Ana María Elía / Acerca de sentimientos que no saben de diferencias

1.010

Acaso una metáfora…
Yo salía al recreo desde la dirección, convocada por el timbre y por los sonidos, (voces y música que intentaban ofrecer alternativas a los empujones y a las corridas), y me sumaba a la vorágine que duraba diez minutos de reloj, cien de los otros. Era casi verano.

El sol de la siesta caía a pleno y a plomo sobre el patio, cuyo techo que ahora es realidad, por aquel entonces era discusión, por la falta de recursos y el miedo a escamotearle luz a los juegos y a las aulas.

Intentábamos, con las maestras una charla “a los saltos”, mientras caminábamos, nombrábamos, escuchábamos reclamos insoslayables, controlábamos los baños que se convertían en espacio atractivo para las escondidas conflictivas y, por si eso fuera poco, pretendíamos mantener el equilibrio que pondría a salvo nuestra humanidad, entre carreras veloces, que humedecían los cabellos, abrillantaban las miradas oscuras y teñían de rojo los “cachetes” de los chicos.

Todo eso que resultaba tan complicado para cualquier persona ajena a ese ámbito, era para nosotras, maestras de una escuela pública de una barriada popular, la evidencia tangible de que nuestros nenes, estaban sanos, y que a la hora del juego no sabían de pobreza, ni de abandonos familiares, ni de “trayectorias escolares frustradas”, y nos daban señales de que eran competentes para  la alegría

Resultaba inevitable que en ese contexto, el silencio y la inmovilidad alertaran, por eso, cuando vi a uno de segundo, sentado, solo, con la cabeza baja, apoyado en contra de la pared de una de las galerías, me acerqué y le pregunté ¿Qué te pasa? ¿Por qué no jugás?

Levantó los ojos y contestó "Porque tengo el cuerpo lleno de lástima".

Me  acuerdo que me contó acerca de una abuela muerta unos días atrás, pero sé que yo, que ando en permanentes encuentros y desencuentros con las palabras, que a veces me sobran y otras tantas me faltan, tuve la certeza de que nunca, nadie, había definido la tristeza con esa contundencia. Él estaba descubriendo que no hay dolor en el alma, que la pena se siente en el estómago, pesa en los brazos y duele en los ojos.

Todavía puedo verme acariciándole la cabeza y diciéndole lo que sé a fuerza de pura vida:

–Ya se te va a pasar. –Y agregué–: alguna vez me vas a prestar esto para un cuento- –Sin embargo nunca me apropié de esas palabras para recrear historia alguna, no pude separarlas de aquel silencio llamativo en el que me regaló la definición.

De vez en cuando lo cruzo.  Lleva a sus chicos de la mano, a la misma escuela, Tiene la risa adolescente, como muchos se multiplicó en hijos cuando todavía no había dejado las tardes de fútbol en el potrero ni las trasnochadas traviesas. Todavía me dice "Chau señorita" y me muestra con orgullo a dos chiquitos que son su réplica, mientras agrega "éstos no van a parar hasta que terminen la secundaria, si no, van a burrear toda la vida, como yo…"

Lo que él no sabe es que siempre que devuelvo el saludo resisto la tentación de abrazarlo, sólo por los sueños intactos.

Ana María Elía es docente. Ex directora de escuela en Córdoba, Argentina.

También podría gustarte
Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.