Álvaro Ruiz / Una temporada en La Pampilla

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Un poco antes de acudir a marcar el terreno estaba leyendo un libro de pintura chilena de la llamada Generación del 40 en el que curiosamente aparecía un óleo representando una escena popular de la gran fiesta dieciochera que se realiza en La Pampilla de Coquimbo.

 

En este cuadro del pintor Israel Roa, se observan grandes ollas y fogatas, chuicos y botellas de vino tinto, parejas bailando cuecas bravas al son de guitarras y acordeones, gallinas y animales listos para el degüello en un escenario de banderas flameando al tope de unas varas que sirven de improvisadas astas contra un cielo gris lleno de globos y volantines, y con fondo las suaves colinas de la región.

Entonces junto al coquimbano Benedicto Sapiaín nos fuimos a la famosa explanada aprovechando de cargar en su vieja y oxidada camioneta dos sillones heredados de sus abuelos paternos y seis cajas de doce botellas de vino Cabernet Sauvignon compradas en oferta y al por mayor en la botillería Francia de este natural puerto tantas veces asolado por piratas y corsarios.

Cuando íbamos en el trayecto a La Pampilla recuerdo haberle preguntado a Benedicto acerca del origen de esta fiesta, respondiéndome a secas y con cierto orgullo, que todo se debía a una paliza que coquimbanos y serenenses, alguna vez unidos, le habían infringido al pirata inglés Bartolomé Sharp, quien huyó despavorido mar adentro junto a sus secuaces el día 20 de septiembre de 1680, y que desde aquella fecha, año tras año, se celebra bacanalmente este hecho pernoctando en el lugar durante varios días, a excepción del triste año 1973.

El terreno de aproximadamente treinta metros cuadrados fue demarcado con líneas de cal y lo situamos en las laderas de un cerro cercano al que posee en su cima una faraónica cruz, en el sector de Guayacán, al sur de Coquimbo, desde donde podíamos observar toda la explanada, la bahía de La Herradura, el océano Pacífico, el secano hacia el norte y los otros muchos pequeños cerros de la cordillera de la Costa hacia Ovalle, que es el oriente.

Todo lo observábamos con fruición, con tal emoción que descendimos los sillones acomodándolos definitivamente en dirección a Andacollo, nuestra Meca y Salvación, y ya sentados en tan espléndidas poltronas no nos quedó otro pensamiento que descorchar una botella de vino que los tardíos rayos solares de aquel día de vaguada costera atravesaron develando que su contenido era un oscuro líquido carmesí que permitió hinchar los corazones y ver que  el mismísimo Pacífico se volvía también tenuemente carmesí.

Así quedé absorto mirando las ahora bermejas aguas de los mares del sur. Benedicto volvió a casa y trajo consigo carpas, alfombras, gruesas mantas y toda la necesaria alimentación. Venía acompañado de dos mujeres de mediana edad oriundas de Vallenar, una pequeña ciudad distante 198 kilómetros al norte de Coquimbo. Tenían los labios pintados del mismo color rojo de la obsesión, con ceñidos jeans y camisetas blancas donde se leía La Pampilla en letras negras (conformadas por el dibujo de delgados cuerpos en posiciones del Kamasutra).

Entre los cuatro instalamos una carpa comedor y varias otras más pequeñas alrededor de un fuego permanente alimentado por gruesos troncos de espino, fruto de la depredación del paisaje y de nuestras variadas y originales condiciones bucaneras.

Durante los días que ahí permanecí brindando alrededor del fuego recurrentemente pensé en el Prometeo desencadenado del naufragado poeta Shelley, en su velero Don Juan entrando a la gran bahía de los sueños y de la niebla coquimbana, amarrando ante mis ojos su frágil embarcación y dirigiéndose derechamente a nosotros brindó por los ciudadanos de este lado del mundo y engendró en las vallenarinas las semillas de un nuevo barrio inglés.

Pronto aparecieron vecinos de terreno. A la izquierda y a la derecha, por todos lados aparecieron personas, familias y nuevas carpas. De ese modo se fue constituyendo un espontáneo, temporal y efímero vecindario surgido de la nada en medio del descampado. Algunos de ellos traían equipos sonoros de alta fidelidad e inmensos televisores de colores como el de las carpas en lontananza o el del sol entre las nubes en el horizonte al atardecer. También observado desde las altas rocas a orillas del mar por adolescentes parejas que aún confían en el temblor de los corazones y en el amor.

Álgidos cantaron los gallos como si intuyeran que al mediodía serían sacrificados. Carmen y Gala durmieron juntas en una de las carpas pequeñas. Benedicto aún despierto discutía vehementemente con el vecino acerca del origen de la fiesta reafirmando la historia de Bartolomé Sharp y enrostrándole a su interlocutor que la patriotera versión que sostenía, aquella que el verdadero origen de la fiesta de La Pampilla se remontaba a la independencia de Chile, basada en la instalación de la Primera Junta de Gobierno el 18 de septiembre de 1810, era fruto de un exacerbado chauvinismo engendrado muy seguramente en los tiempos de su servicio militar en el Regimiento Coquimbo de La Serena.
 
Me levanté de prisa y salí de la carpa que me cobijaba e intervine en la discusión antes de que ésta pasara de castaño a oscuro, tal cual la madrugada en esos instantes pasaba de un negro aterciopelado a una blanquecina aurora.

El vecino estaba fuera de sí, destemplado y furioso, desafiando a Benedicto a zanjar el asunto como hombres, mientras envolvía su muñeca con un paño de cocina y extraía desde una caja de herramientas un cuchillo cocinero que lanzaba brillantes fulgores de luz desde su terrible y filuda hoja de acero.

—Ahora  vas a conocer a un auténtico ovallino, coquimbano de la conchetumadre, mire que venir a insultar la patria el so hijo de puta, qué Bartolomé Jarp y qué piratas, gil culiao, esta fiesta es chilena y no es na tuya, sino de toíta la región.

Tomé fuertemente del brazo a Benedicto y lo llevé de regreso a la carpa que servía de comedor. Carmen recién levantada preparaba unos huevos revueltos, tostaba el pan del día anterior y descorchaba para nosotros una nueva botella de vino con el fin de atenuar con sus efluvios la tensión generada durante la discusión. Bebimos unos sorbos y antes de que cacarearan las distintas gallinas traídas para cazuelas, antes de que las infelices cacarearan las posturas de sus huevos, Benedicto cayó dormido con la cabeza sobre la mesa, muy cerca de un canastillo que servía de frutero, respirando durante el sueño el olor profundo de las papayas.

El día lo dediqué a lectura de El mundo abordado, escrito por el nieto del mismísimo Francis Drake, basado en la bitácora de Francois Fletcher, capellán y contramaestre de Drake durante su travesía en la embarcación Pelícano, rebautizada como la Golden Hind (Culo Dorado), después de salvar su arriesgado paso por el Cabo de Hornos, donde varias naves que la acompañaban desde que levaron anclas en su puerto de origen, en Plymouth, Inglaterra, irremediablemente zozobraron muriendo la totalidad de sus tripulantes en las gélidas y tormentosas aguas del cabo.

En contraposición, Fletcher anota en su bitácora la latitud y longitud de la Bahía de la Herradura de Guayacán como un lugar de gran refugio, cuya carta de referencia sólo se reconocerá como un derrotero a la altura del grado 30 Latitud Sur, donde muchos castigados o personas indeseadas a bordo de distintas embarcaciones fueron definitivamente abandonadas en este peninsular punto coquimbano.

De ahí la teoría que deduje de Benedicto, sin lugar a duda un descendiente de pirata, alguna vez abandonado en estas tierras orilleras diaguitas y hoy fusionada su sangre con la de los pueblos originarios de la región, resultaba en él una perfecta mezcla de rasgos y caracteres, siempre manifestando a viva voz sus furias ancestrales con discursos reivindicativos, emancipadores, que llamaban a una violenta lucha armada indigenista, para luego acto seguido, brindar por los románticos paisajes de sus otros antepasados, evidenciando profundas nostalgias genéticas de otros mares y otros puertos desconocidos, ambos perfiles inconfundiblemente chilenos, poseedores de una telúrica y dolorosa visión de la vida, de cierto amargo fondo y bipolaridad.

Mientras pensaba en mi anfitrión, observé cómo unos niños descalzos trepaban el palo encebado con el fin de obtener un billete clavado en la parte superior del redondo madero y la verdad es que fueron cayendo uno tras otro con las manos heridas y la desdicha del fracaso. En el cielo, nuevos volantines sacudieron sus formas tironeados por los invisibles hilos de sus dueños. Había no sé si un pavo o un cometa campeando los cielos con hilo curado que produjo decenas de volantines cortados que cayeron como pañuelos en los distintos sectores de la explanada, perseguidos por otros niños ansiosos de obtenerlos. Los pregones de los vendedores ambulantes eran estridentes y originales, muchos de ellos con un manifiesto doble sentido sexual, que iba variando según las circunstancias o escenas que se presentaban a sus ojos.

Toda La Pampilla esperaba la llegada de Raphael de España al escenario central mientras de teloneros ya se podía oír a la banda coquimbana Vikings 5 interpretando una pegajosa cumbia chilena. En eso despertó Benedicto que dormía en una de las carpas junto a Gala y se integró espontáneamente al paisaje estirándole el cogote a una de las gallinas, la cual sumergida un instante en el hervor de las aguas, fue finalmente desplumada y extraídas sus vísceras para finalmente ir a parar a una olla donde  se freían las cebollas, los ajos y las zanahorias.

Durante el atardecer hablamos de caballos y del viejo hipódromo de La Pampilla, construido en 1895, y de la carrera que ahí se celebraba el 20 de septiembre, hecho reiteradamente citado por cronistas locales como el evento que dio origen a esta fiesta regional, ya que paralelamente a las carreras la gente venía de excursión con suculentos canastos de mimbre repletos de alimentos y bebidas espirituosas.

Los restantes días del largo feriado se sucedieron en repetidos instantes que no recuerdo, ya que los reiterados brindis atentaron contra la memoria, memoria fundamentalmente constituida por decenas de rollos fotográficos color sepia sin revelar, debidamente guardados quién sabe en cual de mis hemisferios.

Pero lo que sí recuerdo son los fuegos artificiales iluminando el cielo y el paisaje, y en él, los conchales prehispánicos que me señalaron lo efímero de nuestras vidas.

Álvaro Ruiz, poeta, investigador literario y promotor cultural.
El texto transcrito integra el volumen La Palmilla, Coquimbo —trabajo de investigación y recuperación de imágenes de época— de Fernando San Martín, Mautricio Toro Goya y el propio Ruiz, publicado recientemente en Coquimbo por el Centro de Estudio de la imagen fotográfica. Más información: fotogoya@gmail.com.

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