Bolivia hoy: anarquistas a pesar de todo. Un análisis diferente

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Daniel Barret*

Esas situaciones de presentación “dialéctica” que parecen ejemplificar en términos simples y maniqueos “la unidad y la lucha de los contrarios” inducen fácilmente a error: eso es precisamente lo que ocurre en la Bolivia de nuestros días, en la cual, por la radicalización y la gravedad de los acontecimientos ocurridos luego del referendum revocatorio del mes de agosto, daría la impresión que los anarquistas debiéramos hacer a un lado nuestras concepciones de fondo y tomar inmediatamente partido por la menos mala de las dos y sólo dos fracciones en pugna; una disyuntiva falaz pero conocida en la agitada historia de nuestro movimiento y que en algún momento se conoció como “doctrina del mal menor”.

Simplemente a modo de ejercicio, puede decirse que estamos con los departamentos “autonomistas” y con su falso e hipócrita discurso “descentralizador” y tal vez hasta “federalista” o nos plegamos al proyecto de cambios “progresistas” y hasta “revolucionarios” encarnado en estos momentos por las instituciones del Estado y por el Movimiento al Socialismo (MAS) del presidente Evo Morales; nos alineamos con las bandas racistas de la Unión Juvenil Cruceñista y con los crímenes incalificables del prefecto de Pando y sus sicarios o suscribimos a pies juntillas la quimera de construir en tierras bolivianas un capitalismo autóctono que algunas imaginaciones desbordantes han querido adjetivar como “andino-amazónico”.

Ahora seriamente: si ésas son las opciones ¿puede plantearse otra alternativa –así sea por razones de salud mental– que perseverar inclaudicablemente en la forja de un camino propio?

La respuesta quizás resulte obvia pero no lo es tanto si se piensa que tal vez algunos compañeros puedan sentirse tentados de seguir esa opción que no nos satisface por entero pero que ciertas opiniones más o menos extraviadas entienden –mediante una absurda concepción evolutiva y lineal de la historia, refutada una y mil veces– que constituye un camino de avance lento pero seguro hacia la realización de nuestros objetivos finalistas. Opción ésta que resulta menos sorprendente en la medida que recordemos que en nuestro trajinar han habido y todavía hay, muy confusamente, anarco-batllistas, anarco-peronistas, anarco-castristas, anarco-guevaristas, anarco-chavistas, anarco-masistas y cien mediatizaciones y adulteraciones más.

Ergo, se trata ahora de pensar las razones y las formas para seguir siendo, sin demasiados miramientos ni concesiones, rabiosa e intransigentemente anarco-anarquistas; en la actual coyuntura boliviana y en cualesquiera otras que se nos presenten por cuentagotas o en tropel, de aquí en más.

Ni en un lado ni en el otro

Ajustar cuentas con los “autonomistas” de la llamada Media Luna es relativamente sencillo. Basta pensar que reclamos como “autonomía”, “descentralización” y “federalismo” adquieren sentido en función de las relaciones de poder en las que se inscriben y no en tanto consignas que puedan ser entendidas como si no se tratara de otra cosa que de fenómenos atmosféricos.

Es por eso que, a pesar de la familiaridad que hayamos de experimentar con tales conceptos, no podemos dejar de percatarnos que los mismos carecen de sentido a partir del momento en que los pronuncian sujetos tan oscuros como Rubén Costas, Branko Marinkovic o Carlos Dabdoub; desde el instante en que nos enteramos que detrás de ellos no hay ningún desvelo principista sino que los mismos se esgrimen como un eficaz elemento de justificación más allá del cual no tardan en aparecer los intereses y las estrategias reales: mantener la estructura latifundista sobre las tierras más productivas del país, incrementar la apropiación regional de la renta petrolera y gasífera y detener o al menos aminorar los movimientos migratorios de los campesinos más pobres del altiplano hacia el Oriente.

¿Qué grado de sinceridad y convicción puede haber detrás de la reivindicación “autonómica” cuando los susodichos se oponen expresamente y con enérgica desfachatez a las autonomías indígenas o a cualquier aplicación del mismo principio que se ubique territorialmente por debajo de su propio nivel de poder?

En ese contexto, entonces, la autonomía pasa a ser una invocación hueca, sin sustancia y cuyos beneficios se limitan a garantizar el margen de maniobra de la clase económica y políticamente dominante en el Oriente boliviano. Todo esto es absolutamente transparente: tanto como puede serlo esa distinción necesaria según la cual la libertad tiene resonancias distintas en la boca del preso que en la del carcelero.

Por añadidura, en este conglomerado de fuerzas no dejó de hacer su infaltable acto de presencia el embajador de los EE.UU., dejando claras así las preferencias y los favoritismos de la superpotencia “global”; una superpotencia “global” que, precisamente por su condición de tal, no puede dejar de evidenciar sus inclinaciones en los conflictos internos de prácticamente cualquier país del planeta y no puede dejar de hacerlo en función de sus propios intereses y estrategias.

Intereses y estrategias que, en este caso, coinciden más fuertemente con las de los “autonomistas” de la Media Luna, como lo dejó de manifiesto de modo irrefutable la torpe campaña de injerencias en la que incurriera el embajador Phillip Goldberg y que culminara con su más que razonable expulsión.

Nada de lo cual puede hacernos olvidar esas duplicidades diplomáticas que no impidieron hasta el momento que Bolivia también contara –entre otros gestos de “cordialidad” hacia el gobierno de Evo Morales y al igual que Colombia, Perú y Ecuador– del llamado "sistema de preferencia andina”, que facilita las exportaciones libres de aranceles hacia los EE.UU. a cambio de su colaboración en sus políticas “anti-drogas”.

En función de lo dicho ¿habrá que mantener entonces una actitud de simpatía, expectativa, indiferencia o pasividad frente al proyecto que asume el Estado central boliviano a partir del acceso al gobierno del MAS y cuya codificación normativa se resume en la reforma constitucional aprobada por la Asamblea Constituyente en noviembre del 2007 y todavía a la espera del referendum correspondiente?

En esencia, el proyecto masista de refundación del Estado boliviano se fundamenta en un “socialismo” tan apócrifo como la “autonomía” de los anteriores y que en realidad no se propone otra cosa que el desarrollo de un capitalismo autóctono al que se le ha colocado el pintoresco gentilicio de “andino-amazónico” y en una mayor democratización de la sociedad mediante el incremento de los derechos de las culturas de ascendencia precolombina.

Esto supone, por un lado, la apropiación de un porcentaje creciente del excedente capitalista con miras a su aplicación intra-estatal, ya sea en términos de inversión como en materia redistributiva; y, por otra parte, también un reparto de las tierras productivas para su explotación por las comunidades originarias, carentes hoy incluso de una decorosa sustentabilidad alimentaria. De la democracia directa y el socialismo, ni noticias, por supuesto.

Y no sólo eso sino que además ni siquiera puede decirse que el gobierno masista haya forzado una mejora sustancial en las condiciones de vida y trabajo de la gente, como tampoco puede decirse que el mismo haya emprendido un consistente proceso de reformas del Estado neoliberal que heredó en enero del 2006. En este campo, el gobierno no tiene nada para exhibir y sólo ha reaccionado frente a la movilización social autónoma –y lo ha hecho en más de una ocasión– con el recurso al que apelan todos los gobiernos cuando las situaciones escapan a su control: la represión.

A todo esto, es imprescindible traer a colación un hecho de la mayor importancia y es que, así como los “autonomistas” de la Media Luna contaron con la abierta o solapada anuencia de los EE.UU., el gobierno “masista” concitó –frente a la agudización del conflicto, incluyendo la expulsión del embajador norteamericano–  el inmediato respaldo de la UNASUR, cuya declaración del 15 de setiembre proclama que los países miembros “rechazan enérgicamente y no reconocerán cualquier situación que implique un intento de golpe civil, la ruptura del orden institucional o que comprometa la integridad territorial de la República de Bolivia”.

No es extraño que a este nivel haya primado la posición de la diplomacia brasilera que es la que ha venido marcando el ritmo y las orientaciones de la política suramericana en los últimos años. Menos extraño parecerá todavía si se tiene en cuenta que Brasil es uno de los principales inversores externos en territorio boliviano y que Bolivia es su principal proveedor de gas. Brasil consigue así, por segunda vez en el año –ya lo había logrado en ocasión del conflicto entre Colombia y Ecuador en el mes de marzo– llevar adelante sus posiciones sin recurrir a los organismos en los cuales EE.UU. mantiene presencia y predominio.

Si se quiere una ilustración gráfica y simplista del perfil que parece estar adquiriendo la política suramericana de nuestros días, podría decirse que, mientras Chávez vocifera y libra sus guerras de video-game, Lula aprovecha para tomar decisiones concretas sobre el teatro real de operaciones.

Si intentáramos ahora arrojar una mirada de conjunto sobre las dos grandes fuerzas en pugna no podríamos dejar de observar que el conflicto no enfrenta otra cosa que dos proyectos de desarrollo capitalista con orientaciones y respaldos sociales divergentes.

De un lado tenemos una clase regionalmente dominante que pretende negociar por su cuenta las condiciones de integración al capitalismo “globalizado” en tanto gran proveedor de soja al mercado internacional y en cuanto “custodio” de las riquezas forestales o los yacimientos petroleros y gasíferos radicados en su área de influencia así como de las generosas reservas de hierro del Mutún, que hoy son explotadas por la empresa hindú Jindal Steel & Power.

Este antagonista cuenta además –y es una completa imprudencia olvidarlo– con una importante base social seducida por el regateo con el Estado central en torno a la recaudación impositiva y por la disfuncional pero operante y ancestral escisión cultural entre los “collas” del altiplano y los “cambas” de los llanos.

Del otro lado, mientras tanto, tenemos una clase tecno-burocrática en ascenso que pretende administrar con criterios de equidad un desarrollo capitalista autóctono que se articula a las mil maravillas con la búsqueda de mayores márgenes de maniobra en el contexto “global” para el capitalismo regional latinoamericano; un proyecto con orientaciones, directivas y ritmos que han encontrado en el Estado brasilero a su buque insignia.

Y, por supuesto, este antagonista cuenta también no sólo con un respaldo ciudadano confirmado electoralmente en más de una oportunidad sino también con la capacidad agitativa de aquellos movimientos sociales que el gobierno, a través del MAS, ha conseguido cooptar y mantener dentro de su esfera de disciplinas.

A este panorama cabe agregarle el rol cada vez más activo de las Fuerzas Armadas, agazapadas detrás de una posición de apariencia neutral e institucionalista pero crecientemente inclinadas a cumplir funciones de arbitraje y, eventualmente, si las situaciones futuras así lo requirieran, a transformarse en un protagonista de primer orden dentro de la encrucijada estatal.

Ni la revolución ni el socialismo ni la capacidad innegociable de la gente para decidir su propia vida tienen algo que ver con esta supuesta polarización.

Sin embargo, no faltarán quienes estén dispuestos de todos modos a mostrar indulgencias y blanduras con el “masismo” en tanto éste sea al menos capaz de mantener una conducta consistentemente anti-imperialista. Pero este “anti-imperialismo” recidivante no es hoy más que un eco demorado y extemporáneo de una Guerra Fría que ya terminó y no puede ser calificada más que como fetichista esa estrategia política que se solaza un día sí y al siguiente también perorando contra los EE.UU. sin integrar siquiera mínimamente a sus análisis aquellas inversiones externas de procedencias múltiples –desde Brasil a la India pasando por Francia y España– y que condicionan y dilatan tanto como cualquier otra, incluyendo la de los capitalistas “nacionales”, la capacidad de los explotados por volverse de una buena vez dueños de su propio trabajo.

De tal modo, ni siquiera ese “anti-imperialismo” ramplón, que parece haber retomado a destiempo sus viejos fueros de los años 60 y 70, puede presentársenos como justificación de un actor político-social que no merece contar con nuestro beneplácito ni con nuestro silencio.

Movimientos sociales e izquierda revolucionaria

No obstante la polarización reseñada, las situaciones suelen ser más complejas y cualquier análisis mínimamente perspicaz nos informa que casi nunca es posible reducir y simplificar los antagonismos a dos y sólo dos actores en condiciones de actuar como “representantes” de las diversidades subyacentes.

Por lo pronto, es de constatar que los movimientos sociales bolivianos han bregado con resultados dispares por mantener su protagonismo en el escenario político y, si bien es inocultable la aproximación al gobierno de una buena parte de ellos, también es de señalar que sectores importantes han renunciado a ser cooptados por el Estado y no han podido ser asimilados en el formato clientelar que es característico en estos casos y que tan buenos resultados le ha dado, por ejemplo, a los gobiernos argentino y venezolano.

De tal modo, la independencia de los movimientos sociales no debe entenderse como un todo y tampoco como definitivamente constituída sino en tanto terreno en disputa, con claroscuros y altibajos que se plantean según las diversas distancias mantenidas respecto al gobierno. Por lo pronto, no es lo mismo la Federación de Cocaleros del Trópico de Cochabamba –que pocos meses atrás confirmó a Evo Morales como su secretario ejecutivo– que la constelación de grupos, de diferente tipo pero generalmente de base territorial, cuya organicidad y cuya dinámica no se encuentran directamente referidas a las políticas de Estado salvo para enfrentarlas. E incluso, es sólo a mitad de camino entre ambos extremos que habremos de encontrarnos, por ejemplo, con la mítica pero debilitada Central Obrera Boliviana, que en estos momentos se perfila como la materialización social colectiva de la llamada “agenda de octubre”.

Pero no hay en Bolivia –como no lo hay en ningún país de América Latina– ningún elemento de unificación en abstracto: lo proletario queda seriamente puesto en tela de juicio toda vez que se recuerden los agudos choques habidos en octubre del 2006 entre mineros asalariados y mineros cooperativistas, lo campesino tambalea si se piensa que algunas organizaciones guaraníes se han opuesto a la toma de tierras en el Oriente por parte de pobladores procedentes del altiplano y lo indígena se desvanece si reparamos en que el propio proyecto de reforma constitucional prevé en su artículo 5º el reconocimiento nada menos que de 36 lenguas originarias diferentes como expresión de comunidades que no pocas veces rivalizan entre sí.

En este contexto, la izquierda setentista y de pretensión revolucionaria queda atrapada en su tozudo etapismo, en su perimida concepción del Estado y en su negativa a admitir que el mundo y la región ya no son los mismos que eran medio siglo atrás.

Siendo así, esta izquierda no puede plantearle al gobierno otra alternativa general que no sea el cumplimiento de sus compromisos electorales previos, agotándose en la “agenda de octubre” y concentrando todas sus energías en la “liberación nacional” o en la “segunda independencia”; una consigna de los años 60 del siglo pasado que ni siquiera fue correcta en aquel entonces.

Lo que queda planteado de este modo es una doble escena: por un lado, la gestión del Estado, como consecuencia de la distribución electoral de los cargos institucionales y de la dinámica correspondiente; y, por el otro, la movilización social orientada prevalentemente a reclamar cambios en esa gestión que eventualmente vuelven a remitir a la centralidad del Estado y en definitiva a la noria electoral.

Mientras tanto, una tercera escena todavía borrosa, dispersa, inestable y de escasa visibilidad remite sobre todo a la completa autonomía de los movimientos sociales y al trazado no de una agenda de realización estatal que se extravíe en el mercado de los programas político-partidarios sino de un conjunto de prácticas contra los mil poderes establecidos y por establecerse; prácticas capaces de activar múltiples insumisiones y rebeldías, capaces de generar haceres autogestionarios propios, capaces de reunirse transversalmente y capaces de confluir en reales alzamientos colectivos. En definitiva, eso fue lo que ocurrió en abril del 2000 y en octubre del 2003, en que los movimientos sociales libraron dos Guerras que iban más allá del agua y del gas respectivamente para plantarle cara al Estado mismo.

Anarquistas, a pesar de todo

No es una novedad para nadie que el movimiento anarquista es abrumadoramente minoritario en Bolivia y en cualquier otro lugar del planeta y que seguramente habrá de seguir siéndolo por un buen tiempo más. Pero reconocer esto no tiene nada de original porque así ha sido siempre y en todas partes, salvo en algunos países y durante las décadas de auge del anarcosindicalismo.

No obstante, es de señalar que los años más recientes han escenificado en un lado y en otro una reaparición cierta del movimiento anarquista; una reaparición lenta, temblorosa, que no modifica todavía nuestra situación de debilidad relativa y con infinidad de problemas por resolver pero sí firmemente apoyada en la capacidad del pensamiento y las prácticas libertarias para ofrecer respuestas profundas a muchos de los interrogantes y conflictos de nuestro tiempo y para encarnar en un mismo set la crítica radical del poder, la recuperación de la utopía y la fuerza del alzamiento cotidiano.

Este resurgimiento libertario es naturalmente alentador y un importante punto de apoyo sobre el cual reanimar nuestros sueños más preciados, pero también exige ser transitado de modo tal que nos permita emerger fortalecidos de las muy diversas situaciones en curso; en Bolivia y en cualquier otra parte.

Bolivia, por supuesto, cuenta con claves propias y distintivas que sólo los compañeros que tienen allí su arraigo militante están en condiciones de descifrar y en las que sería sumamente atrevido de nuestra parte incursionar displicentemente. Aun así, creemos que es posible entablar intercambios respetuosos a partir de ciertos criterios generales de orden metodológico que con toda probabilidad revistan entre las pautas comunes, no “nacionales” y que trascienden la situación boliviana propiamente dicha pero que también allí tienen un lugar.

Lo primero que hay que decir ya fue insinuado desde el principio mismo de estas reflexiones y consiste en descartar el anarco-cualquiercosismo como una alternativa saludable y promisoria. Adoptar una posición y un compromiso anarquistas no es lo mismo que ponerse un vistoso traje de fiesta cuando el espectáculo político ofrece un espacio para las extravagancias; ser anarquista implica saber de buenas a primeras que habrán de mantenerse relaciones escasamente placenteras con todo aquello que pueda estar asociado con el principio de autoridad; incluso en sus formas blandas y supuestamente “provisorias” o “transicionales”. Más aún: optar, si las hubiera, por aquellas materializaciones menos peligrosas, menos malas o menos crueles del principio de autoridad es una forma de reconocerlo como tabla de salvación así sea ocasionalmente y renunciar, por tanto, a aquello que constituye precisamente nuestra razón de ser.

En tal sentido, bien puede sostenerse que ser anarquista, sin “complejo de minoría”, es también un acto de orfandad salvaje y de orgullosa convicción de todos aquellos que individual y/o colectivamente se niegan a ser segundones y acompañantes de procesos ajenos y cuya disposición básica consiste en dar vida a procesos propios y genuinamente emancipadores. Parece lógico suponer que, al menos entre anarquistas, esto debería constituir un punto de partida y un entendimiento común.

Por otra parte, intuir un proceso propio y darle vida no alude a otra cosa que a la definición de prácticas de lucha contra toda forma de poder de unos hombres sobre otros y de hacerlo aquí y ahora; incluso aceptando que no todas las formas de poder tienen la misma importancia, la misma gravedad o la misma capacidad de derivación.

Desde un punto de vista anarquista no tiene sentido alguno esa visión etapista según la cual en este momento histórico no hay lugar más que para el enfrentamiento de la oligarquía agro-exportadora y el capital “imperialista”, esperando confiadamente medio siglo para habérselas con el capitalismo “nacional”, una centuria entera para ajustar cuentas con la burocracia estatal y así sucesivamente; en una secuencia evolucionista e imaginaria que jamás habrá de acontecer.

Menos sentido tiene todavía suponer que los países latinoamericanos atraviesan hoy por una etapa histórica tan siquiera parecida a la de 200 años atrás y que, ahora sí, una nueva generación de caudillos militares criollos genuinamente nacionalistas se encargará de expulsar a las tropas extranjeras y habrá de forjar nuestra segunda y definitiva independencia. Y todo esto carece de sentido por cuanto ignora la enorme complejidad de las tramas de poder que nos abruman y las muchas genealogías que las explican, reduciendo los antagonismos a la simple oposición colonia-metrópoli y disolviendo mágicamente el mare mágnum de conflictos en su expresión más sencilla y teóricamente tranquilizadora; y, lo que es peor, dilatando la conquista de una vida en libertad, de una vida socialista, para el tiempo de las calendas griegas.

Una constatación adicional consiste en el reconocimiento de que un proyecto anarquista es lo suficientemente específico como para no admitir mediatizaciones y lavativas. Adoptar una posición rotundamente anti-capitalista, anti-estatista y anti-autoritaria no puede querer decir que se está dispuesto a transar a mitad de camino para acabar sosteniendo posiciones semi-socialistas y semi-libertarias: algo que generalmente se presenta íntimamente asociado con esa expectativa sin confirmación conocida de que es posible un entendimiento completo con otras fuerzas de “intención revolucionaria”; un entendimiento que sólo podría plasmarse previa pérdida definitiva de nuestra personalidad constitutiva o mediante una resignada e indefinida postergación.

Sin embargo, lo que sí resulta factible es procesar entendimientos parciales que tengan que ver con planes de acción concretos, labrados de cara a las organizaciones de base y en su seno, como expresión de solidaridades y luchas compartidas. Pero, incluso así, ello no puede querer decir que habremos de estar dispuestos a mixturar nuestra identidad teórica, ideológica, política, organizativa y de acción en aras de una “unidad” o de una inexorable y mecanicista “acumulación de fuerzas” que estarían por encima de nuestras concepciones.

Esas concepciones –que son las que nos constituyen en tanto anarquistas– sólo pueden sobrevivir y desarrollarse en tanto no las transformemos en objeto de mediatización y negociación puesto que son el signo mismo de nuestra existencia como movimiento.

De lo que se trata, entonces, es de asumir y defender a rajatabla, a ultranza, un proyecto propio e intransferible; y se trata de hacerlo en el seno mismo de las relaciones de poder -de todas las relaciones de poder-, en torno a las cuales, precisamente, es que se constituyen los movimientos sociales.

No hace falta discutir que en el contorno de dichas relaciones, el pensamiento y las prácticas anarquistas se ubican decididamente como resistencia al poder; y no para revertirlo, dulcificarlo, sustituirlo o duplicarlo sino simplemente para negarlo y hacerlo añicos en una convivencialidad revolucionaria propia de hombres y mujeres libres, iguales y solidarios.

Es la riqueza y diversidad de movimientos de los sin-poder la que puede, a través de la autogestión de sus luchas, hacer realidad esa quimera; sin que importe demasiado ahora conocer al detalle los avances y los retrocesos, las pulsaciones vertiginosas o las construcciones paulatinas. Es en esa malla de dominaciones y resistencias que habrá que moverse en Bolivia tanto como en cualquier otro lugar: contra la explotación del trabajo, contra el patriarcado, contra los sacerdocios avejentados, contra los saberes monopólicos, contra las instituciones militares, contra el racismo, contra la depredación de la naturaleza y contra tantas otras cosas que es preferible detener aquí mismo cualquier intento de enumeración.

Nadie ha dicho, por supuesto, que se trate de un viaje de placer y tampoco creemos que alguien lo haya pensado de ese modo alguna vez. Asumirse como anarquista es un bochorno casi por definición; es un riesgo, una irreverencia y una osadía que difícilmente pueda esperar la inmediata aprobación de la tribuna. Somos pocos por ahora, es cierto, pero eso no debilita esas convicciones asumidas libremente y que sólo pueden ser defendidas con el mayor de los entusiasmos.

En tanto anarquistas elegimos enfrentarnos al Estado, al capital y a la autoridad en general; y eso no es otra cosa que una desvergüenza y un motivo de orgullo, nuestro descaro y nuestra única condecoración. A las polarizaciones y radicalizaciones ajenas respondemos con nuestras propias polarizaciones y nuestra propia radicalización, convencidos que tal vez se trate de un camino circunstancialmente estrecho pero que al menos es inconfundiblemente nuestro.

Sabemos que en Bolivia hay compañeros que piensan de este modo y ellos merecen ahora y siempre la más franca solidaridad del movimiento anarquista internacional; una solidaridad que cubre también a todas aquellas luchas que tengan por norte un mundo en el que la libertad sea la exclusiva voz de mando.

De eso se trata, cueste lo que cueste; y precisamente por eso somos anarquistas, a pesar de todo.

Precisiones

 El proyecto de “capitalismo andino-amazónico” es una construcción teórica del creativo vicepresidente boliviano Álvaro García Linera y en ello ha insistido sin pelos en la lengua e incluso desde un ángulo que él llama “marxista clásico” desde antes de su asunción del mando. Ver, al respecto, la entrevista realizada por Miguel Lora para Bolpress y radicada en  www.bolpress.com/art.php?Cod=2005003649.

 Sobre el tipo de concepciones existentes detrás de los reclamos “autonomistas” es útil recurrir a la presentación conjunta de entrevistas a Marinkovic, Dabdoub y Costas disponible en www.eforobolivia.org/sitio/leerNotaEspecifico.php?id=4121&categoria=1.

 El imperialismo. Detrás de esta afirmación se encubre una crítica a la trillada “teoría del imperialismo” de factura soviética que no será posible discutir en este momento. Desde nuestro punto de vista, dicha “teoría” es utilizada hoy casi de modo reflejo por todavía vastos contingentes de izquierda sin reparar en que la misma no sólo no puede dar cuenta del actual sistema inter-estatal de relaciones de poder sino que produce, como efecto de arrastre, errores estratégicos garrafales.

Sin embargo, debería ser obvio que impugnar una concepción ampliamente superada por el proceso histórico no implica ni por un instante eximir de responsabilidades a los sucesivos gobiernos de los Estados Unidos ni a las agencias ejecutoras de sus políticas sino ubicarlos en un marco conceptual diferente previamente liberado de los esquematismos panfletarios de uso corriente.

Para una consideración algo más detenida que la actual, véase nuestro trabajo “Anarquismo, anti-imperialismo, Cuba y Venezuela: un diálogo fraternal (pero sin concesiones) con Pablo Moras” en http://lahaine.org/index.php?blog=3&p=11497.

Ciertos cálculos sitúan la incidencia brasileña en la economía boliviana en el entorno del 20% de su Producto Bruto Interno. Por cierto, esta articulación de los capitales brasileños debería ser distinguida en un análisis más fino de aquella que se vislumbra en la actuación de las agencias gubernamentales de los EE.UU.: una distinción que la “teoría del imperialismo”, aplicada al bulto y sin bemoles, no suele exhibir.

 Ver, para una elaboración de signo libertario, sobre la Guerra del Agua, el artículo de Carlos Crespo Flores “Cinco lecciones para las luchas anti-neoliberales en Bolivia” www.ainfos.ca/03/apr/ainfos00287.html) y, para la Guerra del Gas, el trabajo de Juan Perelman Fajardo Las mil mesetas de la Guerra del Gas; Ediciones Combate, La Paz, 2004.

 Ya hemos hecho mención antes a lo erróneo de suponer la existencia necesaria de una etapa de “liberación nacional” y corresponde enfatizar ahora en que tal supuesto se vuelve más anacrónico aún en el tiempo de una economía de flujos y altamente internacionalizada. Por añadidura, en el caso boliviano, hasta el propio reformismo oficial plasmado en la nueva constitución considera que el país constituye un “Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario”, por muy enrevesada que sea dicha expresión.

* Ensayista.

 

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