Arzobipso Romero. – EL DEDO QUE APRETÓ EL GATILLO

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La biografía de monseñor Oscar Arnulfo Romero está marcada por la vocación sacerdotal y por la tristeza. Por la vocación porque, segundo entre los siete hijos del matrimonio Romero-Galdámez, ingresa a los 13 años al seminario menor, prosiguie más tarde sus estudios en Roma hasta que, a los 25 años, es ordenado sacerdote de la Orden Claretiana, en 1942. Y por la tristeza, sin duda, porque su padre muere cuando él tiene 17 años y sus últimos años de estudios y primeros como pastor son años de guerra.

Tal vez ese tiempo –el de la II Guerra Mundial– lo hiere de un modo que no bastan las oraciones para zajar la herida. De cualquier modo, en 1974 es obispo de la diócesis de Santiago de María, en su país natal. Que es un país en guerra civil no declarada.

El cura que debía morir

En febrero de 1977 Paulo VI lo designa arzobispo de San Salvador. Su carrera eclesiástica está completa. El sucesor de Paulo VI, Juan Pablo II, no lo querrá. No quiso ver en él –probablemente– más que otro cura revoltoso, un adepto de esa molesta Teología de la Liberación que la mano blanda de Juan XXIII, el bueno permitió se dispersase por América.

«Usted, señor arzobispo, debe de esforzarse por lograr una mejor relación con el gobierno de su país», le habría recomendado el que «vive en Roma» al moreno, humilde sacerdote durante una audiencia apresurada, sin siquiera mirar las fotografías de sus palomas, que diría Violeta Parra, muertas, aplastadas por las tanquetas del ejército salvadoreño.

En 1978 el parlamento británico propuso su nombre como candidato al Nobel de la Paz. En 1980 la Universidad de Lovania le otogra un Doctorado Honoris Causa. Sólo que Romero no era hombre de quedarse quieto y gozar de honores. El Salvador –el país, no el Cristo, aunque sin duda también Él– vivía los días y noches de espanto de una guerra civil en la que ningún pobre dejaba de ser blanco.

Por ese tiempo el sacerdote escribió una carta –el contenido merece el adjetivo terrible– al presidente de los Estados Unidos de America, conminándole «severamente», rogándole como cristiano, suspender la ayuda militar al gobierno salvadoreño, puesto que las armas servían para la sangrienta represión de su pueblo.

No fue oído. Como los mapuche que agonizan tras dos meses de huelga de hambre en Chile en estos días de mayo de 2006, no fue oído.

La aceitada maquinaria de matar
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Muy al sur, en la Argentina, tras el asalto al poder de marzo de 1976 el fascismo a la americana en el estilo del Cono Sur prepara un equipo trasnacional para detener al comunismo que quita el sueño de los generales y sus aliados y mentores civiles. El semiclandestino –por sus operaciones– Batallon 601, de Hinteligencia Militar (para usar la ortografía de José Pestucic) comienza a enviar hombres a distintos países en distintos continentes: hay que acabar con la subversión.

(No son los destacamentos de elite de la Operación Cóndor, son el aporte propio del la cruzada cristiana de Videla. Varios de esos «soldados» llegan a América Central. América Central es un vasto y sangriento campo de batalla. «Asesores» argentinos pululan, por ejemplo, entre los contras nicaragüenses que en 1981 blanquearán sus relaciones con la CIA y la Casa Blanca).

La vesania inoculada a lo largo y ancho de América por los gobiernos estadounidenses y sus escuelas para oficiales de las fuerzas armadas –furia y locura de la que no se sustraen los organismos de ese país, todavía con la fiebre post Viet Nam en la última década de la Guerra Fría– da aparentes buenos resultados: el pau de arara había tranquilizado a Brasil pocos años antes, la Escuela de Mecánica de la armada hacía lo suyo con los «chupaderos» distribuidos en la Argentina, en Chile no se movía una hoja sin que fuera sabido por quienes tenían que saberlo, Uruguay escribía su saga heroica en el cuerpo atormentado de las mujeres, como la nuera de un poeta llamado Gelman, Paraguay detenía al tiempo, Bolivia…

No eran demasiado, sí suficientes, los militares argentinos que colaboraban con la campaña de paz del gobierno de El Salvador.

En 1980 monseñor Romero convirtió la Homilia del Domingo de palmas en un llamado a los soldados para que rehusaran rehusarse a obedecer las órdenes que significaran asesinar a sus hermanos campesinos indefensos.

Dijo el arzobispo:

«Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto, a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles… Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: «No matar».

«Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado.

«La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día mas tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión».

Al dia siguiente, el 24 de marzo, a las seis y media de la tarde, fue asesinado por un franco tirador. La bala le partió el corazón.

30 de Abril de 2006

El último día de abril se abrió paso por las redacciones de los periódicos y llegó a los ordenadores de los diferentos grupos y organismos de derechos humanos –y también en cenáculos cristianos– la información de que fue un oficial del ejército argentino el asesino, el 24 de marzo de 1980, del arzobispo de San Salvador Óscar Arnulfo Romero Galdámez.

¿La fuente? Un documento desclasificado de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense. Según un informe enviadondesde Salvador a las oficinas centrales de la CIA en mayo de 1985 el asesino del prelado se llama –o decía llamarse– Emilio Antonio Mendoza. Mendoza era un hombre con lazos directos con los mandos del aparatao de inteligencia de la Guardia Nacional salvadoreña y habia admitido «haber disparado contra Romero»

Su vida fue segada a los 62 años de edad. Sus restos mortales descansan en la cripta de la Catedral de San Salvador.

En 1990 la Diócesis de San Salvador es autorizada por la Santa Sede para iniciar el proceso de canonización, que concluye en 1995; el expediente es enviado a la Congregación para la Causa de los Santos, en el Vaticano, quien en 2000 se lo trasfiere a la Congregación para la Doctrina de la Fe –dirigida por el cardenal Joseph Ratzinger, hoy papa Benedicto XVI–. Terminado el análisis, en 2005 el postulador de la causa de canonización, monseñor Vicenzo Paglia, informa a los medios de comunicación de las conclusiones del estudio:

“Romero no era un obispo revolucionario, sino un hombre de la Iglesia, del Evangelio y de los pobres”.

Prolegómenos, memoria, epílogos

Entre 1983 yn 1985 Thomas Pickering fue embajador de EEUU en El Salvador. Dijo a la Prensa Gráfica hace poco, en sus oficinas de la Boeing –empresa de la cuál es vicepresidente–: «El oficial legal me contó sobre Mendoza».

El periodista le había preguntado:

En un documento de la CIA, fechado mayo de 1985, se dice que el oficial legal de la Embajada de Estados Unidos en El Salvador tenía información de que un militar argentino, Emilio Antonio Mendoza, había dicho que él mató al arzobispo Romero en 1980. Usted era embajador de Washington en esos días. ¿Quién era Emilio Antonio Mendoza?

Y respondió:

–Se me viene a la memoria que el oficial legal de la embajada vino con esta situación. Aunque no recuerdo una resolución sobre esto o un gran hallazgo sobre quién era Mendoza. Es mucho tiempo atrás… 21 años atrás. Lo que sí recuerdo es que esa pregunta que usted hace salió, pero no recuerdo cómo fue resuelta.

¿Cómo obtuvieron esta información? ¿Algún militar argentino?

–A lo mejor el oficial local lo obtuvo del contexto local, pero esa es solo una especulación mía. No sé cómo se obtuvo esta información.

(www.laprensagrafica.com/enfoques/476014.asp).

Los muertos quedan, la memoria pasa.

En la Argentina a Stella Segado –que trabaja en el archivo de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), uno de las más completas fuentes de información sobre las víctimas de la dictadura y nombres de oficiales del Ejército que actuaron en la represión– tiene dudas frente al nombre de Mendoza.

Piensa que debe tratarse de un seudónimo. La base de datos de la CONADEP no tiene ninguna referencia. Tamapoco los archivos del Centro de Estudios Legales y Sociales y el del Centro de Militares para la Democracia Argentina (CEMIDA). En San Salvador, la Dirección General de Migración no registra ninguna entrada de Mendoza, y lo mismo sucede en el NSA, en Wáshington.

El coronel argentino José Luis García, secretario general del CEMIDA explica:

“De los argentinos que tuvieron actuación en América Central, alrededor de un 95 por ciento eran miembros de los servicios de inteligencia y solo los comandantes o líderes de grupo usaban sus nombres auténticos”. García declaró como perito en el juicio sobre el asesinato de seis sacerdotes jesuitas y dos de sus colaboradoras en El Salvador, hecho ocurrido en noviembre de 1989.

“En época de la dictadura, era un secreto a voces que el personal de inteligencia de las fuerzas armadas argentinas adiestraba a militares de otros países”. A este grupo de oficiales se lo conoció como el Grupo de Tareas Exterior (GTE), que dependía del Batallón 601 de Inteligencia de las fuerzas armadas argentinas. La labor de esta fuerza era de carácter transnacional.

(Red Solidaria con los DDHH
www.redh.org/index.php?option=com_content&task=view&id=345&Itemid=30).

Clandestino en Centroamérica el ex capitán de la Fuerza Aérea de El Salvador, Álvaro Saravia Merino, acusado de organizar el asesinato de monseñor Romero el 24 de marzo de 1980, asegura que si hablara, El Salvador de remueve todo. Afirma que no fue de la partida de asesinos, aunque un tribunal de California, EEUU, lo haya condenado a pagar US$ 10 millones a título de indemnización a la familia de la víctima.

Para hablar pide a cambio un país, una identidad, un trabajo. Según el diario estadounidense Nuevo Herald se ha puesto al habla con las autoridades eclesiásticas salvadoreñas.

(www.elnuevodiario.com.ni/2006/03/28/nacionales/16002).

Los demonios de la represión, los caídos ángeles de la muerte no tienen nombre. Es lógico: conocer un nombre es vislumbrar el alma de quien lo lleva, y los asesinos carecen de alma. El único epílogo posible lo escribe el no olvido, la memoria.

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