Chile: ópticas, ángulos. – CUASI MILITARES, PARAMILITARES Y ESCUPITINES

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

UN MAL MILICO Y UNA COMBATIENTE FORTACHA

Vamos a dejar las ideologías de lado y a la política debajo de la alfombra, para analizar dos incidentes ocurridos durante los funerales de Pinochet. El protagonizado por (nombres supuestos) el capitán en retiro “A-III”, y por “Luz Matamala”, la fémina que rompió todos los vidrios de nuestras ventanas ante las cámaras de TV.

Camilo Taufic*

Omito la real identificación de ambos, porque no se trata de una cuestión personal. El tema es la auténtica “aptitud combatiente” de los integrantes del ejército, considerada desde un punto de vista exclusivamente técnico-profesional. Cuestión que debería estar preocupando a la opinión pública desde hace décadas. Porque sólo en la cancha se ven los gallos, y al respecto estamos a oscuras.

Si sacamos bien las cuentas, hace más de 120 años que las FFAA no se enfrentan a sangre y fuego con tropas extranjeras: Combate de La Concepción, 9 y 10 de julio de 1882; batalla de Huamachuco, 10 de julio de 1883. Incluso si le damos gusto a los fantasistas que sostienen que hubo “guerra interna” en 1973, ésta duró sólo un día –el 11 de septiembre– y se limitó a los alrededores de La Moneda.

Lo que siguió ha sido, en ocasiones, masacrar a prisioneros indefensos con las manos atadas en la espalda; ley de la fuga; fusilamientos sumarios, o disparos a la bandada contra civiles inermes en lo más desprotegido de las poblaciones periféricas de Santiago.

Lamento escribir esto, pero sé que ni al más chiflado de los generales latinoamericanos se le ocurriría considerar esas acciones como ejemplo de valor o capacidad combativa. Me consta que en Chile, en el fondo de su alma, los que “tuvieron” que dar las órdenes respectivas, sienten una oscura y acuciante vergüenza por estas acciones. ¿Alguien se atrevería a negarlo,
o a censurar estas líneas?

Los casos del capitán en retiro “A-III” y de la feroz “Luz Matamala”, en cambio, permiten aportar algunas aproximaciones al asunto, muy subjetivas desde luego, pero sin abandonar el punto de vista técnico-castrense ni ahondar en descalificaciones políticas odiosas. Así, viendo a este parcito en la tele, él me pareció un mal soldado, y ella, una excelente paramilitar.

Aunque no se pueda ignorar el duelo personal que está viviendo a los 34 años, el capitán en retiro “A-III” no impresionó bien como eventual combatiente efectivo. Mal erguido, con el uniforme que le quedaba como poncho, algo titubeante, ciñéndose probablemente a un libreto que le prepararon, parece creíble que desde hace tiempo quería irse del Ejército, que lo suyo no era la milicia, que le cargaba haber recibido sus grados como homenaje a la familia, etc.

El día del funeral, en mi concepto, “A-III” hizo lo que pudo. Cumplía una tarea, probablemente impuesta o sugerida, y no peleaba por el gusto de pelear, como la extraordinaria “Luz Matamala”.

Un amigo, fundador del FPMR y ex combatiente en Angola y Nicaragua, me dijo tras examinar juntos esa increíble performance de ella, atacando la oficina de la constructora en Apoquindo (cito textual): «¡Por la divina chupalla, compadre!… Con cien minas como ésta no sólo nos hubiéramos echado a Pinochet, sino a todo el Estado Mayor y a la mitad del Buin.

Por mi parte, es obvio que esta dama no estaba drogada ni es una loca suelta, por muy hiperkinética y karatéquica que se haya mostrado en su faena, que no podría reproducir ni la máquina de fantasías de Hollywood.

(Repito, me importa un alpiste que sea “facha” o “pinochetista”, ideologías y política aparte, ya lo dije).

Pero es obvio que esta “fiera” debe pertenecer a una organización paramilitar ilícita, monitoreada por comandos secretos desde el interior de los poderes fácticos.

“Luz” es de la misma estirpe del grupo de viejas matonas, guatonas y feroces que se infiltran en las manifestaciones pinochetistas, y sin decir agua va, golpean, mechonean, hieren y botan al suelo a las ingenuas concertacionistas, o defensoras de los derechos humanos que a veces las enfrentan en las calles, creyendo que encaran sólo a adversarias políticas y no a profesionales del terror, cuidadosamente entrenadas y que aún actúan libremente cada vez que se les ocurre… a sus jefes.

“Luz Matamala”, además, no lo olvidemos ni nos hagamos los zonzos, es la misma funcionaria clandestina que frente al Hospital Militar pateó y escupió el auto y gritoneó con los más soeces insultos al ex comandante en jefe Juan Emilio Cheyre (todos la vieron) sin que le pasara absolutamente nada, dejada en libertad por las fuerza del orden y con la ayuda de otros paramilitares, o paracarabineros, que actúan impúnemente confundidos entre la multitud en estos casos.

En resumen, hay tareas pendientes para los servicios de contrainteligencia del ejército oficial, y en cuanto a la auténtica aptitud combativa de los soldados chilenos, dejemos el juicio definitivo para cuando haya un verdadero test en el campo de batalla… ojalá que dentro de muchos, muchísimos años, o démosles de inmediato una oportunidad –y un sitio de honor– en las tareas urgentes de la reconstrucción plena de la unidad nacional.

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* Periodista y escritor.
Artículo publicado originalmente en el diario
La Nación de Santiago de Chile.

ELOGIO DE LOS ESCUPITINES

«Si el hijo de puta de Franco
se llegara a morir,
cuando pases por su tumba
no te olvides de escupir».

Cristián Joel Sánchez*

Así cantaban los españoles ante la inminente muerte de uno de los más abyectos tiranos de la Europa de la post guerra. La derecha nos negó acá en Chile este simbólico placer de escupir sobre la tumba del tirano local, así como le negó a don Sata allá en el infierno el placer de cocinar a Pinochet en el microonda de la infamia que ya le tenía preparado.

Pero he aquí que surge la brillante idea del senador Nelson Ávila de instalar un escupitín frente al palacio presidencial con el rostro y el nombre del fenecido sátrapa, para que cada chileno pueda darse el placer que se dio Francisco Cuadrado Prats, nieto del asesinado general Prats, que escupiera sobre el féretro del indigno homenajeado.

«Es la muerte una disculpa, un perdón, una esponja, una lejía para lavar crímenes». Lo dice José Saramago en su cuento Silla, retratando la muerte de un dictador, un hijo de puta, como lo son todos los dictadores.

Augusto Pinochet, tirano sanguinario y rapiñero, fue despedido de este mundo en medio de los homenajes de una clase, la de la plutocracia, que concurrió a su sepelio con todos los aditamentos que acompañaron los años de dictadura: su brazo armado, el ejército, su poder económico, los industriales, banqueros y mercachifles, y el alto clero de una Iglesia obsecuente, siempre prosternada ante la riqueza y el poder que por boca de su principal jerarca, el cardenal, encabezó todos los responsos por este ángel redentor que nos tocó por desgracia recibir aquí en la Tierra.

En medio de esa borrachera de elogios y cánticos, homenajes militares que trasgreden las ordenanzas castrenses y homenajes religiosos que trasgreden las ordenanzas de Dios, un hombre valiente, desafiando el peligro de estar en medio de la jauría, simboliza en un escupitajo al féretro, el sentir de la inmensa mayoría de este país y de la conciencia decente del mundo. Es por eso que Nelson Ávila completa su genial idea proponiendo que sea Francisco Cuadrado, el digno nieto del general Prats, el que inaugure el escupitín lanzando el primer escupitajo del oprobio.

Muerta la perra, se acaba la leva

Es la misma frase que utilizara Pinochet la mañana del 11 de septiembre cuando insinuaba a sus compinches la posibilidad de asesinar a Allende si este se rendía y aceptaba el supuesto respeto que ofrecían por la vida del presidente. Esta frase –que retrató en aquel tiempo de cuerpo entero la catadura torcida y cobarde del que más tarde se erigiera como cabecilla del golpe– le viene hoy de perillas al pensamiento íntimo que la propia derecha tiene acerca de la muerte de Pinochet.

La figura del dictador, con su secuela de sangre y odio, despreciado interna y externamente con una unanimidad pocas veces vista, comenzó a importunarle a la derecha aun antes del término de la dictadura, prolongándose como un pesado fardo por casi 20 años, vividos demás por este mamotreto empapado en sangre y forrado en dólares al que tuvo que acomodar hace dos semana en el ataúd del repudio generalizado del país y del mundo.

Jamás en la triste historia de las satrapías mundiales, se le deseo tanto la muerte a un despojo viviente como el dictador chileno que se aferró a este mundo sólo para alcanzar a ser desenmascarado en la abominable realidad de su existencia. En el entorno del gastado general no hay nadie que detestara tanto su longevidad como la dirigencia de la propia derecha.

Su muerte era esperada hace muchos años atrás, cuando todavía la amnesia del tiempo habría podido contribuir a borrar aunque fuera en parte el estigma que signa la frente del sector que lo apoyó. Pero no sólo ese sector político esperó siempre verse beneficiado con la desaparición del cadáver viviente que gravitó majaderamente sobre sus cabezas. Sus propios familiares, cuyos dineros mal habidos jamás habrían salido a la luz pública si el general hubiera tenido el buen gusto de morirse a tiempo, aguardaron también en secreto este deceso que llegó con demasiados años de retraso.

Pero veamos algo del destino negro que tuvo la derecha cuando debió elevar a este sujeto mediocre a la calidad de cabecilla de un golpe del cual ni siquiera fue su líder en momentos en que se empezó a gestar.

Cuando el cuartel es el trampolín

En momentos en que se produjo el golpe, los dueños de la riqueza de este país se congratulaban de su gran suerte de salvarse del comunismo gracias a este redentor fortuito que le trajo la divina providencia. Sin embargo, a la hora del balance y la reflexión, nada pudo haber sido más nefasto para la derecha que el general que le tocó en suerte para dar el golpe de Estado.

La historia mundial –incluida en ella la historia de Chile– consigna en sus páginas una larga lista de militares que optaron por el camino de la política alcanzando de esta forma renombre como mandatarios legales o ilegales de sus respectivos países. La gran mayoría de ellos no eran intrínsecamente militares sino políticos, aunque hubieran vestido uniforme lo que fue, en verdad, una ayuda importante en su camino al poder. Los ejemplos sobran: desde Napoleón a Hitler; desde Carlos Ibáñez a Juan Domingo Perón. En la actualidad basta nombrar al militar que más le amarga la vida a Washington: Hugo Chávez Frías en Venezuela.

Cabos, sargentos, capitanes o coroneles, sin importar el grado, escalaron por las ramas de la política tejiendo laboriosamente su camino al poder, independiente del papel positivo o negativo que hayan jugado en la historia de sus pueblos y también en la historia del mundo. Tenían claro lo que querían y lo consiguieron.

Pinochet Ugarte no. Con sus 58 años de edad, al momento de ser designado comandante en jefe por el presidente Allende, no tenía intenciones de ninguna clase, ni buenas ni malas, salvo retirarse con mejor renta si la suerte lo tocaba con su varita y ocupaba la jefatura hasta jubilar. Nada más. ¿Cómo llegó entonces a convertirse en el prototipo mundial de la barbarie y el despotismo además de acumular una fortuna incalculable que no se la habría dado la mejor de las jubilaciones?

En Chile los comandantes en jefe de las tres ramas de las Fuerzas Armadas se eligen rigurosamente por antigüedad. Al menos así ocurre en tiempos de democracia. Normalmente una quina, cinco nombres, de los más antiguos se ofrece al Presidente de la República para que designe al nuevo mandamás del estamento correspondiente. También normalmente, el Presidente respeta el escalafón y elige al más antiguo de la quina. Llevando el asunto a un ejemplo un tanto exagerado, pero real, ocurre que si dos muchachos van a inscribirse como cadetes a la Escuela Militar y uno va en el auto de sus padres y el otro en trasporte público, lo más probable es que 35 años más tarde el designado nuevo Comandante en Jefe sea el que llegó en auto porque tendrá unas cuadras más de antigúedad que el pobre que viajó en bus y llegó minutos después. Así se estila entre militares. O se estilaba.

Cuando en 1973 se produce uno de los errores más dramáticos de la Unidad Popular, el de aceptar la renuncia del General Carlos Prats, a la sazón comandante en jefe del ejército, para no «inquietar» a las FFAA, el presidente Allende opta por el trámite de rigor que comentamos más arriba: designa como reemplazante al más antiguo de la lista y la elección recae en un oscuro general de mirada huidiza, falto de clase, mínimo de palabras (no por prudente sino por ignorante) que probablemente en ese minuto, como dijimos, sólo soñaba con los escasos años que le faltaban para jubilar.

Su único mérito fue haber sido probablemente el cadete que llegó en auto en nuestro ejemplo, o quizás hasta pudiera ser que llegó en micro, pero corrió la última cuadra que le faltaba para llegar a la Academia Militar. Lo cierto es que su antigüedad fue la que lo hizo calificar para estar en la quina, ya que su mediocridad no le habría permitido jamás imaginarse la envergadura del escenario que le tenía preparado el destino. Por eso nunca se preparó para ello quedando siempre sumergido en esa enorme ignorancia de la que hacía gala, que le valió las burlas hasta de sus partidarios.

Paradojalmente este defecto le otorgó su más preciada arma: la desconfianza y la reacción ladina del pícaro, todo lo cual le permitió afianzarse en el poder descabezando oponentes incluso de sus propias filas, como le ocurriera al general Gustavo Leigh y a otros que tuvieron un fin todavía más trágico. Sin inteligencia ni visión futurista para el sector que lo apoyaba, se desató en una furia de sangre y felonías de las cuales no estuvo exento ni siquiera el pillaje, que lo hizo amasar una cuantiosa fortuna a costa del erario nacional, un típico dictador de derecha, como dijera Belisario Velasco, ministro del Interior de Michelle Bachelet, que al igual que en septiembre de 1973 cuando firma la carta de la decencia de los 13 democratacristianos que condenan el golpe, representó con su declaración el día de la muerte de Pinochet la dignidad del Gobierno y la dignidad de todos los chilenos.

Que Dios nos pille confesados

En los días inmediatamente posteriores al grotesco sepelio del dictador, la derecha ha mostrado una inusitada virulencia contra el gobierno, alcanzando ribetes de insolencia y agresividad que no tienen parangón desde la vuelta a la democracia en 1990. Interpelaciones directas a la presidenta en un lenguaje grosero y, sobre todo, de inquietantes ribetes conspirativos, como cuestionar la legitimidad de los gobiernos de la Concertación, han aparecido en boca de los mismos personeros de la reacción que acompañaron los peores años de la represión dictatorial.

La arremetida de la derecha apenas ha comenzado. Creen haberse sacado por fin el estigma heredado de su sanguinario líder y se aprestan a enarbolar, con el desparpajo que les caracteriza, la bandera de una probidad y una decencia democrática que no tuvieron en los 17 años de represión y saqueo impune del erario nacional, cuya mejor muestra fue el enriquecimiento desvergonzado de sátrapa y su familia.

Saramago al finalizar el cuento que citamos al comienzo, señala acerca de los que hoy rasgan vestiduras por la honradez y la decencia: «Ese rascar de uñas, ese llanto, es de las hienas, no hay nadie que no lo sepa». En efecto, no hay nadie, absolutamente nadie en este país que no lo sepa.

Es por eso también que detrás de Francisco Cuadrado Prats, que inaugurará el escupitín del oprobio, habrá una fila larga, muy larga, esperando su turno.

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* Escritor.Ediciones del Leopardo publicará próximamente su novela El experimento Martínez Ruiz.

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