Capitalismo del siglo XXI: a dos años del «viernes negro»

Michael R. Krätke.*

Se cumplieron dos años del "viernes negro" que cayó en lunes. En ese lunes 15 de septiembre de 2008 Lehman Brothers, el número cuatro de los cinco grandes de Wall Street, tuvo que declararse en proceso de concurso de acreedores. Es, hasta la fecha, la mayor quiebra de la historia económica de los EEUU y emitió ondas de choque por todo el globo terrestre.

Unos pocos días antes, el gobierno estadounidense, en no poca medida urgido por el Banco Central chino, había tenido que rescatar a los dos gigantes hipotecarios Fannie y Freddie; AIG, la mayor empresa aseguradora del mundo, luchaba por la supervivencia, y el gobierno estadounidense había tenido que intervenir de nuevo con una ayuda milmillonaria.

Lehman Brothers no fue salvado como Bear Stearns, el menor de los cinco grandes, que lo había sido cinco meses antes, a diferencia de Merrill Lynch, número tres de Wall Street, que con ayuda pública fue adquirido por Bank of America.

En el caso de Lehman Brothers, el gobierno se negó a respaldar la adquisición por terceros del gran banco en bancarrota. La crisis financiera mundial, que por entonces llevaba ya un año en curso, había llegado a su punto culminante y el sistema financiero estaba al borde del desplome. Por doquiera entraban las bolsas en caída libre, y todo, salvo los empréstitos públicos, caía a plomo, los índices bursátiles bajaban al sótano, el Dow Jones se precipitaba 500 puntos y luego siguieron caídas aún más espectaculares.

Pánico generalizado en todo el mundo, el núcleo cordial del mercado monetario internacional, el crédito interbancario, prácticamente se paró, y en todo el mundo intervinieron los gobiernos con centenares de miles de millones para evitar el desplome por todos temido.

Hank Paulson, el ministro de finanzas estadounidense y antiguo jefe de Goldman Sachs, asombró al mundo y al Congreso de los EEUU con un programa de 700.000 millones de dólares para salvar a Wall Street. Merced a una serie de drásticas acciones emprendidas por los Estados y los bancos centrales en las semanas y meses siguientes, se contuvo el pánico. Pero entonces la crisis golpeó de lleno a la llamada economía real, al comercio internacional y a la industria mundial.

Las consecuencias duran hasta el día de hoy.
 
¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo es posible que uno de los mayores bancos de inversión del mundo, una empresa financiera que operaba a escala planetaria, uno de los "global players" más importantes del sector financiero internacional se desplomara de la mañana a la noche?

La verdad detrás de los interrogantes

Seiscientos mil millones de deuda quebraron la columna vertebral de Lehman. Hoy todavía cientos de especialistas de primer nivel siguen devanándose los sesos a tiempo completo para desentrañar lo ocurrido en la quiebra de Lehman.

A diario salen a la luz nuevos hechos. Ya meses antes de la quiebra oficial —eso muestran los informes de que se dispone ahora— Lehman se halla de hecho en quiebra y solo se mantenía recurriendo a avilantados trucos contables. También hicieron lo suyo algunos de sus competidores en Wall Street que, como su mejor enemigo, Goldman Sachs, especularon alegremente apostando al desplome de Lehman.

Durante todo el verano de 2008, Lehman trató de modificar su estatus oficial y pasar de ser un banco de inversiones a ser un banco comercial, a fin de lograr ayuda y garantías públicas. El archirrival Goldman Sachs consiguió en septiembre lo que se le negó a Lehman. Too big to fail, demasiado grande para caer, es una fórmula que no parece haber funcionado aquí.
 
La verdad es harto sencilla: el gobierno estadounidense se aterrorizó a la vista de unos riesgos de dimensiones planetarias que parecían escapar a su control. Cuando cayó Lehman, el banco tenía casi un millón de contratos de derivados en curso desparramados por 80 países distintos. Demasiado complejo y con demasiado alcance como para poder todavía dominarlo; demasiado peligroso eso de comprometerse con miles de pozos sin fondo.

El gobierno estadounidense no tenía el menor deseo de responder por las pérdidas de bancos extranjeros, señaladamente alemanes, con dinero del contribuyente. Eso tendrían que hacerlo los propios alemanes. Y éstos, comenzando por Steinbruck [el ministro socialdemócrata de finanzas en el primer gobierno Merkel] habían dejado dicho, alto y caro, que la crisis financiera no era cosa suya: luego, con neblinosa nocturnidad, tuvieron que improvisar paquetes de rescate para los grandes bancos y cajas de ahorros alemanes que estaban metidos hasta el cuello en el asunto.

La quiebra de Lehman costó miles de millones al Fondo de Garantía de Depósitos alemán, y el banco KfW, de propiedad federal, terminó naufragando. Para evitar que el Hypo Real Estate y otros grandes bancos alemanes en quiebra llegaran al concurso de acreedores, el Parlamento Federal alemán aprobó por procedimiento de urgencia una ley en octubre de 2008. Para poder movilizar de la noche a la mañana 600.000 millones de euros, hubo que prescindir de varias reglas del juego parlamentario.

Un procedimiento concursal "a la Lehman" hubiera costado mucho menos al contribuyente alemán. Aun si no hubiera fluido un solo euro lo cierto es que, sin el apoyo del Estado, a los bancos les habría ido mucho peor en la crisis financiera. De los precios de mercado y de las calificaciones de las agencias puede inferirse con bastante precisión cuál es el valor de la mano protectora del Estado. El apoyo del Estado significa para los bancos entre dos y cuatro grados de calificación al alza por parte de las agencias.
 
Así pues, los Estados apoyan y rescatan: por doquiera y a porfía. Desde el 15 de septiembre de 2008 tenemos los mayores y más costosos paquetes de rescate, los mayores programas de coyuntura de todos los tiempos capitalistas. La quiebra mundial del capital financiero fue combatida con una ampliación sin ejemplo histórico del crédito público. Una vez ganada la batalla, los héroes se sientan sobre una montaña de deuda, y no saben cómo bajarse de ella.

Sólo las acciones de rescate del sector financiero han costado la friolera del 25% del PIB mundial, es decir, nada menos que 15 billones de dólares (según los más bien conservadores cálculos del FMI).
 
El fin de un modelo

La caída de Lehman Brothers marcó el fin del tan alabado modelo de Wall Street; un fin, en todo caso, provisional. El 15 de septiembre de 2008 resultó meridianamente claro hasta qué punto había cambiado en veinte años el capitalismo realmente existente. La crisis financiera a escala planetaria de 2008/2009 sólo resiste la comparación con un acontecimiento: la crisis crediticia de 1929/1931.

Entonces, la muerte bancaria masiva, el desplome del curso internacional del crédito y del pago, el colapso de la economía mundial. Hoy una crisis mundial de dimensiones similares; pudo evitarse el colapso con procedimientos de perentoria urgencia y costos gigantescos, merced a una inopinadamente rápida reacción de los gobiernos y los bancos centrales. Algunas veces, incluso con acciones concertadas de los principales países capitalistas. Y como dicho, con indecibles costes: las pérdidas efectivas dimanantes de la crisis financiera montan cuatro veces la suma gastada en las medidas de rescate bancario.

Según los conservadores cálculos del FMI, la producción mundial se ha desplomado en 2008 y 2009 entre un 6,5% y un 7%, lo que significa un mínimo de cuatro billones de dólares. EEUU, la economía más grande del mundo, han perdido entre siete y ocho millones de puestos de trabajo. La cosa puede ir para muy largo —y las crisis pasadas a menudo han ido para largo— hasta que las pérdidas sean finalmente enjugadas.

Una década de estancamiento —conforme al modelo japonés— puede llegar a costar entre 60 y 200 billones de dólares. Tendremos todavía que seguir royendo por mucho tiempo las montañas de deuda que han ido amontonado los gobiernos para evitar el Gran Crac.
 
¿Ley de Murphy? No, más bien una combinación de Murphy y Gresham. [1]
 
Contra Murphy se puede decir lo siguiente: que la gran crisis financiera era de todo punto imprevisible es un cuento. A esa leyenda de Lehman —"nadie podía preverlo"— se aferra hasta hoy la clase política. Pero la coalición rojiverde [socialdemócratas y verdes] alemana estaba avisada desde 2003.

Cuando la coalición negriroja [cristianodemócratas y socialdemócratas] anunció alegremente en noviembre de 2005 la "ampliación del mercado de titulizaciones" como objetivo del gobierno, la locura del mercado subprime norteamericano era ya cosa públicamente conocida. Los bancos alemanes otorgaron centenares de miles de euros de créditos hipotecarios a conductores californianos de autobús con ingresos inferiores a los 2.000 euros anuales. No directamente, sino a través de intermediarios varios que ningún dirigente bancario vio o contactó jamás.

En el caso de Lehman Brothers, una sección concedió malos créditos a clientes peor que malos, mientras la otra sección apostaba lucrativamente a que esos mismos créditos pincharían en un plazo previsible.

Cuando la burbuja inmobiliaria norteamericana estalló en noviembre de 2007, se vio inmediatamente la implicación de los bancos europeos en el asunto, lo que se ignoró tranquilamente. Cuando la crisis financiera alcanzó su punto culminante en septiembre de 2008, los gobiernos eran chantajeables y fueron chantajeados, según observó muy acertadamente la señora Merkel. Pero esos mismos gobiernos y todos sus precursores se habían librado antes a la construcción de una "arquitectura financiera" que fue la que posibilitó un desastre de tamaña magnitud y propició la propia vulnerabilidad al chantaje.

Que el sector financiero y la política oficial andan estrechamente ligados, era y es un secreto a voces en los EEUU y en Gran Bretaña. Nadie se engaña sobre el poder político de la aristocracia financiera en los países que encabezan el llamado "capitalismo de los mercados financieros". Sólo Alemania prefiere darse a entender lo que no cree.

A favor de Gresham se puede decir: con la caída de Lehman Brothers se develó la extrema disposición a las crisis de una estructura financiera mundial que —por traer a colación una fecha simbólica— desde el Big Bang del año 1987 se creía firmemente afianzada. Períodos en que la alta finanza dominaba los mercados mundiales los hubo ya antes.

Pero nunca antes tamaño imperio de la llamada industria financiera sobre la economía capitalista; nunca antes habían conseguido los capitalistas financieros beneficios de un 40% o más del total de los beneficios empresariales (como en los EEUU de los años 90); nunca antes llegaron los capitales del sector financiero a montar entre un 180% y un 200% del PIB (como en los países anglosajones).

Nunca antes se desmandó a tal punto el volumen de transacciones en los mercados financieros internacionales, para pasar de ser 15 veces el PIB mundial en el año 1990 a ser 70 veces el PIB mundial en el año 2007. Especulación, la hubo siempre, es tan vieja como el capitalismo; sobreespeculción, burbujas especulativas que estallaban, las hubo en todas las crisis financieras anteriores.

Nunca antes hubo, empero, tamaño imperio de la especulación pura, una especulación que multiplica por 70 el volumen de los negocios con sentido de las aseguradoras, negocios ligados a transacciones reales en las bolsas de divisas y de futuros de mercancías.

Nunca antes se procedió como hoy a tan radical desmontaje de inveteradas diferenciaciones: entre bancos y entidades no bancarias, o entre bancos, aseguradoras y fondos de inversión libre (hedge funds). Todo lo estamental y estancado entre la finanza y la industria, o aun dentro de la "industria financiera", se desvanece, en efecto, en el aire, y todos, todos, practican sobre poco más o menos el mismo juego. Empresarios y ejecutivos se han convertido en meros jugadores.

Se suponía que la AIG, rescatada en septiembre de 2008, era la mayor aseguradora del mundo. Error. Era, al propio tiempo, una aseguradora, un banco internacional y un fondo de inversiones que operaba aventureramente a escala planetaria. La estadística financiera lo corrobora por lo magnífico: todos se comportan de la misma suerte, todos son tahúres. 

En favor de la permanente actualidad de Gresham puede añadirse todavía esto: en el desorden sin remedio del capitalismo de los mercados financieros ha cambiado hasta ahora poca cosa. Los bancos recién rescatados siguen actuando como si tal cosa; sólo la concentración del capital financiero se ha acelerado radicalmente gracias a la crisis. Nuestros reguladores se permiten de vez en cuando, al estilo de la señora Merkel, algunas palabras fuertes; tampoco Basilea III [2] busca hacer entrar seriamente a los especuladores habituales en razón, una razón que esos círculos no sabrían ni deletrear.

No nos hallamos en el año uno de la crisis, sino en su cuarto año: eso dijo con asombrosa claridad el presidente de la República Federal alemana, Weber, hace unos días. Y es de justicia reconocerle que esta vez llevaba razón.

[1] La llamada "ley de Murphy" dice que cuando una cosa puede ir mal, irá mal. La "ley de Gresham" (enunciada por un economista inglés que responde a ese nombre en el siglo XIX, cuando el dinero podía todavía acuñarse en monedas de metales distintos, como oro, plata o cobre) dice que la moneda mala termina siempre por retirar de la circulación a la moneda buena.
[2] Las reuniones de Basilea buscan la autorregulación bancaria. El tercer encuentro al que alude Krätke se celebró hace pocos días en esa ciudad suiza.

* Profesor de política económica y derecho fiscal en la Universidad de Ámsterdam y catedrático de economía política y director del Instituto de Estudios Superiores de la Universidad de Láncaster en el Reino Unido; integra el Consejo Editorial de www.sinpermiso.info
Es también coeditor de la nueva MEGA, el gran proyecto internacional de edición crítica de las obras completas de Marx y Engels.
En www.other-news.info/noticias

 

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