, si era verano o invierno, o si lo que voy a referir sucedió por la mañana o la tarde. Pero siempre supe que ese fue, junto con las imágenes del hombre sobre la Luna, un recuerdo grandioso y mágico de mi infancia.

Con Javier –mis otros hermanos no habían nacido–, quisimos saber por qué La Plata se llamaba La Plata. Mi viejo nos dijo que él tampoco sabía, pero que eso era algo fácil de averiguar. Y nos alentó a descubrirlo. Bajamos del auto, me aupó y me ayudó a sacudir la copa de un árbol. Entonces empezaron a caer monedas, muchas monedas. Tantas que me quise bajar para recogerlas mientras él –mi papá– alzaba sobre sus hombros a Javi, así yo podía seguir abusando de la generosidad de los árboles que dan el nombre a la ciudad.
Con esa plata compré un montón de figuritas, salió Fischer y pude completar el álbum de San Lorenzo de Almagro.

2. En la primaria, mi papá me explicó que era una estupidez glorificar a las Malvinas. Las islas estaban habitadas por descendientes de británicos, Inglaterra detentaba la soberanía y se llamaban Falklands. Por supuesto, yo defendía con mucho entusiasmo las ideas de mi viejo. En un acto dedicado a las Malvinas Argentinas, la vicedirectora del Cullen, la señorita Norma Coppa, citó mi argumento como un ejemplo de confusión. Yo me sentí abochornado e indefenso. Como se sabe, los alumnos no tienen derecho a réplica. La señorita Coppa no había entendido que yo (abnegado vocero de la tesis de mi padre) no promovía que las islas fueran propiedad inglesa. Lo que quería decir es que llamarles Malvinas, y no Falklands, era confundir deseos con realidad.

3. Mi viejo no era proimperialista. Más bien al revés. De hecho, ya me había convencido de otra tesis polémica: la relatividad de la situación geográfica de la Argentina y otros países del mal llamado “Cono Sur”. No sé si lo dijo con estas palabras, pero él me explicó que si Norteamérica y Europa estaban “arriba”, era porque los mapas habían sido diseñados por los dueños del poder. Las fotos tomadas por los astronautas demostraban que en el espacio no existía el arriba y el abajo. Al tiempo, gracias a Quino, supe que mi viejo y yo no estábamos solos en el mundo. Libertad, la amiguita progre de Mafalda, tenía en el cole problemas parecidos a los míos.

4. Podría recordar otros episodios, incluso sin moraleja. Ejemplos de esas verdades sencillas que están ahí fuera (de la escuela). Que existe una vida mejor (como disfrutar de un asadito con los amigos). Que cierta estabilidad económica asegura el futuro de los seres que amamos (que no pueden ser víctimas de nuestra bohemia). Que dedicarse a lo que uno sabe y le gusta es mejor que cambiar los ahorros a euros. Que existen pocas cosas más importantes que seguir nuestros sueños. Que la ternura está en los gestos espontáneos, inesperados. Que hay que tener cuidado con la madre que elegimos para nuestros hijos. Que la libertad está al alcance de una palabra dicha con énfasis (”¡Basta!”).

5. Que hasta el varón mejor plantado se equivoca. Hay muchas maneras de darse cuenta de que nadie, ni los dioses, son infalibles –aunque Maledicto pontifique lo contrario–. Una de ellas: buscar verdades por nuestra cuenta. Toda aventura implica un bienvenido riesgo. Pero a veces tendemos a olvidar, o a recordar selectivamente, ciertos consejos. Errar es la peor y la mejor forma de crecer. Despegar es doloroso y el precio de la libertad es meter la pata. Así, y sólo así, somos dueños de nuestros éxitos y fracasos. De nuestras felicidades y miserias. Subestimar, desobeceder o transgredir las opiniones de nuestros padres es uno de nuestros soplos vitales. Lograremos poco: ellos están ensamblados en nuestros genes. Pero incluso siendo conscientes de esto debemos cuidarnos de los sentimientos fundamentalistas.

6. Durante estos días de ausencia estuve ocupado despidiéndome de mi viejo. “Que solo te deja semejante pérdida. Que sólo te deja la muerte”, me repetía. Entonces, salí a buscar rastros de su magia y redescubrí a mis hermanos, tres tipos extraordinarios. “Eligió para nosotros a la mejor madre del mundo”, me respondí. Recordar eso me hizo fuerte: cuando mi madre murió fui incapaz de dedicarle una sola línea. Ahora puedo escribir sobre él y, al mismo tiempo, sobre ella.
Mis viejos ya no están para hacer llover monedas de un árbol. Pero admito que puedo equivocarme, a lo mejor todavía andan por ahí, más cerca de lo que creemos, susurrándonos trucos para conseguir la figurita que nos falta.

La vida guarda sorpresas, nuevas oportunidades para no extrañarlos tanto.
Allá vamos.

* A.A. es periodista. Dirige el portal www.dios.com.ar.
Publicado originalmente en http://criticadigital.com/magiacritica

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