Caos, terrorismo, poesía y amor loco

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

CAOS

Caos nunca murio. Bloque primordial sin esculpir, único excelentísimo monstruo, inerte y espontáneo, más ultravioleta que ninguna ideología (como las sombras antes de Babilonia), la homogénea unidad original del ser todavía irradia serena como los negros pendones de los Asesinos, perpetua y azarosamente ebria.

Caos precede a todo principio de orden y entropía, no es ni Dios ni gusano, sus deseos insensatos abarcan y definen toda posible coreografía, todo éter y flogisto sin sentido: sus máscaras son cristalizaciones de su propia falta de rostro, como las nubes.

Todo en la naturaleza es perfectamente real incluyendo la conciencia, no hay absolutamente nada de lo que preocuparse. No sólo se han roto las cadenas de la ley, es que nunca existieron; los demonios nunca guardaron las estrellas, el Imperio jamás se fundó, a Eros no le creció la barba.

No, escucha, lo que ocurrió fue esto: te mintieron, te vendieron ideas sobre el bien y el mal, te hicieron desconfiar de tu cuerpo y te avergonzaron de tu profesión del Caos, se inventaron palabras de asco por tu amor molecular, te mesmerizaron con su indiferencia, te aburrieron con la civilización y con todas sus roñosas emociones.

No hay devenir, ni revolución, ni lucha, ni sendero; tú ya eres el monarca de tu propia piel; tu inviolable libertad sólo espera completarse en el amor de otros monarcas: una política del sueño, urgente como el azul del cielo.

Despojarse de todos los derechos y dudas ilusorias de la historia exige la economía de una legendaria edad de piedra; chamanes y no curas, bardos y no señores, cazadores no policías, recolectores de pereza paleolítica, dulces como la sangre, van desnudos como un signo o pintados como pájaros, en equilibrio sobre la ola de la presencia explícita, sobre el ahora y siempre sin relojes.

Los agentes del Caos dirigen candentes miradas a cualquiera que sea capaz de atestiguar su condición, su fiebre de lux et voluptas. Sólo estoy despierto en lo que amo y deseo hasta el punto del terror; todo lo demás no es sino mobiliario amortajado, anestesia cotidiana, cagadas mentales, aburrimiento subreptil de los regímenes totalitarios, censura banal y dolor inútil.

Los Avatares del Caos hacen de espías, saboteadores criminales del amour fou, ni altruistas ni egoístas, accesibles como niños, con los modales de los bárbaros, excoriados de obsesiones, en el paro, sensualmente perturbados, ángeles-lobo, espejos de contemplación, ojos como flores, piratas de todo signo y sentido.

Y aquí estamos arrastrándonos por las grietas entre las paredes de la iglesia estado escuela y fábrica, todos los monolitos paranoicos. Separados de la tribu por una nostalgia feraz escarbamos túneles tras las palabras perdidas, las bombas imaginarias.

La última acción posible es la que define la propia percepción, un cordón de oro invisible nos conecta: baile ilegal en los pasillos del juzgado. Si hubiera de besarte aquí lo llamarían un acto de terrorismo; así es que llevémonos las pistolas a la cama y despertemos la ciudad a medianoche, como bandidos borrachos, celebrando con andanadas, el mensaje del sabor del Caos.

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TP: TERRORISMO POÉTICO

Bailes inverosímiles en cajeros automáticos nocturnos. Despliegues pirotécnicos ilegales. Land art, obras terrestres como extraños artefactos alienígenas desperdigados por los parques naturales. Allana moradas pero en vez de robar, deja objetos poético-terroristas. Secuestra a alguien y hazlos felices.

Elige a alguien al azar y convéncele de ser el heredero de una inmensa, inútil y asombrosa fortuna –digamos 5.000 hectáreas de Antártica, un viejo elefante de circo, un orfanato en Bombay o una colección de manuscritos alquímicos–. Al final terminará por darse cuenta de que por unos momentos ha creído en algo extraordinario, y se verá quizás conducido a buscar como resultado una forma más intensa de existencia. Instala placas conmemorativas de latón en lugares (públicos o privados) en los que has experimentado una revelación o has tenido una experiencia sexual particularmente gratificante, etc.

Ve desnudo como un signo.

Convoca una huelga en tu escuela o lugar de trabajo sobre las bases de que no satisfacen tus necesidades de indolencia y belleza espiritual.

El arte del graffiti prestó cierta gracia a los laidos subterráneos del metro y a los rígidos monumentos públicos; el TP también puede ser creado para lugares públicos: poemas garabateados en los lavabos del juzgado, pequeños fetiches abandonados en parques y restaurantes, arte en fotocopias bajo el limpiaparabrisas de los automóviles estacionados, consignas en grandes caracteres pegadas por las paredes de los patios de recreo, cartas anónimas enviadas a destinatarios conocidos o al azar (fraude postal), retransmisiones piratas de radio, cemento fresco…

La reacción o el choque estético provocados por el TP en la audiencia han de ser al menos tan intensos como la agitación propia del terror –asco penetrante, excitación sexual, asombro supersticioso, angustia dadaesca, una ruptura intuitiva repentina– no importa si el TP va dirigido a una sola o a muchas personas, no importa si va «firmado» o es anónimo, si no transforma la vida de alguien –aparte de la del artista– es que no funciona.

El TP es un acto en un Teatro de la Crueldad que no tiene ni escenario, ni filas de asientos, ni localidades, ni paredes. Con objeto de que funcione en absoluto, el TP debe desvincularse categóricamente de toda estructura convencional del consumo de arte –galerías, publicaciones, media–. Incluso las tácticas de guerrilla situacionistas de teatro callejero resultan ya demasiado conocidas y previsibles.

Una seducción exquisita –conducida no sólo por la causa de la mutua satisfacción sino también como acto consciente en una vida deliberadamente bella– puede ser el TP definitivo. El terrorista P se comporta como un estafador cuyo objetivo no es el dinero sino el cambio.

No hagas TP para otros artistas, hazlo para gente que no repare –al menos por un momento– en que lo que has hecho es arte. Evita las categorías artísticas reconocibles, evita la política, no te quedes a discutir, no seas sentimental; se implacable, arriésgate, practica el vandalismo sólo en lo que ha de ser desfigurado, haz algo que los niños puedan recordar toda la vida –pero no seas espontáneo a menos que la musa del TP te posea–-.

Vístete. Deja un nombre falso. Se legendario. El mejor TP está contra la ley, pero que no te pillen. Arte como crimen; crimen como arte.

 AMOUR FOU

El amor fou no es democracia social, no es un parlamento de dos. Las actas de sus reuniones secretas tratan de significados demasiado enormes, aunque demasiado precisos para la prosa. Ni esto ni aquello –su libro de emblemas tiembla en tus manos–.

Naturalmente se caga en los maestros de escuela y la policía, pero se burla de ideólogos y liberacionistas también –no es una habitación limpia y bien iluminada–. Un charlatán topológico proyectó sus pasillos y parques abandonados, su decoración emboscada de negro luminoso y rojo maníaco membranoso.

Cada uno de nosotros es dueño de la mitad del mapa; como dos potentados del renacimiento definimos una nueva cultura con nuestra mezcla anatema de cuerpos, con nuestra emulsión de fluidos –las junturas imaginarias de nuestra ciudad-estado se desdibujan en nuestro sudor–.

El anarquismo ontológico nunca volvió de su última excursión de pesca. Mientras nadie se chive al FBI, a Caos le importa poco el futuro de nuestra civilización. El amour fou sólo se cría por accidente –su objetivo principal es la ingestión de la galaxia–. Es una conspiración para la transmutación.

Su único interés por la familia reside en la posibilidad de incesto («¡Críatelos tú!» «¡Cada humano un faraón!») –¡Oh mi más sincera lectora, mi semejante, mi hermana/hermano!– y en la masturbación de un niño descubre oculta (como en la pelota de una flor de papel japonesa) la imagen del desmoronamiento del Estado.

Las palabras pertenecen al que las usa sólo hasta que otro las vuelve a robar. Los surrealistas se desgraciaron al vender el amour fou a la máquina fantasma de la abstracción; buscaron en la inconsciencia, y en esto siguieron a De Sade –que sólo quiso «libertad» para que adultos blancos destriparan a mujeres y niños–.

El amour fou está saturado de su propia estética, se colma hasta los propios bordes con las trayectorias de sus gestos, marcha con relojes de ángeles, no es el destino oportuno para comisarios y tenderos. Su ego se evapora en la mutabilidad del deseo, su espíritu comunal se marchita en el egoísmo de la obsesión.

El amour fou implica una sexualidad no ordinaria en la medida en que la brujería exige una conciencia no ordinaria. El mundo anglosajón post-protestante canaliza toda su sensualidad reprimida hacia la publicidad y se escinde en turbas enfrentadas: mojigatos histéricos contra clones promiscuos y antiguos ex solteros. El AF no quiere unirse al ejército de nadie, no toma parte en las guerras de género, se aburre con la igualdad de oportunidades en el empleo (de hecho rehusa trabajar para vivir), no se queja, no da explicaciones, nunca vota y nunca paga impuestos.

Al AF le gustaría ver gestar y nacer a cada bastardo; el AF prospera con ardides antientrópicos; al AF le encanta que lo acosen los niños; el AF es mejor que una oración, mejor que la sinsemilla; el AF lleva la luna y las palmeras allá por donde va. El AF admira el tropicalismo, el sabotaje, el i>break dance, a Layla y Majnum, el olor de la pólvora y del esperma.

El AF es siempre ilegal, ya vaya disfrazado de matrimonio o de tropa de boyscouts; siempre borracho, ya en el vino de sus propias secreciones o en el humo de sus propias virtudes polimorfas. No es el trastorno de los sentidos sino más bien su apoteosis –no el resultado de la libertad sino su precondición–. Lux et voluptas.

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En Los pasquines del anarquismo ontológico dedicados a Ustad Mahmud Ali Abd al Khabir.
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El primer libro de Bey se publica en Nueva York en 1985; desde entonces diferentes ediciones oficiales en distintas lenguas –cálculo aproximado– han vendido unos 25.000 ejemplares. Pero cuidado con la información. Hakim Bey no cree en eso de los derechos de autor y en convertir la propiedad intelectual en un negocio; como resultado probablemente sus obras han llegado a cientos de miles de lectores, convirtiéndolo en un cuasi masivo “personaje de culto” que llaman.

Los textos de Hakim Bey recorren la web como un incendio, inapagable porque no quema nada que no esté ya destruido. Los hemos tomado de una publicación que no convendría dejar pasar inadvertida (www.traidores.org/caos) no más sea por el hecho de que ninguna “persona decente” la recomendaría –de conocer su existencia–.

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