Berlusconi, el enemigo de la prensa
Umberto Eco*
No sé si será el pesimismo de la edad avanzada, si será la lucidez que trae consigo la edad, pero tengo mis dudas, no exentas de escepticismo, en cuanto a intervenir, a instancias de la redacción, en defensa de la libertad de prensa. Lo que quiero decir es que, cuando alguien tiene que intervenir en defensa de la libertad de prensa, es porque la sociedad, y con ella una gran parte de la prensa, ya está enferma. En las democracias que llamaremos ‘fuertes’ no es necesario defender la libertad de prensa, porque a nadie se le ocurre limitarla.
Esa es la primera razón de mi escepticismo, de la que se deriva todo un corolario. El problema italiano no es Silvio Berlusconi. La historia (yo diría que desde Catilina en adelante) está plagada de aventureros, no carentes de carisma, con muy poco sentido del Estado pero con un sentido muy acusado de sus propios intereses, que han deseado instaurar un poder personal, pasando por encima de parlamentos, magistraturas y constituciones, repartiendo favores a sus cortesanos y (a veces) a sus cortesanas e identificando su propio placer con el interés de la comunidad. Lo que pasa es que esos hombres no siempre han conquistado el poder al que aspiraban, porque la sociedad no se lo ha permitido. Cuando la sociedad se lo ha permitido, ¿por qué tomárselo a mal con esos hombres y no con la sociedad que les ha dejado hacer lo que han querido?
Siempre recordaré una historia que contaba mi madre que, a sus veinte años, había conseguido un buen trabajo como secretaria y mecanógrafa de un diputado liberal – y he dicho liberal. Al día siguiente de que Mussolini subiera al poder el diputado en cuestión dijo: "Pero en el fondo, con la situación en la que se encontraba Italia, a lo mejor ese Hombre sabe cómo poner un poco de orden". Pues bien, si se instauró el fascismo no fue gracias a la personalidad enérgica de Mussolini (oportunidad y pretexto), sino a la indulgencia y a la relajación de aquel diputado liberal (representante ejemplar de un país en crisis).
Por consiguiente, es inútil tomársela con Berlusconi que, digámoslo así, hace su oficio. La que ha aceptado el conflicto de intereses, la que acepta las rondas, la que acepta el laudo Alfano, y la que ahora habría aceptado sin demasiadas cuitas – si el presidente de la República no hubiese levantado una ceja – la mordaza que se le ha puesto a la prensa (por ahora de forma experimental) es la mayoría de los italianos. Si una cauta censura de la Iglesia no estuviera turbando en estos momentos la conciencia pública, esa misma nación aceptaría sin vacilar, e incluso con una cierta complicidad maliciosa, que Berlusconi se fuera de ‘velinas’– pero eso pronto estará superado, porque los italianos, y en general los buenos cristianos, se han ido de putas desde siempre, por mucho que el párroco diga que no está bien.
¿Por qué dedicar, entonces, a esas alarmas un número de ‘L’espresso’, si sabemos que el periódico llegará a manos de quien ya está convencido de esos riesgos de la democracia, pero en cambio no lo leerá quien está dispuesto a aceptarlos con tal de que no le falte su ración de Gran Hermano – y de muchos casos político-sexuales en el fondo sabe bien poco; porque una información, en gran parte sometida a control, ni siquiera se lo cuenta?
A ver ¿por qué hacerlo? El porqué es muy sencillo. En 1931 el fascismo impuso a los profesores universitarios, que entonces eran 1.200, un juramento de fidelidad al régimen. Sólo se negaron 12 (el 1 por ciento), que perdieron su puesto. Hay quien dice que 14, pero eso no hace más que confirmar hasta qué punto pasó el hecho desapercibido entonces, dejando un recuerdo un tanto vago. Muchos otros, que luego serían personajes eminentes del antifascismo posbélico, incluso aconsejados por Palmiro Togliatti o Benedetto Croce, juraron, para poder seguir difundiendo sus enseñanzas. Puede que los 1.188 que permanecieron tuvieran razón, por distintas razones y todas ellas honorables. Pero los 12 que dijeron que no salvaron el honor de la Universidad y, en definitiva, el honor del país.
Esa es la razón de que a veces haya que decir que no, aunque se sea pesimista y se sepa que no servirá para nada.
Por lo menos que pueda uno decir un día que lo dijo.