CHILE: LAS CLAVES DE UN TRIUNFO
Hace dos años, la frase se repetía a diestra y siniestra. A izquierdas y derechas. Y es que en Chile hasta el Parlamento está bajo la media latinoamericana en participación de mujeres. Sólo tiene dos senadoras (0.98%) y quince diputadas de un total de 120 (12.5 %).
¿Cómo, entonces, ocurrió el fenómeno que llevó a Michelle Bachelet a la Presidencia de Chile? Comenzó a gestarse a mediados de los 90, cuando los ciudadanos –consultados en encuestas– parecían confiar más en la probidad y en la gestión eficiente de mujeres. Autora de una profunda reforma, la ministra de justicia Soledad Alvear (abajo, der. con Bachelet) era «mejor ministro» y «político con más futuro» en esos sondeos. En ese panorama, el candidato socialista Ricardo Lagos recurrió a ella como generalísima de campaña cuando disputó la segunda vuelta presidencial en enero de 2000.
Ya en La Moneda, el presidente recompensó a Alvear con el cargo de ministra de Relaciones Exteriores, el más alto que una mujer había tenido hasta entonces. E instaló más mujeres en el alto mando del Estado, entre ellas la pediatra Michelle Bachelet en el ministerio de Salud. En total, entre ministras y subsecretarias, casi un tercio de su gabinete.
Este cambio se reforzó cuando Lagos hizo una jugada magistral en el tablero político: designó a Bachelet como ministra de Defensa. Ella se sacó el blanco delantal con que recorría hospitales y comenzó a revistar tropas. Se repitieron fotografías que la mostraban, de uniforme militar, arriba de un tanque. O subiendo a un avión de combate.
Y en un país aún traumatizado por la dictadura del general Pinochet, las dos «lecturas» le fueron favorables. Para unos significaba, finalmente, el sometimiento de las Fuerzas Armadas al poder civil. Y tenían que someterse a una mujer socialista, que fue torturada en una cárcel clandestina, hija de un general asesinado por la dictadura. Para otros, simbolizaba la reconciliación, dejar atrás acusaciones y reproches al punto de ser capaz de vestir uniforme y revalorar el papel castrense en la democracia.
Michelle Bachelet y Soledad Alvear se empinaron en las encuestas y los machistas partidos de su coalición política – la Concertación– no tuvieron más camino que doblegarse ante la opinión popular. Se convirtieron en pre-candidatas. Alvear le reconoció su mejor opción y optó por el Senado –obtuvo la primera mayoría nacional–. Y Bachelet fue la candidata oficialista, sin importar sus datos biográficos: atea en un país mayoritariamente católico, ha tenido varias convivencias conyugales y es madre soltera de tres hijos. Hay que recordar que Chile aprobó hace sólo un año una ley de divorcio, lo que obligaba a anular los contratos matrimoniales como único mecanismo legal de separación. De hecho, casi la mitad de los niños chilenos –según el último censo– nació fuera del matrimonio.
Tras el triunfo de Bachelet está la esperanza de la mayoría para que impere la probidad en política, aumente la participación ciudadana y se eleven los grados de justicia social en un Chile que –por ahora– destaca por crecer económicamente y por repartir mal ese crecimiento. La brecha entre ricos y pobres aumenta. Y los expertos saben que ese gap es, a la larga, amenaza para la estabilidad democrática.
Por vez primera, tras 16 años en el gobierno, la Concertación cuenta con mayoría en el Parlamento, al eliminarse la cuota de senadores vitalicios y designados que Pinochet creó para impedir cambios al programa económico ultra-liberal. Así, el gobierno de Bachelet nace como el más fuerte tras la dictadura. Ya no necesita de la «política de consenso», eufemismo usado para designar una anomalía. No se podía legislar sin contar con la aprobación de la derecha pinochetista.
Chile, con una mujer a la cabeza, ahora recupera otra cuota de normalidad democrática. El derecho al disenso reemplazará al obligado consenso. Y del debate entre legítimos intereses pueden emerger mejores niveles de libertad y justicia para asegurar la paz social.
————————————–
* Periodista y escritora.