Amedeo Modigliani: el pintor de Livorno
Livorno. Sábado 12 de julio de 1884. En una familia judía no ortodoxa, nace Amedeo Modigliani, el menor de cuatro hermanos, de padre comerciante y madre con antepasados franceses. “Dedo”, como lo llamarán de niño en su casa, será un gran artista en el París de la primera y segunda década del siglo XX. Tuberculoso en la infancia, lector desde muy joven de La Divina Comedia de Dante; luego pintor, dibujante, escultor y apasionado bohemio en Montmartre y Montparnasse, perpetuo enamorado y creador de nuevas formas pictóricas. Su nombre se fijará en la memoria tanto de sus contemporáneos como en la historia del arte.
En su juventud vivió en Venecia, donde conoció a Giovanni Papini. Se inscribió en la Escuela de Bellas Artes en Florencia. Viajó a Roma y luego a París en 1906, cuando la figura de un genial vanguardista español, Pablo Ruiz Picasso, estaba en furor, revolucionando el arte a principios de aquel siglo. Ese mismo año Modigliani quiso conocer en persona a este pintor que vivía en el Bateau-Lavoir, esa especie de cuartel general de artistas y bohemios pobres. Modigliani había visto a Picasso de lejos, sin abordarlo, en el bulevar de Clichy. Sin conocer a casi nadie en París, se atrevió en una ocasión a saludarlo en Montmartre. “¿No es Usted el señor Picasso? Me llamo Amedeo Modigliani de Livorno”. El dato proviene de su gran amigo el poeta André Salmón, quien relata el encuentro: “¿Es usted pintor? Preguntó Picasso […] Sí, respondió Modigliani, soy pintor, llevo poco en París… Soy de Livorno y vengo de Florencia”. Salmón prosigue contando la invitación que le extendió Modigliani a Picasso a tomar algo, lo cual el de Málaga aceptó entre distante y complacido. Fue el primer encuentro entre los dos pintores, donde hablaron de cosas cotidianas, menos de pintura, temas que con Picasso no era fácil tratar, menos con un recién aparecido.
Modigliani apenas iniciaba el camino hacia su obra. Con 22 años se internaba en el mundo de esa París loca y convulsionada por las primeras búsquedas de las vanguardias. Se sabe que en ese encuentro Modigliani le prestó cinco francos a Pablo, los cuales, “mucho tiempo después, cuenta Salmón, cuando Amedeo Modigliani había abandonado hacía tiempo su apariencia burguesa y había demostrado su talento, aunque seguía pasando las de Caín, Picasso saldó, en Montparnasse, su deuda contraída en las inmediaciones de la Madeleine, en el barrio de las fulanas y de los marchantes de cuadros. Lo hizo metiendo en el bolsillo de Amedeo Modigliani, completamente borracho aquella noche lo que no le impedía seguir estando lúcido, un bonito billete de 100 francos”. Eso fue hacia 1918. El livornés nunca visitó al pintor español a su taller, ni lo frecuentó ya más.
Por consejo de Picasso, en aquel primer encuentro, Amedeo abandonó el hotel donde se hospedaba y se instaló en la parte alta de Montmartre. De allí en adelante vivió en varios sitios: en la rue Lepic, en la rue Norvins, en la Place Jean-Baptiste Clément, en la rue Delta, en el convento desacralizado de la rue Douia. Con Picasso ya muy poco, se diría nada, se volvería a dar algún amistoso encuentro. Pero sí con el gran amigo de éste, el pintor y escultor Max Jacob, que lo admiraba por sus trajes y pintas de aristócrata, por sus gestos elegantes y sus ademanes. Jacob defenderá al pintor italiano ante todas las habladurías de café. Poco después, Amedeo recorría calles y bares dibujando a paseantes, muchachas y comensales, hasta que una de esas modelos-amantes le llamó en un éxtasis de placer “Modi”, nombre con el que sería conocido en adelante. Más tarde se dará su encuentro con Maurice Utrillo, el loco pintor estrafalario, borracho, genial, hijo de la pintora Suzanne Valadon, antigua trapecista y modelo de Degas. Así que, con Utrillo se emborrachará, caminará, gritará, recitará a Dante en la Place Saint-Pierre y pasarán alguna noche en una comisaría de policía por su alboroto. Fue su amigo, cómplice y confidente.
Amedeo asumirá el arte báquico: el vino tinto, el ron y los paraísos artificiales tan alabados por Baudelaire: el hachís, el opio, el láudano, la absenta. “Modigliani, era un ser atormentado. Arrastraba el peso de un espíritu atormentado… ¿A qué podía recurrir? A los remedios pensados para aliviar el dolor. Primero fue el vino tinto, después fue el turno del ron, pero, ¡ay!, Modigliani oyó hablar del hachís”, tal lo relata André Salmón. Todo esto era tan común entre los artistas y escritores jóvenes, sobre todo en una época en que conseguir hachís no tenía mayor dificultad.
Siempre silencioso ante los demás, pero demasiado pensativo y reflexivo ante sí mismo, escuchaba a todos y escuchaba en silencio ante la tela aquella música que transmitían sus pinceles. En su habitación, ante un espejo roto, Modigliani reflexionaba sobre su trabajo de artista, sobre la conquista de nuevas formas en su pintura, o en el fracaso. El de Livorno, esa ciudad de marineros y armadores, de los bancos y metalúrgicas, pronto abandonará Montmartre y se ira a vivir a Montparnasse. Allí, este artista de buenas maneras y gentiles gestos, radiante seductor, interesado hacia 1906 en la pintura de Henry Matisse, de Toulouse-Lautrec y Pierre Bonnard, menos en la de Picasso, del que no tuvo influencia alguna, desesperado por lograr su propia obra, su aventura estética y vital levantará el espíritu; se enamorará y también se extraviará buscando, con angustia y rebeldía metafísica, la totalidad, el infinito.
Arriesgarlo todo. Ese fue su lema, su fuerza, su invitación. De modo que, hacia 1913, prosiguió la búsqueda y encuentros artísticos en Montparnasse. En ese barrio logrará, en tan solo 5 años, de 1915 a 1920, su gran obra, meditada, trabajada con intensidad y altura. Allí se encontrará a sí mismo.
De Montmartre a Montparmasse
En adelante caminará por las calles de su nuevo barrio, buscando, siempre buscando, alguna respuesta a la frecuente pregunta sobre el trabajo ante la tela. En el café Le Dôme y al bar de La Rotonde beberá, se enamorará y, sobre todo, pintará a los comensales y asistentes en esa Montparnasse epicúrea y cosmopolita. Allí se encontrará a gusto y comenzará a gestar las maravillosas formas que harán parte de su futura obra. En La Rotonde, con lápiz y papel, llevando siempre una inmensa carpeta, entre ruidos y palabrerías de clientes, empieza su labor diaria: dibuja, bocetea, con vino en la mesa, hasta encontrar a su gran amigo el pintor fovista francés Maurice de Vlaminck, quien escribirá una semblanza de esos momentos en su libro Retratos antes de morir: “Estoy viendo a Modigliani sentado ante una mesa, en La Rotonde; su mirada autoritaria, sus manos delicadas, sus manos de dedos nerviosos, sus manos inteligentes, trazando de un sólo trazo, sin vacilar, un dibujo que repartía –no se dejaba engañar– como una recompensa entre los camaradas que le rodeaban”. Y prosigue “conocí bien a Modigliani. Le conocí cuando pasaba hambre. Le vi borracho. Le vi con algo de dinero. Jamás sorprendí en él la menor bajeza. También le vi irascible, irritado al comprobar que el poder del dinero, que él despreciaba tanto, contrariaba en ocasiones su voluntad y su orgullo”.
Y también en Montparnasse entabla amistad con Ortiz de Zárate, pintor, cantor de tonadas napolitanas, de origen chileno, nacionalizado francés que no vio nunca a Chile, cómplice y camarada hasta los últimos días del pintor de Livorno.
Lo vemos ahora tallar la piedra de donde saldrán esas insinuantes y hermosas cabezas, esculturas que hechizarán a la posteridad, piedras que roba en la noche de las construcciones de París para, en la mañana, poder ejercer su destino y oficio con tesón, furor y temblor como muriendo. Piedras calcáreas, hurtadas por un artista que no tiene dinero para comprarlas. ¿Qué tanto se le debe a este oficio de ladrón nocturnal, sin el cual no tendríamos esas maravillas que ofreció con sus manos de genio? Piedras sustraídas con sigilo, clandestinamente, que guardaban ya en su interior aquellos volúmenes que Amedeo hacía surgir con magistral encanto, admiradas por su maestro, el gran escultor rumano Constantin Brancusi quien lo inició en esta aventura.
1914. Estalla la guerra y Modigliani desea alistarse en el ejército como pago por la hospitalidad que le ha dado Francia. Rechazado por esa inocultable lesión pulmonar que carga desde la adolescencia, se sentirá excluido de aquella contienda donde verá morir a sus amigos de juergas. Y ahí en La Rotonde calmará su frustración y humillación, él que es antibelicista y revolucionario, como a sí mismo se denomina. Entonces, una noche, encontrará a Beatrice Hastings, poeta llegada de Londres con quien se unirá y construirá su obra gracias a esa relación de dos seres efusivos y trágicos. “¿Modigliani? Carácter complejo, ángel y demonio a la vez”, dirá Beatrice del Livornés, y recuerda el día de su encuentro: “Se quitó la gorra con un bonito gesto. Se ruborizó hasta las cejas y me invitó a ir a ver sus obras. Siempre con un libro en el bolsillo; Maldoror, de Lautréamont”. Difícil relación. Se amarán, recitarán poesía, se pelearán con violencia, mientras, el genial pintor, en medio de estas contiendas trabajará su pintura.
Luego de unos meses de amorosos encuentros y violentos desencuentros, Beatrice lo abandona. Modi la busca con desespero. La inglesa lo ignora, no le abre la puerta donde se refugia. Deja al efusivo y furibundo pintor y vuelve a Inglaterra, aquella que había logrado que Amedeo tomara los pinceles con intensidad para madurar su inmensa obra.
Las rosas de Modigliani
En 1910 conoce a la poeta rusa Anna Ajmátova. Ese año se vieron muy poco, pero Amedeo le escribe durante todo el invierno. Anna retorna a París en 1911. Pasearán sus calles, leerán poesía en las bancas del Jardín de Luxemburgo; él la dibujará, quizás se amarán. Anna tiene 21 años. Amedeo 26. En sus recuerdos la poeta rusa escribirá: “Era distinto a cualquier otro. De algún modo, su voz me quedó grabada para siempre en la memoria. Lo conocí cuando era pobre, no se sabía cómo se las arreglaba para vivir; como artista no era reconocido por nadie […]. Me pareció rodeado de un duro anillo de soledad […]. Conmigo no hablaba nunca de cosas terrenales. Era muy cortés, no por la educación recibida, sino por la profundidad de su espíritu […]. Fue él quien me hizo conocer el verdadero París […]. Recitábamos a dos voces Verlaine, que conocíamos muy bien, de memoria, y nos sentíamos felices de acordarnos de los mismos poemas […]. Más que nada, hablábamos de poesía. Sabíamos muchos poemas franceses. Verlaine, Laforgue, Mallarmé, Baudelaire […]. Llevaba siempre en el bolsillo Los cantos de Maldoror. Entonces ese libro era una rareza bibliográfica”.
Y para completar este cuadro, Anna rememora uno de los más poéticos sucesos que vivió con el de Livorno: “Una vez no nos entendimos al concretar una cita. Fui a buscarlo, pero no lo encontré en su casa. Decidí esperarlo unos minutos. Llevaba yo entre los brazos un ramo de rosas rojas. La ventana que hay sobre las puertas cerradas del taller estaba abierta. No sabiendo qué hacer, me puse a tirar las rosas dentro. Después, sin esperar a Modigliani me marché. Cuando nos vimos, me manifestó su asombro: ¿Cómo había podido entrar en la habitación cerrada, si la llave la tenía él? Le expliqué lo que había hecho. ‘No es posible: ¡estaban tan bien esparcidas por el suelo!’”
La del bello rostro ovalado
Jeanne Hébuterne, con su dulzura, modestia y sencillez; con sus trenzas y un hermoso rostro; con un silencio cautivador y su amor al arte, será la que hechizará al livornés. Con su amiga, la pelirroja Germaine Labaye, a quien llamaban “Alubia roja”, iba con frecuencia a La Rotonde. Modigliani la había visto en la academia Colarossi de la Grande Chaumière, donde ella estudiaba. Amedeo frecuentaba aquella academia durante las sesiones de posado para dibujar desnudos al natural. Allí la sorprendió concentrada en su labor de joven artista. Le fascinó aquella imagen de entrega ante la tela y desde entonces se propuso conquistarla. Era 1917. Noix de coco le llamaban los compañeros de la academia. Noix de coco no como una ofensa, sino como una evocación al color de su pelo, a su bello rostro ovalado y aquellas trenzas que caían en sus hombros. Esta Noix de coco, con 19 años, iba a ser el gran e intenso amor del judío de Livorno.
Jeanne tenía trece años menos que Modigliani (había nacido el 6 de abril de 1898 en Meaux, Francia). Vivirán juntos, tendrán una hija (Jeanne). Mientras Modigliani pinta, bebe y ofrece su amor, la tuberculosis avanza. Estando en esas, su amigo polaco Léopold Zborowski, marchand idealista, admirador de su pintura, hace todo lo posible por vender sus cuadros. Organiza la primera exposición de Modigliani en la Galería de Berthe Weill. Dos de sus desnudos son instalados en la vitrina. El comisario de policía, al verlos, da la orden de retirarlos. La exposición fracasa y Amedeo y Léopold sienten la exclusión, la moralidad puritana y el rechazo.
Jeanne, de nuevo embarazada, es la fuerza que impulsa al artista en el periplo de realización de su mejor obra. Entre la bebida, bajo sus estados neuróticos y de violencia; entre momentos de ternura y de pasión, el artista amará a Jeanne en su pobre estudio de la rue de la Grande-Chaumière. Allí vivirán sus paraísos y sus infiernos, y allí sus amigos sacarán a Modi enfermo de muerte hacia el hospital después de haberse encerrado siete días con su amor, alimentándose sólo con latas de sardinas. Fue cuando Modigliani le dijo a Ortiz de Zárate: “he dado un beso de despedida a mi mujer. Tenemos asegurada la felicidad eterna”. En el hospital de caridad, acompañado por su amigo Ortiz, durará tres días. Se le escuchará, antes de entrar en coma, pronunciar en su agonía las últimas palabras: “¡Italia! ¡Cara Italia!”. Era sábado 24 de enero de 1920, 8 y 50 de la tarde. Una meningitis cerebral de naturaleza tuberculosa fue la causa de su muerte. “Enterradlo como a un príncipe”, escribió en un telegrama desde Roma su hermano Emanuel, diputado socialista en el parlamento Italiano.
Jeanne fue llevada al hospital. Vio el cadáver de Amedeo en el obituario. Embarazada de 9 meses se quedó contemplándolo, dio un terrible y desgarrador grito, retiró a todos, y sola ante su amado eterno, lo besó intensa y largamente. Luego regresó a la casa de sus padres católicos, a la casa de aquellos jueces mortales de este amor inmortal. Se encerró en su habitación del quinto piso. Su hijo estaba por nacer, quizás le faltaba unas pocas horas. Después a las 4 de la mañana abrió la ventana, y, tal vez invocando a su amado, se arrojó de espaldas a un vacío sin fin, a ese espacio colmado por su fatal e inmenso amor.
Tenía 21 años. Un obrero encontró el cuerpo. Su familia no quiso aceptarlo. El padre católico devolvió a la suicida al estudio donde ella había vivido con el ateo judío. El obrero la trasladó en un carrito. La conserje le impidió entrar alegando que el inquilino Modigliani ya no vivía allí. Fue necesaria una orden de la comisaría para que la dejaran en aquel estudio donde quedó el cuerpo abandonado durante varias horas.
Mientras tanto, todos hicieron una colecta para el entierro de Modi. Se le enterró en el cementerio del Père Lachaise con un gran cortejo, entre muchas coronas y ramos de flores. Jeanne, en su pobre ataúd, fue trasladada en un furgón a las 8 de la mañana para ser enterrada en el Cimetière de Bagneux, ubicado en los suburbios de París, cementerio de los desterrados, sin sacerdote y con una rápida ceremonia, como deseando no dejar rastro de aquella que puso en ridículo a su sagrada familia. Sólo André Salmón, Léopold Zborowski, el pintor Moïse Kisling, con sus esposas y otros tantos amigos colocaron algunas flores en su tumba ante la mirada de repulsión del padre y hermano de Jeanne. Modigliani, el pintor de Livorno, despedido por sus compinches bohemios como un príncipe; Jeanne, la tierna y hermosa de largas trenzas y rostro ovalado, despedida en total silencio y en la soledad suprema aquella tarde invernal.
Tres años después se ubicaría a Jeanne en la tumba de su amor donde quizás escuche al pintor de Livorno decir con furor: “¡Italia!, ¡cara Italia!”
* Poeta y ensayista colombiano, publicado en El Dipló
Los comentarios están cerrados.