Chile: ¿Dónde está el pueblo?

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Armando Uribe Echeverría

Como muchos de los que nacieron en Chile antes del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, y que participaron de un modo u otro en la aventura de la Unidad Popular, viví el exilio, en mi caso de rebote: mi padre fue el exiliado, cuyo destino compartimos todos los miembros de la familia. En lo que a mí respecta, fue desde Pekín (China), donde mi padre era embajador de Chile, que, tras un brevísimo paso por París, llegué a Bruselas en septiembre del 73 con uno de mis hermanos. Jodoigne, donde se encontraba el internado en el que fuimos ubicados, fue mi primera ciudad de exilio. Tenía 13 años. No es sin emoción que me encuentro hoy aquí ante ustedes, cincuenta años más tarde.

Me han pedido que hable de la Unidad Popular, y lo voy a hacer, pero no desde la perspectiva de las alianzas entre los partidos y movimientos que llevaron al poder al Presidente Salvador Allende en 1970 –porque esa es una cuestión muy recorrida, desde el punto de vista sociológico, histórico, teórico, filosófico o simplemente electoral. Y porque, al fin y al cabo, los análisis electorales se reducen siempre a analizar intereses coyunturales y efímeros, convergentes o divergentes, de personas y organizaciones que funcionan en un breve momento de la historia de un país. En la izquierda del espectro político, en Chile, el debate teórico de aquella época es a menudo un ejercicio de hermenéutica marxista, una exégesis y un debate sobre la interpretación correcta o incorrecta, ortodoxa o herética de los textos de Marx o Lenin.

19DE3BAC-F9E6-4855-A61A-A5AF7304114C 1 105 cTampoco voy a ahondar en los debates políticos internos al socialismo que oponían a quienes apoyaban la opción de una reforma de la sociedad a aquellos que sostenían la opción de la Revolución con mayúscula. A 50 o incluso 60 años de distancia, esa acaloradísima conversación han adquirido un aspecto metafísico, en el que la Revolución representa una divinidad trascendental y las vías para alcanzar el cielo de la justicia social son los criterios que definen la orientación de facciones políticas terrenales, unas proponiendo la lucha armada, otros la vía democrática, inseparable del socialismo en la versión de Salvador Allende. Voy a hablar de la Unidad Popular vista desde una perspectiva distinta, la de la difícil y lenta emergencia del pueblo como sujeto político de pleno derecho. Les pido de antemano indulgencia porque voy a divagar seriamente, como decía Paul Valéry, y adelantarme en lugares y tiempos muy distintos.

Valmy

Todos recordamos los actos fundadores de la República en la Francia de 1789, como el juramento del Jeu de Paume o la jornada del 4 de agosto y la abolición de los privilegios. Me gustaría destacar uno de ellos, del 20 de septiembre de 1792 en Valmy, el grito espontáneo de “¡Viva la Nación!” por parte de un ejército más o menos improvisado que había marchado a las fronteras septentrionales de Francia para defender el país contra los prusianos, decididos a derrocar el poder popular instaurado en 1789. El mes anterior, en agosto, ese grito había celebrado el derrocamiento de la monarquía y no siempre se menciona que el día siguiente de Valmy, el 21 de septiembre de 1792 en París, la Convención proclamó la abolición de la monarquía y la fundación de la primera República francesa (1). Estos gestos sucesivos señalan la transferencia de la soberanía del cuerpo del rey al cuerpo político de la nación, el pueblo. Retengamos eso: en Francia, el pueblo se convirtió en el soberano en ese momento y, a pesar de las vicisitudes del Imperio napoleónico, de la Restauración borbónica y el Segundo Imperio de Napoleón tercero, el modelo republicano, antes instalado en Estados Unidos, acabó convirtiéndose en el paradigma político de las democracias modernas.

El espíritu feudal: la América anglosajona frente a la ibérica

Hagamos ahora un breve recorrido por lo que historiadores chilenos han denominado la “construcción social de la nación” chilena (2). Para dar a entender lo que significa ese concepto, debo llamar la atención sobre el hecho fundacional también: las condiciones de la colonización en la América anglosajona y en la América hispana fueron radicalmente distintas, y explican en parte lo que quiero decir sobre el pueblo como sujeto. Un historiador francés lo resumió perfectamente a finales de los sesenta:

“Los dos periodos de colonización no fueron iguales, y los objetivos perseguidos por colonos de temperamentos disparejos no fueron los mismos, las condiciones de asentamiento de los indígenas eran totalmente diferentes y la relación entre colonos y metrópolis no tenían nada en común.. Una fue el tipo mismo de lo que se ha llamado colonización ‘explotadora’, la otra una colonización ‘de poblamiento’[…] Los primeros españoles, cuya avalancha siguió casi inmediatamente el descubrimiento de América en 1492, no fueron emigrantes que habían partido sin esperanza de regresar; eran aventureros sin familia que, según su condición, esperaban enriquecerse rápidamente saqueando o labrándose principados. En América del Norte, por lo contrario, los primeros colonos que se establecieron en Nueva Inglaterra a partir de 1620, eran emigrantes que se habían marchado sin esperanza de regreso y que venían a fundar una nueva sociedad en América. […] Los españoles eran servidores turbulentos pero eficaces de una monarquía absoluta, los puritanos ingleses, en cambio; llegaron con sus familias a realizar el ideal de una Nueva Inglaterra republicana en la que triunfaría el ideal del autogobierno. […] Descubrimiento de Chile - Wikipedia, la enciclopedia libre

En la América española, los indígenas fueron súbditos sometidos y esclavizados, pero se pretendía asimilarlos para evangelizarlos, y que fuesen lo más numerosos posible; en la América anglosajona, los nativos eran extranjeros a los que se mantuvo a distancia, con los que se establecían relaciones de fuerza que condujeron a su represión o a su exterminio […] La oposición, en fin, está dominada por el contraste entre las monarquías de Castilla y Aragón que, a principios del siglo XVI, seguían estructuralmente marcadas por la Edad Media, mientras que un siglo y medio más tarde, los conflictos surgidos entre los puritanos y la monarquía inglesa iban prefigurando las revoluciones que, en el siglo XVIII, darían paso a la era contemporánea. Una sociedad que no había repudiado el feudalismo establecía en América formas feudales degradadas, mientras que la otra sociedad, en América del Norte, intuye el capitalismo liberal y encuentra terreno fértil para él […]»(3).

Añadiría que los españoles que se arrojaron a la conquista de América habían atravesado siglos de una guerra contra el dominio moro instalado en la península desde el año 700, y que, como todos sabemos, el descubrimiento de América coincidió con el último acto de la Reconquista, la toma de Granada. Quienes se embarcaron en las naves que siguieron la estela de Cristóbal Colón iban por la gloria y las riquezas como lo habían vivido en España, con un espíritu medioeval en el que no había lugar para la idea de la antigua república romana y su SPQR, Senatus Populusque Romanus, la unión del senado y del pueblo. En América, fue cada uno para su santo y todos para la corona española. El espíritu feudal se tradujo en América por relaciones sociales articuladas en torno al principio de lealtad, es decir, en el reconocimiento implícito y explícito de una subordinación a más fuerte o más rico que uno mismo. Créase o no, este sistema predomina aún en el Chile de hoy y estructura la mentalidad de las élites locales, antiguas o nuevas, de derecha, de extrema derecha, o provengan de los sectores calificados de progresistas.

Chile, país donde en los años 1960 una parte de la población sufría aún de hambre, es un país históricamente retrógrado en cuanto a la percepción del pueblo por las élites: una turba inquietante que debe ser controlada por la fuerza; una multitud enemiga a la que hay que impedir a toda costa que tome iniciativas.

¿Independencias?

independencia chileRecordarán que, gracias a la incursión de Napoleón en la Península Ibérica en 1808, la huida del Rey de España a Bayona y su abdicación en favor de José Bonaparte, las colonias españolas de América se encontraron sin soberano ni gobernante legítimo e iniciaron un proceso de independencia. La guerra de España contra las tropas francesas permitió, en el bando español, la formación y la práctica de la gu‘erra para jóvenes oficiales venidos de América. Un pequeño número de ellos se juntó en clubes y en sociedades masónicas, convino terminar con el yugo de Madrid y de la Corte, y prestaron juramento por la independencia de las colonias. Regresaron a América para formar a su vez ejércitos, inspirados por la Revolución Francesa y las primeras guerras revolucionarias. Uno de ellos, el mayor en edad, Francisco de Miranda, uno de los libertadores de Venezuela, había participado en la batalla de Valmy (en virtud de lo cual es el único sudamericano cuyo nombre está grabado en uno de los pilares del Arco del Triunfo de París

Ahora bien, incluso esos hombres empapados de Ilustración y racionalismo, estaban convencidos de que la independencia y el gobierno de los nuevos países eran asuntos demasiado serios para preocuparse de democracia y de soberanía popular. La Revolución Francesa y sus episodios de democracia directa en las secciones y clubes habían servido de contra-ejemplo (y de antesala al Terror y a la guillotina). Ellos serían los portavoces de una idea de la democracia y de la soberanía, estrictamente conceptual. Se la invocaría siempre, no se la practicaría nunca. Los observadores notarán que este modo de entender la democracia y la soberanía sigue tan arraigada que proponer otra versión se ha hecho imposible, incluso en los círculos de izquierdas.

Percepciones

¿Me estoy alejando demasiado de la Unidad Popular? No lo creo, porque la noción de pueblo viene acompañada por dos percepciones contradictorias: la de un pueblo asimilado, convertido, pero siempre peligroso, y la de un pueblo que conformará los ejércitos de las Independencias y que participará en su propia emancipación — es la idea de que las tropas de las Independencias americanas pueden compararse al ejército de Valmy.

Hay una tercera percepción que se sobrepone a las dos anteriores y consiste en la convicción de que existió en Chile una voluntad deliberada y contínua de ser una democracia, una República, un país civilizado; la Moneda, el palacio presidencial con su galería de bustos de presidentes, es su símbolo. Mi padre, Armando Uribe, diplomático, intelectual y escritor, sostenía que en Chile había habido un proyecto de convertir esta tierra en un país civilizado, y que ese proyecto había sido perseguido y profundizado por lo gobiernos sucesivos durante 140 años, y que había que interpretar el bombardeo de la Moneda por los sediciosos de 1973, la muerte de Salvador Allende, el presidente legítimo, y la destrucción de la galería de los bustos como una voluntad declarada de poner fin a cualquier veleidad de República o de democracia, vale decir del gobierno del pueblo.

Lo que califico de tres percepciones son intuiciones sólidamente enraizadas en el subconsciente de los chilenos. La primera es constante: el pueblo, los humildes, son y deben ser considerados políticamente peligrosos. Para dar una idea de la permanencia de esta percepción propongo un ejemplo reciente, ajeno a la vida política. Cuando el terremoto aterrador de 2010 sacudió a Chile (8,8 grados en la escala de Richter), se temía el maremoto que acompaña a los grandes sismos. En una ciudad del sur del país la gente de la ciudad baja, los pobres, se habían refugiado en la ciudad alta.

Un periodista entrevistó a un habitante del barrio alto, que cuenta cómo él y sus vecinos habían organizado una milicia para mantener sus casas a salvo de los saqueadores, “las hordas de flaites”, que habían subido para escapar a la muerte. No pasó nada en fin de cuentas, no hubo robos ni saqueos, por supuesto, pero el miliciano improvisado se quedó con la impresión de pánico al verlos llegar: “Me llamó la atención la cara de los de Boca Sur —declaró— tenían una mirada un poco de odio, como diciéndote ‘tenga miedo, ahora que no hay ley, somos todos iguales’”. Frase magnífica que aglutina en un solo segmento el miedo de los demás (más pobres que uno), el odio fantasmeado y la idea que la igualdad de condiciones es abominable: ahora que no hay ley, somos todos iguales, la ley que en países como Bélgica o Francia garantiza la igualdad de todos, en Chile garantiza la desigualdad, protege contra la envidia social, y que la atroz igualdad ocurre en momentos de espanto, cuando el ciudadano queda desprotegido.

La segunda y la tercera percepción, la del ciudadano-soldado y la de la continuidad democrática, merecen ser confrontadas con la realidad histórica. Y cuando escrutamos la historia de Chile, observamos que:

  • La Junta de Gobierno de 1810 se formó en Santiago para suplir una ausencia de autoridad, un vacío de poder, y declara que se reúne para darle continuidad a la administración esperando que el Rey de España recupere su cargo. La reunión de esta nada independentista Junta es considerada como el primer acto de la independencia de Chile, que se logrará en 1818. Las guerras de independencia de Chile duraron 8 años y dividieron permanentemente a estos españoles mestizos, que aún no eran chilenos, en dos bandos: pro-españoles y pro-independentistas.
  • La guerra se prolongó después de 1818 por lo que Benjamín Vicuña Mackenna calificó de guerra a muerte (5), que duró de 1819 a 1832, y que enfrentó a chilenos pro-España y chilenos pro-Chile. Todos chilenos entonces, pero no reconciliados. 13 años de guerra, no es poco, que se suman a los 8 anteriores.
  • Una tercera guerra se superpuso a la guerra a muerte y que ahora llamamos por su nombre: una Guerra Civil entre dos facciones políticas, liberales y conservadores, que duró 12 años, de 1820 a 1832, y que terminó trágicamente en la batalla de Lircay con el triunfo de los conservadores. Sumando de 1810 a 1832, ya vamos en 22 años de guerra ininterrumpida.
  • Siguió un período de relativa calma republicana, durante el cual se proclamó la Constitución de 1833, inspirada por Diego Portales, cuya doctrina era proteger al gobierno manteniendo al pueblo dormido – en sus propias palabras: “El orden social se mantiene en Chile por el peso de la noche y porque no tenemos hombres sutiles, hábiles y cosquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública.” (Carta a Joaquín Tocornal, 16 de julio de 1832).
  • Después del asesinato de Portales, los chilenos vivieron la guerra contra la Confederación Peru-Boliviana (1837-1839) que terminó por un triunfo chileno en la batalla de Yungay. Dos años suplementarios. Van 24.
  • Si descontamos el alzamiento de los liberales en septiembre de 1851 (motín o revolución de 1851), aplastado por los conservadores en diciembre, pero agregamos la revolución de 1859, iniciada por un empresario minero (que terminaría fundando el partido radical) y finalmente aplastada por el gobierno, debemos incluir en la lista dos años suplementarios de guerra civil. Son 26.
  • Una tercera guerra se superpuso a la guerra a muerte y que ahora llamamos por su nombre: una Guerra Civil entre dos facciones políticas, liberales y conservadores, que duró 12 años, de 1820 a 1832, y que terminó trágicamente en la batalla de Lircay con el triunfo de los conservadores. Sumando de 1810 a 1832, ya vamos en 22 años de guerra ininterrumpida.
  • Siguió un período de relativa calma republicana, durante el cual se proclamó la Constitución de 1833, inspirada por Diego Portales, cuya doctrina era proteger al gobierno manteniendo al pueblo dormido – en sus propias palabras: “El orden social se mantiene en Chile por el peso de la noche y porque no tenemos hombres sutiles, hábiles y cosquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública.” (Carta a Joaquín Tocornal, 16 de julio de 1832).
  • Una nueva guerra, que duró de 1860 a 1880, conocida como la campaña de Pacificación de la Araucanía, la región del sur de Chile concedida por la corona española a la población autóctona, en mayoría Mapuche. Esta guerra fue decidida porque la República no podía reconocer ciudadanos que no estuvieran sujetos a sus propias leyes, ni territorios donde no se aplicara la ley común. Para ello, se reunió un ejército ad hoc, seguido de colonos que el Ministerio de Asuntos Exteriores chileno fue a buscar al norte de Alemania, entre los campesinos pobres de Silesia, a los que se les ofrecieron tierras, aperos de labranza y armas para ocupar las tierras que se arrebatarían a los autóctonos. Así se hizo, provocando desórdenes políticos inextricables y sufrimientos sin fin en esa región hasta el día de hoy. La Araucanía sigue siendo una región militarizada en la que se aplican leyes de seguridad del Estado y en la que la población local es asimilada a terroristas. Veinte años más de operaciones militares, y si sumo nos da 46 años.
  • Y aún queda. De 1879 a 1884 Chile libró la Guerra del Pacífico contra Bolivia y Perú otra vez, guerra que Chile ganó – y resulta inútil preguntar cómo, ya que se entiende que las tropas chilenas recibieron un entrenamiento militar casi ininterrumpido desde la Independencia. Chile ganó en esa guerra cerca de un tercio de su territorio, tierra rica en nitratos, cobre y litio. Si sumo, van 54 años de guerra.
  • Hubo una última guerra civil en el siglo, entre el 16 de enero y el 18 de septiembre de 1891, política una vez más, esta vez entre un presidente liberal (es decir, demócrata) y un congreso conservador que levantó un ejército contra el gobierno y terminó derrotándole en el campo de batalla. Un año más, son 55 años de conflictos armados, unos más intensos que otros, la mayoría de ellos entre chilenos.

Durante más de la mitad del siglo el país vivió en armas

Esta historia de Chile que acabo de esbozar, accidentada, marcial y violenta, sería según una versión, la consecuencia de una decisión temprana de las élites en el momento de la Independencia: la estructuración social de la nación requeriría medios excepcionales y la guerra sería el instrumento privilegiado para desarrollar la identidad nacional. De este modo, el pueblo asimilaría la independencia y todo lo que vino después a un acto de emancipación impregnado de un ideal de libertad a la romana: el del ciudadano-soldado. Historiadores contemporáneos que han trabajado sobre el tema muestran sin embargo que no es así, y que a lo largo del siglo XIX el pueblo chileno permaneció indiferente a las crisis políticas alentadas por la burguesía local, y se mostró más que reticente ante las incesantes campañas de reclutamiento forzoso (6).

Si consideramos sólo ese aspecto de la historia, el militar, entendemos también que la democracia representativa instaurada desde la independencia refleja a una franja delgadísima de la sociedad, y que los sucesivos gobiernos, presidencialistas como parlamentarios, consideran que el pueblo en cuyo nombre gobiernan sólo tiene que comportarse y callar. Para librar guerras casi permanentes, las élites fueron necesariamente autoritarias y se dotaron de los medios necesarios para imponer su punto de vista y “mandar sin que los incomoden” como diría Arcos. Las élites económicas, por su lado, estuvieron siempre dispuestas a apoyar al partido que defendiera sus intereses frente a un pueblo o a sus representantes con ínfulas de figurar. La lista de los conflictos armados del siglo 19, en su mayoría guerras civiles, da a entender también que la vida política no era tan apaciguadamente civilizada. La aseveración que existió una continuidad en la construcción democrática a lo largo de 140 años es válida (no se instaló una monarquía, por ejemplo, si bien ganas no faltaron) aunque parcialmente, porque no toma en cuenta al pueblo, sin el cual no hay democracia.

No hay pueblo

Los Constituyentes chilenos de 1822, como los de 1833 y 1925 –y como los de hoy, con las dos asambleas constituyentes, de mayorías opuestas elegidas sucesivamente– desconfíaban del pueblo y del ejercicio masivo e irrestricto de la soberanía popular. En 1850, había surgido un grupo de jóvenes intelectuales y artesanos chilenos, inspirados por la Revolución de 1848 en Francia, que fundaron lo que llamaron Sociedad de la Igualdad. Los dos líderes de este movimiento eran Santiago Arcos y Francisco Bilbao, que habían vivido en París. Escribe Arcos a Bilbao en 1852:

“¿Podemos sin faltar al respeto que nos debemos a nosotros mismo, como hombres nacidos libres, podemos sin ruborizarnos de ser chilenos mirar con indiferencia la triste suerte de nuestro pobre país? […] El mal gravísimo, el que mantiene al país en la triste condición en que le vemos — es la condición del pueblo, la pobreza y degradación de los nueve décimos de nuestra población. Mientras dure el inquilinaje en las haciendas, mientras el peón sea esclavo en Chile como lo era el siervo en Europa en la Edad Media, mientras exista esa influencia omnímoda del patrón sobre las autoridades subalternas, influencia que castiga la pobreza con la esclavatura, no habrá reforma posible; no habrá gobierno sólidamente establecido, el país seguirá como hoy. […] Hay 100.000 ricos que labran los campos, laborean las minas y acarrean el producto de sus haciendas con 1.400.000 pobres […] En todas partes hay pobres y ricos. Pero no en todas partes hay pobres como en Chile. En los Estados Unidos, en Inglaterra, en España hay pobres, pero allí la pobreza es un accidente, no es un estado normal. En Chile ser pobre es una condición, una clase, que la aristocracia chilena llama: rotos, plebe en las ciudades, peones, inquilinos, sirvientes en los campos, esta clase cuando habla de sí misma se llama los pobres por oposición a la otra clase, las que se apellidan entre si los caballeros, la gente decente, la gente visible y que los pobres llaman los ricos.”(6)

Benjamín Vicuña Mackenna fue secretario de la Sociedad de la Igualdad y, en un libro publicado 25 años más tarde, cuenta que había ideas, entusiasmo, exaltación, juventud, pero que aún no había pueblo. Son sus palabras exactas (7).

Los dos grandes partidos políticos de la Unidad Popular se crearon en 1922 para el PC y 1933 para el PS, inicialmente como representante de los obreros del salitre en el norte del país, luego en torno a estos mismos obreros después que sufrieran de lleno la crisis de 1929 y huyeran a las ciudades. Se desarrollaron durante el Frente Popular entre 1935 y 1948, que llevó al poder al presidente radical Pedro Aguirre Cerda en 1938, del que Salvador Allende fue ministro de la Salud a los 34 años. Los historiadores siguen discutiendo si la experiencia del Frente Popular fue positiva para las clases trabajadoras o, más bien, favorable a las clases medias. Lo que podemos constatar es que el electorado de Pedro Aguirre Cerda fue reducido: algo menos de 444.000 electores sobre 612.000 inscritos, de los cuales Pedro Aguirre Cerda obtuvo menos de 223.000 votos. En esas condiciones ¿es legítimo afirmar que el pueblo emergió entonces como sujeto político? Probablemente sí, aunque de forma modesta, y agregando que el Frente Popular terminó en una dictadura, la del radical González Videla, que traicionó a la alianza política que lo había llevado al poder.

Para volver a hablar seriamente de pueblo hay que esperar, en realidad, las elecciones de 1970, el triunfo de la Unidad Popular y la elección de Salvador Allende a la presidencia, después de tres candidaturas en 1952, 1958 y 1964, y su trabajo de hormiga, recorriendo el país de arriba abajo, hasta sus rincones más recónditos. No se crea que la designación de Allende como candidato presidencial en nombre de la coalición Unidad Popular fue fácil. Encabezar la alianza política que reunía al Partido Socialista, al Partido Comunista, al Partido Radical, al Partido Socialdemócrata, al Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU) y a Acción Popular Independiente, fue una batalla reñida, un combate de ambiciones. Allende tuvo que imponerse en el seno de su propio partido, que había votado en 1967, en el XXII Congreso de Chillán, contra su tesis de una revolución en pluralismo y la libertad, y en favor de una línea que preconizaba la violencia revolucionaria considerada legítima e inevitable.

La victoria de una coalición y de un candidato íntimamente convencido del valor de la democracia llevó a la Moneda en 1970 no sólo a un gran político, a un gran orador y a un estadista presente en la escena local durante cuarenta años, sino, curiosa y súbitamente, como emergiendo de las profundidades de la tierra donde había permanecido en silencio durante 400 años, a todo un pueblo arrastrado por un fervor (casi) sin precedentes. En su discurso de victoria del 5 de septiembre del 1970, Allende declaró:

“Este triunfo se lo debo a la humilde mujer de nuestra tierra. Le debo este triunfo al pueblo de Chile, que entrará conmigo a La Moneda el 4 de noviembre. La victoria alcanzada por ustedes tiene una honda significación nacional. Desde aquí declaro, solemnemente, que respetaré los derechos de todos los chilenos. Pero también declaro, y quiero que lo sepan definitivamente, que al llegar a La Moneda, y siendo el pueblo gobierno, cumpliremos el compromiso histórico que hemos contraído de convertir en realidad el programa de la Unidad Popular.” (8)

Sus palabras fueron perfectamente entendidas por todos, aliados y opositores. En 1970, por primera vez en su historia, el pueblo se erigió en sujeto político de pleno derecho, y la democracia iba a ejercerse sobre la base de una soberanía popular reconocida y percibida como tal. Esto fue lo que sucedió hace 53 años, y el escándalo de que pudo ser, de que pudo existir, desencadenó contra el pueblo chileno y el gobierno de Allende las jaurías de asesinos y saboteadores que condujeron al 11 de septiembre de 1973, al golpe de Estado y a una larguísima dictadura con su raudal de atrocidades y de sufrimientos nunca apaciguados. El escándalo de la democracia real, el escándalo del pueblo soberano, es insoportable. Hubo que borrarlo brutalmente, y hoy conmemoramos ese día con llanto en el corazón y lágrimas en los ojos.

Notas

(1) Yves Lacoste, Vive la Nation, 1997
(2) Julio Pinto Vallejo & Verónica Valdivia Ortiz de Zárate, ¿Todos chilenos? La construcción social de la nación, 2009
(3) Jacques Lambert, Amériques Latines, 1968
(4) Ciper Chile, Reportaje de Juan Andrés Guzmán, https://www.ciperchile.cl/2010/07/19/saqueadores-post-terremoto-ii-la-horda-que-nunca-llego-a-las-casas/
(5) Benjamín Vicuña Mackenna, La Guerra a Muerte, 1872
(6) Carta de Santiago Arcos a Francisco Bilbao, cárcel de Santiago, 29 de octubre de 1852
(7) Benjamín Vicuña Mackenna, Los Girondinos chilenos, 1875
(8) Salvador Allende, discurso de la victoria, 5 de septiembre de 1970.

*Poeta, ensayista, diplomático y abogado, experto en derecho minero, de la llamada Generación literaria de 1950, Premio Nacional de Literatura 2004 y profesor titular de La Sorbona en varias ocasiones. Conferencia pronunciada en la Maison du Peuple, Bruselas, 9 de septiembre de 2023

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