Bufones criollos y contemporáneos
El oficio de bufón fue ejercido desde antiguo por locos o cortos de espíritu, pero la realidad de nuestro tiempo, les otorga la calidad de artistas insuperables. Basta examinar las abundantes ofertas del mercado. Una verdadera plaga de bufones, como la peste negra, ha irrumpido en el escenario criollo. Acaso no sea tan dañino tenerlos actuando, si pensamos lo mediocre que es nuestra realidad, al compararla con los bufones internacionales.
Don Nicolasito, el bufón de Felipe IV, demostró ser un tipo singular, pero se hacía el tonto para escapar de las iras de quienes se sentían ofendidos cuando actuaba. Dicen que sus chanzas y sátiras enardecían a quienes pululaban alrededor del rey. Como los bufones estaban facultados para decir improperios, zaherir al más pintado, aunque fuese el propio monarca, nadie se atrevía a cuestionarlos. Era la expresión oculta del rey o del magnate que los utilizaba para ridiculizar al prójimo. No cualquiera tenía un bufón en aquella época, ni tampoco lo tiene en la nuestra.
Antes eran atrabiliarios, sueltos de lengua, ingeniosos y hasta sus patrones se podían ver envueltos en la maraña de sus dichos libertinos. De allí que, más de un bufón terminó ajusticiado a veces de una manera demasiado cruel, para que sirviese de escarmiento. Hoy actúan con mesura porque quienes los contratan, no desean hacer el ridículo si son objeto de sus bufonadas. «De nuestros músculos -dice el escritor chileno Dionisio Albarrán- quizá la lengua sea el más difícil de manejar».
Por necesidad han arribado a nuestra república a medias, y se les ve muy insertos en la política. Otros, merodean en la farándula y se destacan por su verborrea gelatinosa. Desde luego, no usan traje bicolor, gorro en cresta de gallo, orejas de asno y bastón, pero se las ingenian para no decepcionar a quienes son sus mentores, o si se quiere, sus magnánimos patrones No tienen la gracia de sus famosos antepasados, como Will Somers el insigne bufón de Enrique VIII.
BUFONES CLASIFICADOS
El oficio de imitar, aunque es una actividad demasiado socorrida, es la más utilizada por ellos. Hay bufones de distintas jerarquías y precios, como suele ser la amplia oferta en una economía abierta. Incluso, pueden ser importados y las ofertas abundan. Entre los más divertidos están aquellos que hace un tiempo manejaban un vocabulario apasionado de tinte revolucionario, que hacía temblar a la oligarquía; sin embargo, poco a poco empezaron a bajar el tono de sus críticas. Bien podrían llamarse bufones de ocasión, tránsfugas o celestinas, aunque a ellos les gusta llamarse renovados. Por lo general, participan de informantes y en honor a la verdad lo hacen de maravillas. Ahora, son los voceros mejor remunerados del medio y se esfuerzan por imitar a Tribulet, el bufón inmortalizado por Rabelais.
Otros, aquellos que siempre han oficiado de tales porque les seduce, que manejan la sátira con regular propiedad, ofrecen al exigente mercado su pluma o la péndola. Especialistas en panegíricos, lavados de cabeza y pies, escriben en los diarios oficiales, otros menos oficiales y se desgañitan haciendo loas al patrón. Hablan de la libertad de expresión, pero se cuidan de no tocar ni con el pétalo de una rosa a quien les da de comer en la mano.
En el Congreso Nacional los hay de distinto pelaje. De primera hasta tercera clase, sin considerar a quienes no se les puede catalogar. Conocido es aquel senador de pequeña estatura, militante de la UDI que se cree ingenioso, pero si hubiese vivido en la época donde los bufones brillaban por su talento, no habría sido contratado ni para limpiar las letrinas de su Majestad. Verlo actuar es una delicia, por mucho que sea un contra sentido, pues nos recuerda a los bufones de Shakespeare, amigos de ingeniosas y punzantes sátiras. Mientras éstos irradian agudeza, hacen reír de veras por lo que dicen y por lo que no dicen, nuestro bufón desmerece. Es reiterativo, majadero, solapado, pero el tipejo posa de gracioso. Algo es algo en un medio nada de exigente. Quizá toda su gracia esté en la risita de bobalicón que pone en las entrevistas, risa que no dudamos es sincera.
A lo sumo, su gracia debería alcanzar para ponerse un gorro de piel y cola de vaca, empeñado en divertir al pueblo en los meses previos a las elecciones presidenciales. En este tema es insuperable. Quienes lo conocen de cerca, aseguran que lo han visto acondicionar su disfraz, mientras otros desempolvan sus trajes de demócratas.
En el mismo medio hay bufones graves. Así es. Su gracia consiste en hablar siempre como si estuviesen dictando cátedra en algún paraninfo universitario. Engolan la voz, gesticulan para darse aires de tribuno y lanzan frases aprendidas en libros que nadie lee.
La literatura universal está plagada de bufones, donde los hay con alma de bufón, por necesidad o por servilismo. Esta misma clasificación se da en nuestra república entrampada. También en la plástica, los bufones recrean las mejores pinturas de los maestros españoles, y en la ópera, donde Rigoletto, de Verdi, es el más destacado. En los circos hacen de payasos y en Chile los hay de jerarquía. Quizá los más graciosos hacen de las suyas en los circos pobres, ya que no tienen compromiso con nadie.
¿Cómo podríamos identificar al bufón criollo para conocer el grado de su servilismo? Tarea que encomendamos a nuestros amables lectores, cuya acuciosidad y espíritu crítico, siempre hemos sabido valorar.
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* Escritor, Premio Municipal de Santiago de Chile.
Artículo tomado honorablemente de Anaquel Austral http://virginia-vidal.com).
Publicado originalmente en la revista Punto Final de Santiago (www.puntofinal.cl).>