Chile: Colapso neoliberal y el fin de la posdictadura/ Y ahora, ¿qué?
Chile ha vivido jornadas de protestas ciudadanas que no tienen antecedentes en la memoria colectiva inmediata. Es posible hallar momentos parecidos durante la dictadura, aun cuando todos responden a estrategias canalizadas y ordenadas con objetivos políticos más acotados y visibles.
Las protestas que sacuden todas las ciudades chilenas en estos días, gatilladas por un asunto aparentemente tan menor como un alza de 30 pesos en la tarifa del Metro de Santiago, estallaron de la noche a la mañana con una intensidad pasmosa.
El ritmo de incidentes se suceden de forma acelerada. Primero en Santiago, con escolares que evaden de forma masiva el pago del Metro, seguido por barricadas, enfrentamientos con carabineros en el centro de la ciudad para dar paso el viernes 18 a una noche de fuego.
Cientos de establecimientos comerciales incendiados, millares de barricadas, saqueos a supermercados que se extienden a toda la ciudad, con énfasis en los barrios más alejados y empobrecidos y caceroleos masivos por todos los sectores de la ciudad. Durante la madrugada, el gobierno de Sebastián Piñera decreta el estado de emergencia y le entrega el manejo del orden público a un general de Ejército.
El sábado por la mañana es continuidad amplificada. En plazas, esquinas, estaciones de Metro de Santiago grupos de vecinos golpean sus cacerolas, millares de automovilistas hacen sonar sus bocinas y hacia la tarde piquetes de jóvenes arman barricadas incendiarias para interrumpir el tránsito.
Pese al despliegue de la policía y de los 500 soldados la ciudadanía sigue con sus protestas de forma masiva. A esas horas lo que había comenzado en Santiago se extiende a otras ciudades del país. Desde Concepción a Valparaíso y desde Arica a Punta Arenas. La tarifa del Metro de Santiago había sido solo la chispa.
Piñera, después de muchas horas desaparecido (una foto recorrió las redes sociales que lo mostraba en una pizzería del barrio alto mientras la ciudad ardía) dijo que revocaría el alza de 30 pesos en el ferrocarril metropolitano. Pero lo anunció demasiado tarde, cuando las protestas ya estaban no solo desbocadas sino el fuego en plena expansión.
A esa hora, y con más intensidad horas más tarde, ardían centenares de estaciones del Metro, vehículos, sucursales de bancos, supermercados, farmacias de cadenas, gasolineras, plazas de peajes, delegaciones de ministerios y alcaldías. Todo aquello que representa el poder político y, en especial, el económico. Porque el estallido social, que es político, tiene su origen en el control económico.
La masividad de las protestas han llevado al caos y al saqueo. Y ante ello, nuevamente la respuesta del gobierno ha sido el control con el decreto del toque de queda en Santiago desde las 22:00 a las 7:00 que posteriormente se replica en Valparaíso. Pese al aumento de la dotación militar en las calles y a la prohibición de circular, la población permanece en las calles hasta la madrugada. Una desobediencia que expresa también un enfrentamiento, un repudio, contra un ejército hasta el día de hoy identificado con las violaciones de los derechos humanos.
La actuación del gobierno ha sido tardía e inútil. De partida, Piñera ha demostrado que no sabe en qué país vive. Hace pocos días hablaba, sin humor ni ironía, sino tal vez por el cinismo propio de su clase o por sincera ingenuidad, que Chile era un “oasis” en Latinoamérica.
La portavoz del gobierno declaraba que el gobierno estaba preocupado por la celebración de la cumbre del Apec en noviembre y la COP25 en diciembre en tanto reafirmaba el “liderazgo” del presidente e insistía que el país debe volver a la normalidad a la brevedad.
Pero es por aquella comprensión de la “normalidad” que los chilenos se han levantado. De una normalidad basada en un orden que ha entregado la vida cotidiana, el presente y futuro de generaciones a las grandes corporaciones y su lucro desmedido.
Es el alza del transporte público, pero es también la educación con fines de lucro, la salud como negocio, los bajos salarios y las extenuantes horas laborales, las deudas masivas e imposibles, las pensiones de miseria, la corrupción política, las injusticias evidentes expresadas en las diferencias sociales, los robos millonarios realizados por oficiales de carabineros y las fuerzas armadas.
Es la exclusión social y económica, la educación deteriorada, el consumo como único horizonte y sentido de vida. Ante todo ello, las protestas son en contra de esta maldita “normalidad” impuesta por las élites. Ante este glosario de miserias la pregunta es por qué esta explosión se tardó tantos años.
Chile es un país que ha sido construido para la fruición de los grandes capitales. Con una legislación realizada por políticos corruptos comprados por las grandes corporaciones, las enormes ganancias han sido por décadas a costa de la explotación de los ciudadanos, como trabajadores y consumidores, del mismo modo como se explotan los recursos naturales.
Piñera no es el único responsable. Tal vez a la brevedad tendrá que responder con su cargo, pero esta evaluación política es muy prematura aun cuando probable. Los responsables son todos, absolutamente todos los gobiernos y políticos que han gobernado Chile desde la dictadura. Desde la “justicia (a los violadores de derechos humanos) en la medida de los posible” de Patricio Aylwin, a Ricardo Lagos, con la entrega final de todos los servicios públicos a la codicia de los grandes inversionistas.
Esta clase política está hoy en pleno silencio. Y es mejor que siga en silencio. Porque es la que hace solo una semana aprobaba una reforma tributaria para beneficiar a los más ricos, control preventivo de identidad a menores de edad o una reforma a las pensiones de las privadas AFP gatopardista.
El gobierno de Piñera insiste en la normalidad en tanto apoya la mantención del régimen que tantos beneficios les ha dado a las corporaciones y tanto dolor a los chilenos. Hasta el momento no quiere escuchar o es incapaz de comprender que esto es una rebelión que expresa el colapso neoliberal, es un choque de grandes proporciones, que no acepta reformas, postergaciones ni modificaciones tramposas. Chile ha despertado.
Este es el clamor por el fin.
*Periodista y escritor chileno, director del portal Politika. Colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
Chile: Otro estallido social contra el neoliberalismo y el establishment político: ¿y ahora qué?
Cecilia Vergara Mattei
Lo que viene o puede suceder en los próximos días en Chile es impredecible. La indignación ante los resultados político-económicos de la ideología neoliberal y del régimen corrupto del «piñerismo concertacionista», ha tocado fondo. Un pueblo chileno –sin conducción- perdió la paciencia e inició el camino de la desobediencia civil .
Chile no recuerda una resistencia civil, de carácter urbano, tan masiva, sostenida y furibunda, movilización que está aconteciendo desde el viernes a partir de la promulgación del estado de emergencia y del toque de queda.
La poblada se ha tornado en expresión de los derechos sociales inexistentes en un país que representa la caricatura del manual del liberalismo ortodoxo más doctrinario. Las relaciones sociales, vueltas mercancía; los bienes comunes privatizados; una oligarquía conservadora culturalmente y rabiosamente liberal en el plano económico, señala Andrés Figueroa.
La consigna inmediata es “Fin al estado de emergencia”. Hoy, en Chile, el miedo ya no derrota a la protesta. Por cadena nacional, Piñera informa que presentará una propuesta para “amortiguar” el alza del pasaje, pero no soluciones. Pocos habrían imaginado que Chile sería protagonista de un levantamiento popular, pero el malestar de las mayorías sociales venía acumulándose durante largos años, expresándose de manera parcial mediante luchas desagregadas.
Tras las protestas no hay partidos políticos ni organizaciones sociales puntuales. De hecho, la oposición institucional llegó tarde y ha opinado de manera tibia y distante sobre una medida gubernamental extraordinaria. Los personeros de gobierno hablan de unidad nacional y de mesas de diálogo, que no resolverán las contradicciones irreconciliables.
La situación es grave: la poblada dejó en claro que Sebastián Piñera, su gobierno y su programa fracasaron. Pero no es solo el presidente, envuelto en la corrupción y la mentira tanto de las Fuerzas Armadas como de los empresarios de estos años de concertacionismo de los partidos del sistema, tras la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet.
El estallido social es todavía muy espontáneo y puntual, como siempre ha ocurrido en el preludio de las grandes transformaciones, similar al de la Venezuela de Carlos Andrés Pérez (el Caracazo de 1989) o al de la Argentina de 2001, que hizo huir en helicóptero al presidente Fernando de la Rúa.
Ya no se trata solo de los estudiantes en los que hay que reconocer hoy los índices más elevados de resolución. Son los únicos que muestran solidaridad. Para los trabajadores y la población adulta quizá es más riesgoso encarar a las autoridades, por miedo a perder sus empleos y ser reprimidos por un estado policial que muestra el mismo discurso y muestra las mismas facultades “disuasivas” de la última dictadura cívico militar.
No hay que olvidar que en Chile aún rige la Constitución de Pinochet, las leyes y los altos presupuestos otorgados a las Fuerzas Armadas y la Gendarmería, unidas ahora por el gobierno (siguiendo el modelo sugerido por Estados Unidos) de colaborarse mutuamente a fin de encarar las tareas de seguridad. Para eso hay recursos onerosos: con la excusa de combatir la delincuencia, se reprime la acción de los estudiantes secundarios.
La poblada apuró la fragmentación de Chile Vamos, el sector de derecha que respalda a Piñera, que mostró sus fisuras discursivas.
Por su parte, la oposición, tampoco tiene programa, está dividida y rechazada por los trabajadores y la juventud. El partido Socialista está envuelto en problemas de corrupción con el narcotráfico; el partico Comunista sin representación y arraigo popular importante; la Democracia Cristiana tensionada por grupos de derecha e izquierda que no logran acuerdos con el Frente Amplio y Revolución Democrática.
El pueblo ha entrado en disposición política, ha vencido el miedo, pero falta la conducción revolucionaria y la conducción de un líder carismático, señalan los analistas.
La noche de este sábado 19 de octubre quedará en la historia: miles de ciudadanos en las calles, la policía sobrepasada, con Piñera convocando al Ejército y la ciudad capital llena de militares en las calles.
Más de 40 estaciones incendiadas del subterráneo metropolitano, saqueos e incendios en supermercados y recintos de abastos, barricadas por todos los barrios, incendios de edificios de empresas eléctricas y muchos ómnibus, quemazón del edificio del Diario El Mercurio en Valparaíso, toma de carreteras.
En 48 horas, literalmente, la ciudad de Santiago ha sido ocupada y quemada por la poblada con su resuelta desobediencia civil, que comenzó por la protesta de los estudiantes secundarios al alza del pasaje del transporte urbano, algo muy similar a la situación de Ecuador.
Con Piñera, los gobiernos de la transición de la posdictadura civil-militar chilena, mediatizada por la falsedad de la democracia representativa, comienzan a vivir una crisis irreversible.
Los gobiernos chilenos –y los medios hegemónicos- hablan sobre el milagro económico chileno, pero en el país existe una de las brechas más pronunciadas del mundo entre lo que obtienen los ricos y los pobres, caracterizándonos como una de las naciones de más alta concentración económica versus la realidad de la inmensa mayoría de la población con remuneraciones y pensiones realmente bochornosas.
El neoliberalismo chileno, el más salvaje, empieza a hacer agua frente al creciente malestar social, cuando una nueva alza en los precios de los combustibles y de la movilización colectiva ha provocado la ira de cientos de miles de trabajadores cuyos escuálidos ingresos ya no toleran ni el más mínimo aumento del costo de vida.
No hay duda que la calma social que se impuso en la posdictadura ya llega a su fin y que el pueblo chileno se convence que solo con su decidida acción podrán hacerse efectivas sus demandas, toda vez que la clase política en su conjunto se aprecia corrupta, insensible e incapaz para oficiar de representante e intermediaria ante el Estado.
* Periodista chilena, asociada al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)