América del Sur: prima la competencia, no la integración

Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Los pretextos son varios, pero el texto real de la las discrepancias suramericanas se escribe, sin duda, desde una concepción antigua del Estado y de la economía. El más serio intento de integración económica –pero también cultural y política– entre los países latinoamericanos es el MERCOSUR, que agrupa a la Argentina, Brasil, Paraguay –donde se levantan voces en contra del pacto– y Uruguay, del que participan desde temprano Chile y Bolivia en calidad de asociados. Venezuela goza desde 2004 el mismo status, Perú está –o estaba–en la puerta. Colombia echa pie atrás y Ecuador no termina de definir los alcances de su ordenamiento económico y política exterior.

El acuerdo del sur suramericano, desde luego, no se dio entre países de igual peso específico. Con alrededor de 180 millones de habitantes Brasil, que integra además el grupo de las 12 economías mayores del planeta, por sí mismo constituye un aparato productivo más grande que la suma del de sus tres socios, incluso sumando a los asociados.

La desastrosa gestión económica argentina durante las gestiones gubernamentales de los ex presidentes Menem y De la Rúa no hizo más que acentuar tal asimetría.

La relativa ventaja de Buenos Aires en cuanto haber desarrollado tecnologías propias –que incluyen el manejo de plantas de energía atómica, la construcción de jets en la década de 1951/60 o de misiles de alcance medio y haber tenido un sistema educativo que ni siquiera los desaciertos de dictaduras y la corrupción de sus dirigentes había podido derribar, desaparecieron con los aires neoliberales implementados, primero por la última dictadura militar –que el gobierno de Raúl Alfonsín no pudo revertir– y luego por el decanato de Carlos Saúl Menem y la trunca presidencia de Fernando De la Rúa.

fotoNO LLORES POR MÍ, ARGENTINA

El siglo XX se despide de los argentinos, y los saluda el XXI, hundidos en la mayor crisis que haya conocido un país latinoamericano; la entrega de las políticas estratégicas de su desarrollo tecnológico a las directrices emanadas de las exigencias de Estados Unidos y de los “generosos” organismos de crédito internacionales, dieron al traste con los programas de investigación, con la educación y con el aparato productivo.

Cinco años atrás eran noticia de primera plana y en horario estelar en radios y estaciones de TV los niños que morían de hambre en las provincias del nor oeste, la corrupción policial y la cesantía. 2001 fue el “año cartonero” en la Argentina, los piquetes de desocupados –decenas de miles de personas– cortaban rutas y calles y florecía la mini industria del “secuestro express”.

Era una situación inédita. Al revés de los brasileños, los argentinos no concebían –desde principios del siglo XX– semejantes tasas de poberza y desprotección social. El país tan rico que –reza uno de sus dichos– recupera por la noche lo que se roba durante el día, es cosa del pasado. La molienda del sistema educativo fiscal, y la pobreza provincial que impide a los niños completar en muchos casos siquiera los estudios básicos, amenaza, en la actualidad, con no poder contar en los próximos años siquiera con mano de obra capacitada para aprender oficios.

En el agro las plantaciones de soja genéticamente tratada expulsan a los agricultores. La ciudad de Rosario, punta de lanza del anterior desarrollo agroindustrial, se adormece con índices de cesantía en el orden del 30 por ciento.

2003 y 2004 inician la recuperación, lenta y dolorosa. El minsitro de Economía Roberto Lavagna –a lo largo de la transcición que abre, tras la fuga de De la Rúa, la presidencia provisional de Alfredo Duhalde y luego con el gobierno de Néstor Kirchner– es el timonel de un esfuerzo que logra, con tasas de crecimiento cercanas al siete por ciento anual, recuperar para el país estándares de hace 30 años.

NO ES CHINA, PERO DESPERTÓ

El ordenamiento brasileño de la presidencia de Fernando Cardoso, aunque tuvo consecuencias desastrosas en extensos sectores de la población –los más pobres–, consiguió entregar a Lula Da Silva un país enrielado y plenamente partícipe de los nuevos aires mundializados. Cierto es que, al revés de la Argentina, los diferentes inquilinos de Planalto: aquellos formalmente democráticos y los entusiastas del “pau d’arara”, mirados en perspectiva pese a los quiebres institucionales y a sus diferetes políticas en el plano interno, no significaron la destrucción de los lineamientos histórico-políticos del Estado.

Es Brasil, así, el principal impulsor del MERCOSUR, concebido tanto como un proyecto de integración latinoamericano cuanto un bloque que le permitiría al subcontinente ampliar sus márgenes de negociación con EEUU, empecinado en oficializar su rol hegemónico a través de un tratado de libre comercio que cubra toda América.

La visión del gobierno brasileño, naturalmente, es que este bloque considerará en lo fundamental los intereses de Brasil, que a su vez, estima, son representativos del camino a seguir por los demás países suramericanos. Esta óptica plantea el advenimiento de una contradicción con México –la otra economía poderosa latinoamericana, que gravita sobre los Estados centroamericanos del mismo modo como aspira a hacerlo la brasileña en América del Sur–. Pero México está lejos y debe resolver, entre otros asuntos urgentes, una política de desarrollo social y los profundos problemas que le ha creado el pacto con Canadá y EEUU, que en la década que lleva funcionando no sólo no ha hecho despegar su economía, sino que ahonda la crisis de la desigualdad.

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No es generosidad –aun cuando fuere generosa– la política de ayuda establecida por Brasil para compensar las desigualdades latinoamericanas, es su siembra de futuro. Las asimetrías con la Argentina habrían podido resolverse mediante distintos mecanismos bilaterales de integración y sectores de producción. Sólo que la crisis argentina –y también la previsible imprevisibilidad de los dirigentes en Buenos Aires– atascó el proyecto.

El equilibrio pretendido por Brasil, además, debió servir simultáneamente de protección y contención a los arrestos bolivarianos de Chávez, que además está en la mira inmediata de los halcones del State Department. Venezuela es una de las llaves del Caribe, un proveedor de combustible y otras materias primas, un eventual apoyo político y –last, bu not least– un mercado apetecible apenas termine de dejar atrás la crisis política, social y de desarrollo generada por los gobiernos pre chavistas.

Colombia podía ser un “agujero negro” en el esquema que dibuja Lula Da Silva. La extensa frontera amazónica de Brasil tiene allí uno de sus puntos débiles –agravada por el estado de guerra civil colombiana y las necesidades de expansión de la narcoproducción y el narcotráfico. Todo ello con el agravante de una cada vez más conspicua presencia estadounidense en el área. Ofertas de crédito y la contribución diplomática para limar las asperezas colombo venezolanas cumplen con garantizar la presencia de Brasilia allí.

Respecto de Chile –enfrascado el gobierno de ese país en sendas disputas amargas con sus pares de Perú y Bolivia, que van más allá de las razones puntuales que la desatan– Itamary opera con cautela y haciendo la vista gorda –al menos por ahora– al alineamiento chileno con EEUU. No hay áreas competitivas entre ambas economías, como sí ocurre entre las de Brasil y Argentina y Brasil y EEUU–aunque ciertos productos brasileños puedan perjudicar algunos emprendimientos chilenos, como ocurre, por ejemplo, en el sector del calzado–, sino mucho que las hacen compartir espacios. Chile es un largo muelle porque el que el MERCOSUR aspira a zarpar rumbo al Asia.

Arrinconada la Argentina por sus errores del pasado reciente –desarmó las PYMES, entregó el sueño petrolero, sus comunicaciones y la generación y distribución eléctrica a capitales foráneos– y en especial por la angustiosa negociación de la pantagruélica deuda externa, bola de nieve que comenzó con la dictadura de 1976/82 y que bajo la dolarización de Menem adquirió carácter de fastuosa, la Casa Rosada no es el más confiable de los interlocutores. Por lo que se fortalece el diálogo Brasil-Chile.

Este último apoya la pretensión brasileña de ocupar un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU –asunto pendiente para resolverse con el paquete de reformas de la organización. El apoyo chileno es doblemente beneficioso para Brasil, puesto que significa un punto de roce en las relaciones mexicano chilenas, lo que se hizo evidente luego de la victoria del candidato de La Moneda a la Secretaría General de la OEA.

fotoBRASILIA/SANTIAGO – BUENOS AIRES/MÉXICO

Mayo fue un mes de definiciones en el juego del poder latinoamericano. El canciller argetino Rafael Bielsa estimó «elitista y poco democrática» la apuesta de Brasil –acompañado por Chile– en orden a pedir la ampliación del Consejo de Seguridad de ONU en cuanto a sus miembros permanentes –desde luego incorporando un delegado brasileño en calidad de representante de América Latina.

México y la Argentina estiman necesario sólo la ampliación de los integrantes no permanentes, para evitar aumente el peso de Brasil en el subcontinente. Por ahora, mientras en Buenos Aires no ocultan –ni tendrían por qué hacerlo– simpatía por la pretensión (en rigor, necesidad) boliviana por una salida al Pacífico, en Brasilia por ahora la posición es que se trata de un asunto bilateral entre La Paz y Santiago (y Lima).

No se puede hablar de ejes o acuerdos de fondo entre Buenos Aires y México, pero resulta evidente que una relación amistosa entre ambos gobiernos contribuye a impedir se haga patente la hegemonía brasileña, en especial si se recuerda el rol de “sub prefecto” dado por la Casa Blanca a Vicente Fox. Fox, en todo caso, está finalizando su mandato y lo único seguro es que quién le suceda no será astilla del mismo palo.

Tampoco la amistad entre Brasilia y Santiago significa que se reparten invitaciones a un matrimonio, pero sí es muy probable que a Lagos, que termina su período presidencial, lo suceda su ex ministra de Defensa, Michelle Bachelet, con lo que no se otean riesgos de cambios bruscos en la política exterior chilena. Las buenas relaciones con Brasil han garantizado tradicionalmente el equilibrio entre una Argentina antaño poderosa y Chile, siempre presionado por Perú y Bolivia.

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Brasil, además, es por ahora la mejor línea telefónica entre Caracas y Santiago, aunque podría ocurrir que las relaciones entre ambas capitales mejoren luego del adiós de Lagos.

¿LULA ÍNTIMO?

Como se puede apreciar –y sin mencionar a La Habana– la integración latinoamericana en América del Sur todavía no ha encontrado un camino recto. La mundialización globalizadora en marcha no logra romper los esquemas del XIX y primera mitad del XX, que privilegian el equilibrio y las alianzas de dos contra uno, o de tres contra cuatro, etc…, para defender situaciones de poder e integridades territoriales que ya no están en juego entre los países de la región.

A las intromisiones –físicas, esto es armadas, a través del espionaje y las quintacolumnas internas– de EEUU en América Latina, se avizora dentro de unos pocos años el “siglo de China” y además el peso natural, hoy, de las inversiones europeas en América del Sur.

La defensa y no entrega de sus recursos naturales –renovables y no renovables– y sobre todo de Amazonia, Los Andes y la Patagonia debieran ser las prioridades de la extensa región, en vez de buscar equilibrios y no hegemonías de unos u otros, al fin de cuentas remedo farsesco de lo que ocurre en el ámbito planetario. Esa defensa, junto con detener la explotación de la infancia, el turismo sexual, el narconegocio, etc…, no será posible sin una política de integración cultural y económica amplia.

Lo que está en juego es tanto la participación de América Latina, sobre bases justas, en el comercio mundial como la pervivencia de nuestras identidades regionales.

Sorprende, así, la información que desde el 30 de mayo se reproduce con la velocidad que sólo entrega la internet, en cuanto a que el presidente brasileño habría dicho, en una cena privada en Tokio el jueves 26, que era necesario «tener bolas para bancar a los argentinos».

Lo más probable es que la versión –interesada en meter cizaña– sea inexacta. Si no es así el exabrupto presidencial es gravísimo. Brasil nunca en realidad fue un imperio –alojó allí la Casa Braganza expulsada de Europa– y sus índices sociales no son mejores que los argentinos, lo que da cuenta de la caída Argentina y no de lo que ha mejorado Brasil, dicho sea entre paréntesis.

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