Bettino Craxi y la moralidad a la italiana

John Hooper.*
 
¿Podría estar enseñándonos algo Italia? La pregunta la provocan las recientes celebraciones –la verdad es que no hay otra palabra para denominarlas– del décimo aniversario de la muerte de Bettino Craxi. El dirigente socialista, que fue primer ministro de Italia durante cuatro años en la década de 1980, murió en el exilio, fugitivo de la justicia. Había sido condenado por corrupción y financiación ilegal del partido a penas que ascendían a un total de once años de cárcel.

Se podría pensar que Craxi es un político que los actuales dirigentes de Italia preferirían muy tranquilamente olvidar. El primer ministro, Silvio Berlusconi, fue un destacado beneficiario de la protección del jefe socialista en sus últimos tiempos. Gracias a la intervención de Craxi pudo Berlusconi aferrarse a la red de televisión a escala nacional que había ido tejiendo haciendo caso omiso de la ley.   

Sin embargo, lejos de esconder bajo la alfombra el recuerdo de Craxi, la clase dominante italiana se ha dedicado a rendirle homenaje. Nada menos que una figura como el Presidente de la República, Giorgio Napolitano (antiguo comunista), escribió a la viuda de Craxi para comunicarle, entre otras cosas, que su marido había sido tratado con una "severidad sin parangón". El jefe de Estado, una figura destinada a encarnar los valores de la nación, asistió a una ceremonia en el parlamento para conmemorar el aniversario de la muerte de Craxi.

En las semanas previas a la efémeride, Roma se vio salpicada de carteles que conmemoraban al difunto dirigente. Políticos a izquierda y derecha declararon por igual que Craxi había sido tan solo una víctima sacrificial (es decir, todos los demás hacían lo mismo, que fue la defensa propia que empleó Craxi en un discurso ante el parlamento antes de escapar a Túnez). Y a principios de este mes, en lo que es la señal más clara de su rehabilitación, la alcaldesa de su ciudad natal, Milán, hizo saber que se están llevando a cabo los preparativos para dar su nombre a una calle principal o a un parque.

Acaso no haya un episodio en la reciente historia de Italia que ilustre tan descarnadamente su tolerancia de las corruptelas y la ilegalidad. Pero mi intención no se centra en manifestar mi consternación o mi condena, sino en poner de relieve el hecho de que esto sucede en un país opulento y que pone en tela de juicio un supuesto que se tiene ampliamente por cierto.

Pues en lo que yo pueda recordar, sociólogos y economistas establecían una ligazón entre los niveles de corrupción y prosperidad. Durante muchos años parecían confirmarlo las clasificaciones. Límpisimas sociedades como Suecia gozaban de un elevado PIB per cápita. 

Italia aparece como una excepción. Ahora mismo, después del último  reajuste de las tasas de cambio, es más rica que Gran Bretaña. Sin embargo, en el índice de percepción de corrupción elaborado por Transparencia Internacional, figura en el puesto 63 de un total de 180 países, por debajo de Turquía, Cuba y varias naciones africanas, entre las que se cuentan Suráfrica, Namibia, Cabo Verde y Botswana.

Conforme la Italia de Berlusconi, además, ha ido apartándose de los principios de moralidad pública que se consideran normales en el resto de Europa, se ha hundido en los baremos de clasificación. Figuraba en el puesto 55 de la tabla de Transparency International de 2008 y en el 41 el año anterior.

Quizás la correlación entre riqueza y decencia de la vida pública esté destinada a acabar donde esas otras verdades que se proclamaban con confianza: en el vertedero de la experiencia histórica. Solía decirse que las democracias no podían sobrevivir a la hiperinflación, hasta que llegó la prueba en contrario de Israel a principios de los años ochentas.

Todavía hoy se suele oír a algún que otro experto de los raros que insiste en que una economía no puede crecer más allá de cierto punto sin que sus políticos se vean obligados a aceptar la democracia. Pero ahora se oye bastante menos, desde que la segunda mayor economía del mundo la dirige un partido comunista que no muestra signo alguno de querer renunciar al poder.

* Periodista y escritor británico, corresponsal de The Guardian en Roma.
En
Sin Permiso; traducción al castellano de Lucas Antón.

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