Caravaggio

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Decidí ir a Madrid a ver la excelente exposición que hace algunas semanas montó el Prado sobre Caravaggio, porque leí en algún sitio que Georges de la Tour había sido influenciado por este patriota. No me arrepiento. Entre otras cosas verifiqué, una vez más, que los grandes pintores se inspiran de sus predecesores, recreando temas ya tratados una y mil veces. Superándolos a veces. En la materia Picasso fue un maestro. De la Tour, antes que él, también.

Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610), como su nombre no lo indica, nació en Milán. La peste obligó su familia a emigrar a Caravaggio, pueblito del que le quedó el nombre. Desde niño marcó su deseo de ser pintor. Su maestro, Simone Peterzano, “pintor de segunda fila”, es más conocido por haber instruido a Caravaggio que por sus obras.

Tú no ignoras que quién paga la música pide la melodía. En esa época el billete lo ponía la Iglesia. Durante los años mozos de Caravaggio, Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, -prelado piadoso de esos que ya no se fabrican-, dictaba los temas, las formas y el gusto. En su tratado Instructiones Fabricae et Supellectilis Ecclesiasticae (1577), Borromeo le dedicó un breve capítulo a las “Imágenes y pinturas sagradas”. Allí expuso las exigencias del Concilio de Trento, según las cuales el arte religioso debía ser decoroso y evitar las herejías. La pintura debía incitar a la piedad y evitar la novedad, “rehuyendo todo lo profano, vil u obsceno, deshonesto o provocador.” Si eras pintor, lo tenías claro.

Sin embargo –de origen dizque noble– Caravaggio tenía malas pulgas y no siempre fue ejemplar. Solía elegir como modelos a prostitutas y mendigos (la costumbre perduró a través de los siglos y si no me crees vete a ver lo que hacían los impresionistas del siglo XIX…). En su obra La muerte de la Virgen, la cara de María es la de una prostituta que murió ahogada en el Tevere. Uno supone que después de servir de modelo y, muy probablemente, alegrarle los bajos a Caravaggio.

Los que saben, le han reprochado a Caravaggio su realismo y la elección de sus modelos. Cuando no hay mucho que criticar, los mediocres siempre encuentran un detallito. En cuanto a los temas, costaba salir de la adoración del sufrimiento y de la muerte tan propios al cristianismo. Durante siglos la pintura se inspiró –es un decir– de la influencia de la Iglesia. Aparte uno que otro mecenas laico, las obras eran realizadas a pedido, para decoración de iglesias, basílicas, catedrales y palacios episcopales. Amén de la edificación de los mortales. Jodida ley de la oferta y la demanda…

Baco
Baco

Como quiera que fuese, Caravaggio, –y otros pintores–, se las arreglaron para pintar otra cosa que crucificados, lacerados, torturados, atormentados, asaeteados, acuchillados, degollados y martirologios varios. En El tañedor de laúd pone un joven de belleza algo femenina, sensual, rodeado de instrumentos de música. La vida, el placer, mal visto por la Iglesia, se infiltraba a pesar de todo. Su Baco muestra una figura algo andrógina, semidesnuda, una copa de vino en la mano, mientras en la mesa aguardan un decanteur casi lleno con el precioso líquido y una cesta de frutas maduras. Más placer.

Tres siglos más tarde Théofile Gauthier, diría de Caravaggio: “parece haber vivido en garitos y tugurios.” Como su contemporáneo, ¡un cierto Toulouse Lautrec! El tema de Los tahúres (1594-1595) de Caravaggio, sería recreado en El tahúr de Georges de la Tour (1630), lo que parece demostrar que ambos no se limitaron a frecuentar iglesias.

Lo cierto es que Caravaggio alcanzó una técnica pictórica envidiable, dejándole a los temas religiosos unas cuantas obras de arte como La cena de Emaús, cuya magia de la luz y los claroscuros inspiraría más tarde no sólo a Georges de la Tour sino a generaciones de pintores, hasta Delacroix, Géricault, Courbet y Manet.

Caravaggio asumió una ruptura con la pintura como se la conocía hasta entonces. Se liberó de una mirada que privilegiaba lo ‘académico’ para adentrarse en un realismo que cambió la pintura para siempre, diciéndole adiós al Renacentismo.

Sus protectores lograron obtener para él un encargo que consagraría su celebridad y su arte, al tiempo que desencadenaría aún más controversias: El Martirio de San Mateo, y La Vocación de San Mateo, dos cuadros que nunca se movieron de una de las iglesias más frecuentadas de Roma: San Luis de los Franceses.

Antes de seguir a Jesús, el judío Mateo oficiaba de recolector de impuestos por cuenta del imperio romano. Caravaggio ilustra el misterio de la vocación con una escena contemporánea: una estancia confundida durante mucho tiempo con una taberna, que en realidad era el telonio, lugar donde se recaudaban los impuestos. Mateo hace las cuentas y Jesús aparece, designándolo con la mano. Una vez más el milagro de la luz, que esta vez incide desde lo alto a la derecha, generando esos claroscuros que maravillaron hasta a Rembrandt.

Como más tarde Georges de la Tour –la puerta estaba abierta– Caravaggio se permite acomodar el milagro divino a la vida cotidiana, con seres de carne y hueso. Viejos y viejas de huesos deformados, jóvenes sensuales, prostitutas, artesanos, la vida misma. En aquellos tiempos solían quemarte vivo por menos que eso.

Caravaggio, contemporáneo de Giordano Bruno, –astrónomo, filósofo, matemático y poeta–, no puede haber ignorado los años de tortura sufridas por Bruno a manos del Vaticano y el papa Clemente VIII. Bruno sostenía, contra el dogma papal, que el sol era una simple estrella como millones de otras estrellas en el Universo. Lo que le costó la hoguera.

Salirse del marco del dogma, de lo comúnmente aceptado, osar la ruptura, abrir los ojos, mostrar otros caminos, buscar la verdad, su propia verdad, es un sendero que Caravaggio no dudó en seguir, abriéndole así las puertas a siglos de creación artística que hoy nos maravilla.

En 1606, Caravaggio –pendenciero como siempre– mató a un hombre en una reyerta y se vio obligado a huir de Roma. Nunca pudo regresar. Murió cuatro años más tarde, en una playa solitaria, aquejado de malaria. Y fue olvidado durante tres siglos. Su nombre volvió a la superficie a fines del siglo XIX.

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