Pocas elecciones en Chile habían despertado tan bajo entusiasmo popular. Pese a sus ocho candidatos presidenciales y a los centenares de postulantes a las dos ramas del Congreso Nacional pareciera que, de no ser obligatorio el sufragio, muy pocos ciudadanos se animarían a participar de estos comicios de noviembre y diciembre próximos.
No se aprecia en los partidos políticos propuesta alguna de un cambio profundo del sistema institucional ni del modelo económico social que rige nuestra economía. A pesar de que a la candidata del oficialismo se la acusa de querer prolongar el gobierno de Gabriel Boric, lo cierto es que en varios candidatos lo que se aprecia es darle continuidad a esta prolongada post dictadura que en décadas no ha podido levantar una nueva Carta Fundamental o detener la inercia de las prácticas económicas que han profundizado las desigualdades entre los chilenos, aunque muchos hayan superado la extrema pobreza.
Esto se explica en que los ricos son cada vez más ricos, mientras que a millones de familias no les alcanzan sus ingresos para terminar el mes y resolver los agudos problemas, especialmente, de vivienda y salud. Una realidad que es reconocida por todos los que están en la carrera por alcanzar La Moneda y constituirse en mayoría en el Poder Legislativo.
La excepción es la del candidato Eduardo Artés, que por tercera vez postula a la más alta magistratura de la nación, pero que debido a sus posturas radicales y a la escasez de sus recursos propagandísticos no alcanza a superar el 2 por ciento de adhesión en las encuestas. Factor dinero que nuevamente se constata en esta contienda.
Con verdadera vergüenza y desánimo colectivo, tres de los candidatos derechistas vienen del pinochetismo y no pueden disimular su adhesión a un dictador que concitó repudio universal. Incluso algunos de estos han justificado las violaciones de los Derechos Humanos del Régimen Militar, asegurando que en parecidas circunstancias al del Chile de Allende de 1973 volverían a propiciar el levantamiento cruento y fratricida que derrocó al extinto mandatario. Incluso para quienes completan sus últimos meses de Gobierno les resulta incómodo el tema de los detenidos desaparecidos, de los ejecutados y reprimidos de mil formas.
Especialmente respecto del Estallido Social del 2019 se asume que fue un episodio deleznable y juran que desde la Moneda no se va a tolerar otra vez un fenómeno como este, ciertamente propiciado entonces por las izquierdas, las organizaciones sociales y líderes estudiantiles convertidos hoy en políticos profesionales, legisladores, ministros de estado y altos funcionarios públicos.
En la candidatura de Jeannette Jara parece imponerse la idea de que, si bien va a obtener mayoría de votos, en una segunda vuelta se hace inminente el triunfo de uno de los tres derechistas. A no ser que entre estos se acentuaran los incordios expresados durante la campaña electoral. Cuestión difícil de ocurrir cuando se sabe que el voto de derecha es un voto de clase y los intereses que representan son los del gran empresariado, los inversionistas extranjeros y de aquella población más incauta e inculta que todavía piensa que los derechistas en el poder no tienen tanta avidez por enriquecerse bajo el alero del Estado.
Aunque en esta oportunidad lo que mejor seduce el voto en favor de estos candidatos es su franca promesa de acabar con la inseguridad, las bandas criminales y el narcotráfico. Para lo cual figuras como las de Trump y del presidente Bukele se han transformado en muy gravitantes, y sus rostros aparecen hasta en afiches y pancartas en las concentraciones públicas de estos postulantes.
La unidad se socialdemócratas, comunistas y del Frente Amplio no muestra mejor cara. Sobre todo, cuando su candidata ha recibido críticas y descalificaciones desde todo el sector por sus vacilantes opiniones sobre Cuba, Nicaragua y Venezuela. Lo que ha llevado a no poca gente de izquierda abandonar sus tareas de campaña y hasta el propio Partido Comunista proclama que la candidata, si bien es de sus filas, ahora representa a una coalición más amplia, en un claro esfuerzo de deslindarse de ella si los resultados de estos comicios le fueran adversos.

De la misma forma es que trasciende también que desde el mundo socialista, demócrata cristiano y PPD es posible que algunos, en el secreto de la urna, terminen entregando su voto a la candidata Evelyn Matthei para evitar el triunfo de José Antonio Kast. Es decir, del candidato que más temen. Pero estas son disgregaciones cupulares que no debieran afectar la tendencia general de una ciudadanía que, de la lucha en favor de la democracia, hoy involuciona hacia posturas propias del férreo autoritarismo.
Estos últimos meses de campaña les han dado espacio a historiadores y diversos analistas que reconocen que la vocación democrática de los chilenos es muy débil, que al pueblo chileno le gustan los gobiernos duros y que nuestra vida republicana ha estado salpicada de episodios de violencia y luchas fratricidas en que las fuerzas ideológicas hegemónicas siempre han contado con el apoyo de los uniformados para defender sus intereses. Una unidad que de nuevo asoma como infranqueable y se sustenta en los estados de excepción, en la ocupación militar de las poblaciones que demandan justicia social y se nutren siempre de la escasa o casi nula diversidad informativa. O, más bien, de la uniformidad ideológica de los grandes medios de comunicación.
En esta hora, muchos se preguntan si valió la pena tanto sacrificio por “restablecer la democracia”. Con sus miles de víctimas en ejecuciones sumarias, campos de concentración, exilios y otros. Tanto valor y tragedias que parecen estar desdibujándose de la memoria o la conciencia colectiva.
Triste panorama en que los ciudadanos tendrán que escoger entre la continuidad o la regresión.
* Periodista y profesor universitario chileno. En el 2005 recibió en premio nacional de Periodismo y, antes, la Pluma de Oro de la Libertad, otorgada por la Federación Mundial de la Prensa.
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