Brasil, el fin de un sueño

La condena por la justicia del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, es el broche final de la ofensiva contra el proyecto de convertir a Brasil en una nación independiente de Estados Unidos y con proyección propia en el escenario regional y global. Otros dos arietes de esa estrategia llevan meses en prisión: Marcelo Odebrecht, director de la empresa que construye submarinos, y el vicealmirante Othon Luiz Pinheiro da Silva, el padre del programa nuclear brasileño.

El proyecto Brasil Potencia tiene una larga historia que se remonta, como mínimo, hasta la década de 1950 cuando el segundo gobierno de Getúlio Vargas (1951-1954). En su carta-testamento, Vargas sugiere que estaba siendo acosado por presiones de Washington, que no aceptaba, entre otras, su opción por un desarrollo autónomo del área nuclear. Luché contra la expoliación de Brasil, escribe poco antes de dispararse al corazón, el 24 de agosto de 1954 (goo.gl/nf2DrF).

Poco después, en 1959, el presidente desarrollista Juscelino Kubitschek (1956-1960) denunció al FMI y a los enemigos del Brasil independiente de intentar forzar una capitulación nacional, a fin de que la industria cayese en manos extranjeras, según afirma Alberto Moniz Bandeira en su obra Presencia de Estados Unidos en Brasil (Corregidor, 2010, p. 453).

Una década después, las ambiciones de los militares brasileños fueron plasmadas por el general y geopolítico Golbery do Couto e Silva. El militar escribió una obra decisiva, Geopolítica del Brasil (México, El Cid, 1978), donde diseña el papel de su país en la región: alianza con Washington contra el comunismo, expansión interna hacia la Amazonia y externa hacia el Pacífico para cumplir su destino manifiesto.

Defendía la idea de que Brasil debe engrandecerse o perecer, política que fue la brújula del principal think tank del Sur, la Escuela Superior de Guerra, donde se formaron los mayores cuadros de la burguesía brasileña. Entre ellos Marcelo Odebrecht, quien en la revista de la Asociación de Graduados de la ESG agradecía, hace sólo seis años, la vocación y el compromiso de las fuerzas armadas en la formación de líderes públicos y privados, a la vez que destacaba que sus doctrinas contribuyen efectivamente al desarrollo nacional (goo.gl/SSMKCn).

No es ninguna casualidad que las grandes empresas brasileñas (Camargo Correa, Odebrecht, Gerdau, Votorantim, Andrade Gutierrez, entre otras) hayan crecido bajo el ala de las grandes obras del régimen militar (1964-1985).

El principal proyecto atómico de Brasil, el Programa Nuclear de la Marina, fue creado en 1979 y en apenas una década consiguió dominar el ciclo completo de enriquecimiento de uranio con centrifugadoras desarrolladas en el país. La reacción de Washington fue tan dura como la que propició en la década de 1950 la ofensiva contra Vargas. El país fue colocado en una lista negra para impedirle importar materiales para su programa nuclear.

El vicealmirante Othon era el principal gestor del programa, razón por la que fue monitoreado por agentes de la CIA durante varios años, según medios cercanos a los militares (goo.gl/AjsBWU). Su prestigio era tan grande que obtuvo ocho medallas militares. En 2015 fue detenido en el marco de la Operación Lava Jato, acusado de corrupción y desvío de fondos desde su cargo de director de Eletronuclear, la estatal que construye y opera las usinas nucleares.

El programa nuclear fue reactivado bajo el gobierno de Lula, luego del parón de la década privatizadora. En 2008 se descubrieron los yacimientos de petróleo off shore, llamados Pre-sal, lo que movió al gobierno a establecer un acuerdo con Francia para la construcción del primer submarino nuclear, destinado a resguardar la Amazonia Azul (costa atlántica) de donde proviene 90 por ciento de la producción petrolífera.

Odebrecht fue la empresa designada por Lula, sin concurso, para construir el astillero y una base naval para submarinos en la bahía de Sepetiba, en Río de Janeiro. La confianza de Lula en la empresa se debe a la extensa relación entre la familia Odebrecht y el dirigente del PT, que se inició en las postrimerías de la dictadura cuando despuntaba como líder sindical.

Marcelo, el CEO de la empresa destinada a cumplir los sueños de una defensa independiente de Washington y la multinacional privada más fuerte del país, fue detenido apenas ocho semanas antes que el vicealmirante Othon. Al empresario lo condenaron a 19 años, aunque luego negoció una delación premiada que reduce su pena. Othon se llevó la mayor condena que han tenido los 144 encarcelados por Lava Jato: 43 años de cárcel.

Bajo los dos gobiernos de Lula (2003-2010), Brasil sentó las bases de la integración regional mediante la creación de la Unasur y la Celac, sin la presencia de Estados Unidos, y fue un miembro destacado de los BRICS. Realizó enormes obras de infraestructura, algunas en la misma dirección que los gobiernos militares, como la represa de Belo Monte, y potenció como ningún otro gobierno democrático la renovación de las fuerzas armadas.

Las tres biografías tienen un punto en común: desde ámbitos bien distintos, pugnaron por un proyecto propio de gran potencia para Brasil, lo que inevitablemente molestó a Estados Unidos. Subestimaron al imperio, probablemente por confiar en la democracia.

Los grandes empresarios suelen ser corruptos, de lo contrario no llegarían a acumular tanta riqueza. Los militares son el peor aparato del Estado y sobre eso cabe poca discusión, salvo para quienes sueñan con milicos democráticos o socialistas.

No creo que ningún presidente en ninguna parte del mundo sea inocente, por algo llegan a ese lugar. Se puede ser corrupto robando o sólo haciendo promesas que, saben, nunca cumplirán.

En el caso de Brasil, la cuestión no es la corrupción, sino la necesidad de echar abajo un proyecto de largo aliento que soñaba con modificar la relación geopolítica de fuerzas sin arriesgarse a combatir.

*Periodista uruguayo, especializado en los movimientos sociales de América Latina, docente e investigador en la Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor de varios colectivos sociales.

Anexo 1
Brasil: conspiración oligárquica

Editorial de La Jornada

El miércoles 12 el juez de primera instancia Sergio Moro sentenció al ex presidente brasileño Luis Inacio Lula da Silva a nueve años y seis meses de cárcel por un supuesto acto de corrupción en el que éste habría recibido un departamento de lujo a cambio de favorecer a un contratista. La sentencia, que ya fue apelada por el ex mandatario, también lo inhabilita para ocupar cargos públicos durante 19 años. Tras el fallo judicial, el líder histórico del Partido de los Trabajadores (PT) afirmó su inocencia y ratificó su voluntad de contender en la elección presidencial del año entrante, en la cual es señalado ampliamente como favorito por todos los sondeos.

La resolución del juez Moro, emitida sin que exista registro de propiedad alguno que acredite la propiedad del inmueble por parte del político de izquierda, deja al descubierto que el caso contra Lula no es sino una continuación y un intento de consumar la interrupción del orden institucional abierta con el golpe de Estado parlamentario contra la mandataria democráticamente electa Dilma Rousseff. Cabe recordar que el mismo Sergio Moro jugó un papel central en el golpeteo político que hace un año llevó a la destitución de Rousseff y puso al frente de Brasil al impresentable vicepresidente Michel Temer, envuelto desde antes de convertirse en titular del Ejecutivo en interminables escándalos de soborno y uso indebido del poder.

Además de distraer a la ciudadanía de los múltiples abusos del régimen de Temer, esta conjura para impedir que el PT vuelva al gobierno constituye un asalto al poder por parte de intereses oligárquicos y corruptos, empeñados en consolidar mediante un uso descaradamente mafioso de las instituciones el giro neoliberal que fue cuatro veces derrotado en las urnas por da Silva y Rousseff. A este entramado local debe sumarse un inocultable componente geoestratégico en el que intereses foráneos buscan desterrar de manera definitiva el proyecto nacionalista y de cooperación que los mandatarios emanados de la lucha social echaron a andar en la mayor economía del subcontinente.

Con lo dicho, resulta inevitable trazar un paralelo entre la conspiración judicial y legislativa en curso en la potencia sudamericana y el intento de desafuero contra Andrés Manuel López Obrador, impulsado sin el menor recato legal por el presidente panista Vicente Fox cuando el entonces gobernante de la Ciudad de México encabezaba todas las encuestas rumbo a las elecciones de 2006. Al igual que sucede en la persecución contra Lula, amplias franjas de la clase política y la práctica totalidad de los medios de comunicación brindaron entonces apoyo entusiasta a una acusación construida sobre bases fraudulentas y sin mínimo sustento jurídico.

Más allá de las evidentes irregularidades en el caso contra el más popular político brasileño de las décadas recientes, a escala regional asistimos al creciente recurso, por parte de grupos de intereses ilegítimos e inconfesables, de las vías judiciales para excluir de los procesos electorales a fuerzas de diversos signos, pero que comparten la aspiración de modificar el modelo económico depredador imperante. Esta práctica, incontestablemente espuria y vergonzosa, supone una obstrucción de la institucionalidad democrática que desvirtúa lo judicial y lo electoral con el fin último de remplazar la voluntad ciudadana por los juzgados.

Anexo 2

Lula, condenado 

El País, España

La condena en primera instancia a nueve años de cárcel por corrupción pasiva y lavado de dinero del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva no es una buena noticia para Brasil. Además del grave golpe a la figura más emblemática del gigante sudamericano en los últimos años, ahonda la situación de incertidumbre política e institucional en la que ya se encuentra el país y abre un complicadísimo horizonte hasta las próximas elecciones presidenciales, previstas para octubre de 2018.

Lula es una figura clave en el pasado reciente de un país que ha logrado convertirse en una de las principales economías del mundo en la que 30 millones de personas han podido salir de la pobreza e incorporarse a la clase media. A la polémica destitución de la presidenta Dilma Rousseff —recordemos que no fue acusada de corrupción sino de maquillajes contables—, se une ahora la revelación de una extendida corrupción endémica y una nueva tormenta institucional con el procesamiento por corrupción contra el actual presidente, Michel Temer.

En ese contexto, Lula había planteado su retorno a la política como una operación de salvación nacional, y también de rescate de su debilitado partido. Ahora ese proyecto queda en el aire y cuestionado en su viabilidad.

Dado que la condena es recurrible —quedando desde ese momento suspendida y, por tanto, habilitando al expresidente a volverse a presentar a unas elecciones— el veredicto no aparta a Lula definitivamente del escenario político. Pero supone sin duda un durísimo revés tanto para sus aspiraciones personales como para las de su formación, el Partido de los Trabajadores (PT), que tiene la obligación de seguir aspirando a representar legítimamente los intereses de una importante proporción de brasileños. El problema es que el PT, que lleva años golpeado por los escándalos, había recurrido a Lula casi como último cartucho y ahora no tiene un plan B. El que el resto de los partidos importantes estén casi igualmente desarbolados, lejos de constituir un magro consuelo, da muestra del aterrador estado en el que se encuentra el panorama político brasileño.

Una mayoría abrumadora de los responsables políticos de los últimos años han estado operando en una maquinaria engrasada por la corrupción. Quienes no han participado directamente en ella han mirado hacia otro lado o no han hecho lo suficiente por combatirla.

Brasil dio un salto de gigante, recibiendo la admiración de todo el mundo y convirtiéndose en exitoso ejemplo para muchos países y sociedades. Sin embargo, la corrupción siempre termina devorando los sistemas a los que parasita. En este caso, además de la ruina política e institucional, ha hecho que la clase política esté completamente desacreditada ante la opinión pública. Un descrédito que unido al estancamiento económico, fruto en parte de la parálisis en la toma de decisiones políticas, puede contagiarse rápidamente al propio sistema democrático y ser aprovechado por el discurso populista que ya ha demostrado su eficacia en otras latitudes. Y Brasil no es inmune a este tipo de manipulaciones.

Anexo 3
Una condena política

Página12, Por Juan Manuel Karg

Es difícil leer de otra manera el fallo del juez Sergio Moro más que como una condena política, que busca un cimbronazo (más) en un país que desde hace tres años vive de sobresaltos institucionales, en medio de una severa crisis económico-social. ¿Cómo caracterizar de otro modo a una condena a 9 años de prisión para quien encabeza todas las encuestas presidenciales conocidas rumbo al 2018? Es una condena política, con todas las letras, por un departamento del cual no hay prueba alguna (firma, contrato, mudanza, etc) que demuestre que sea del ex presidente, tal como quedó demostrado en la audiencia, meses atrás.

Quien condena al histórico dirigente sindical es el pirotécnico y mediático juez Moro, quien aparece en decenas de fotografías sonriendo junto a Aécio Neves -seriamente implicado en la causa Lava Jato- y al tambaleante Michel Temer, quien en estos días pudiera ser reemplazado por Rodrigo Maia. Muy lejos de la equidistancia política bajo la cual la mass media regional intenta situar a Moro, es un juez cuyo objetivo final ha quedado claro: que Lula no compita (o lo haga seriamente condicionado) en las elecciones presidenciales de 2018. La campaña de la derecha -la misma que le hizo el golpe a Rousseff- tendrá ahora un seguro slogan en caso que el pernambucano decida igualmente competir: “¿Cómo votar a alguien ya condenado?”.

Sin embargo, la historia latinoamericana muestra que la estrategia de la derecha brasileña es bien riesgosa, pudiendo volverse un boomerang. Lula no solo encabeza las encuestas de intención de voto rumbo al año próximo, sino que los sondeos lo muestran como el ex presidente vivo mejor valorado de la historia de su país. Gobernó en un período de bonanza económica y redistribuyó. ¿Alcanzará esta condena en primera instancia para bajar sus indíces de popularidad, o podrá esto ser visto como una arbitraria decisión de aquellos que ya efectuaron un golpe a la democracia brasileña durante 2016? Las próximas semanas dirán. Lula, que sobrevivió a cuatro décadas de asedio del grupo Globo, piensa sobrevivir al juez Moro.

Brasil aparenta ser un experimento de la derecha regional en varios sentidos. Primero porque encabeza un profundo ajuste luego de una década de ampliación de derechos: Temer recortó la inversión social, principalmente en salud y educación, por las próximas dos décadas y acaba de aprobar en el Senado una reforma laboral profundamente regresiva. Pero además porque la persecución a Lula puede mostrar un espejo en el cual mirarse Argentina y Paraguay, donde Cristina Fernández de Kirchner y Fernando Lugo, respectivamente, aún mantienen una pujante actividad político-electoral.

La condena a Lula, además de ser política, parece ser un mensaje del establishment al conjunto de los líderes populares de la región que, aún con las corporaciones mediáticas, judiciales y financieras en contra, siguen encabezando las encuestas. ¿Estaremos ingresando en la fase de un “Plan Cóndor judicial”, tal como afirmó recientemente Eugenio Raúl Zaffaroni? ¿Hasta dónde se animarán la derecha brasileña y latinoamericana en este intento de “restauración conservadora” que vive el continente? ¿Se vienen nuevas “condenas políticas” en el Cono Sur? Las preguntas están sobre la mesa. Mientras tanto, la defensa del ex presidente brasileño apelará la medida y recurrirá al tribunal de segunda instancia, que ahora tendrá sobre sus espaldas el peso de definir si ratifica o absuelve.

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