Chile y su incógnita: – UN PUENTE PARA MEDIR EL TAMAÑO DEL PAÍS

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

No es poca cosa dilucidar cuánto mide, qué es Chile y hasta dónde lo es. Para intentarlo –siento mucho– debo viajar por una regresión. Comencemos con el pasado, con lo más íntimo.

A los ocho años supe ser «hincha» de Huracán, el banderín triangular con un globo aerostático. Es un club deportivo argentino, entiendo que venido a menos en cuanto victorias en la cancha de fútbol; otro: a la hora de la merienda –la clásica onces chilena en versión infantil– nos solían preparar una taza de Toddy con leche, el Toddy venía de la Argentina; otro: con los amigos nos tratábamos no de tú, sino de che (antes de saber que che es hombre –o persona humana– en mapuzungún), ché es el tratamiento cotidiano en la Argentina. Todavía suelo decir che en vez del típico hom1 habitual en Chile.

Los recuerdos de la «edad de la inocencia» son muchos, quizá porque se combate el paulatino sucumbir de los años aferrándose a las primeras huellas. O tal vez porque con mi hermana siempre –siempre es una palabra muerta hace más de 30 años– nos propusimos volver a la «patria chica». Huelga decir que es un viaje imposible.

Nacimos, ella y yo, en Magallanes; ella murió –la asesinaron– en una casa de torturas en 1974. Esperaba un hijo. El hijo debió morir en ella, quiero decir: dentro de ella. Su cuerpo es otro de los que no aparecen. Y porque nací en esos territorios donde comienza el mundo (¿a qué tanto eso de mirar siempre al norte?) se me planteó el tamaño del país que me dio su nacionalidad.

Quienes somos de Magallanes y los que han vivido o viven allí por necesidad, locura aventurera o mero gusto de sumergirse en lo solo –lo solo debería constituir una categoría– tenemos problemas con la interpretación de los mapas. Se me había olvidado.

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Enterarme de que el puente entre la Isla Grande de Chiloé y el continente no se puede construir porque es muy caro –el ministro de Obras Públicas chileno dijo que los 900 y pico millones de dólares que cuesta hacerlo, según la empresa que lo iba a construir a cambio de la concesión por 30 o más años del sacrosanto peaje, es demasiado para las arcas fiscales–, haberme enterado de eso, digo, volvió a despertar en mí la gana infantil de mirar un mapa para saber dónde está Chile dentro de la geografía que el mapa estira.

Paréntesis: un puente, un camino, una escuela, un teatro, una biblioteca, un gimnasio, un laboratorio jamás son gasto, luego no puede calificárseles ni menos definírselos como baratos o caros: son inversiones que darán frutos; su utilidad no depende del cálculo del lucro, se mide en términos que los imbéciles difícilmente logran concebir.

Escribí mapas. En rigor Chile, la vieja y revoltosa Capitanía General, se extendía entre las actuales La Serena y el río Maule, después llegó al Bío Bío. Al norte de La Serena se extiende un desierto que en papeles antiguos resulta vagamente del Alto Perú, léase Bolivia asomada al mar. Al sur de Concepción estaba, y está, el corazón del Gulumapu, la Araucanía que bautizó don Alonso; tierra de los mapuche que se alarga hasta Puerto Montt.

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Al sur de Puerto Montt el país –y el mundo– se rompe (o asistimos a su creación). Novelistas y viajeros hablan del fin del mundo, para mí siempre serán las tierras de su principio. Las llamamos Patagonia occidental. La Patagonia es un país mítico que se extiende de mar a mar y a veces abraza, a veces expulsa –según el cartógrafo– a la Tierra del Fuego y su archipiélago.

En la última década del siglo XIX los «victoriosos» ejércitos –levas– argentino y chileno quisieron haber derrotado a los mapuche al este y al oeste de la Cordillera (en América del Sur debe escribirse cordillera Cordillera). No lo lograron, qué duda cabe, pero argentinos conquistaron su «desierto» y chilenos pudieron zarpar desde la margen norte del canal de Chacao hacia el Golfo de Penas –o de Peñas– y bordear la isla Magdalena, cuyo nombre llevó una niña y lleva –si vive aún– una mujer de Magallanes.

Desde los mapas del XVI y XVII en adelante, pese a los esfuerzos trágicos de don Pedro Sarmiento de Gamboa en el Estrecho, la expedición del comodoro Guezalaga a la Antártica y los grandes aviones de la actualidad Chile no ha cambiado: comienza en Copiapó, en la costa –si se prefiere en La Serena, pocos metros al interior– o gracias a Gabriela en los cerros de Elqui, y termina para turistas y políticos en la caleta de Angelmó, en Puerto Montt. Mire usted un mapa.

El norte, llamado Norte Grande, se lo debe Chile a algunos capitalistas de ascendecia oscura y pasaporte variado y a las matanzas de 1879/1884 –dicho con el debido respeto a todos los combatientes de entonces–. Lo conforman algunas ciudades-puerto, edificaciones y yacimientos fantasma y un montón de poblados cuyos habitantes, de verdad-verdad, se cansan de reclamar de la autoridad central un par de orejas para que los escuchen. No lo consiguen ni en caso de terremoto.

Y al sur del Canal de Chacao la estructura del país se desgarra como se rompe el dibujo de los mapas. Sucede –palabra nerudiana– que los gobernantes, todos nacidos y criados entre el sur que para nosotros es el norte, y el norte que para los nortinos es el sur, no han logrado en casi 200 años darse cuenta de dónde están los límites socialmente naturales de Chile.

O sí, sí lo saben, y entonces tiene razón el enojadísmo diputado, ex jefe de sus pares democristianos, Guillermo Asencio, que renunció el primero de agosto –¿o fue el 31 de julio de 2006?– a su jefatura, y triste, pero encendido, anunció que su etapa concertacionista podía quedar atrás. Regionalismo. Ira. Consecuencia.

No son los novecientos y algo millones de desvalorizados dólares que el Ministerio de Obras Públicas –perseguido, por otra parte, por la maldición de la sospecha de dineros mal usados (o bien apropiados, según como se mire), maldición previa a la titularidad del actual secretario de Estado en la materia en todo caso– asegura no puede «gastar» en un puente lo que causa la ira del diputado Asencio.

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Guillermo Asencio es víctima del síndrome de la Patagonia, caracterizado por la fatiga de creer que se es chileno –el mismo síndrome tienen los patagónicos en la Argentina con eso de ser argentinos– y de repente, tras haber comido y bebido con chilenos –y probablemente dormido y todo lo previo con chilenas– descubre que es chilote. Es decir: algo distinto –y necesariamente de algún modo extranjero, inferior–. No sé por qué los chilenos son así. Tal vez si preguntáramos a un oriundo de San Pedro…, pero San Pedro está en el norte, y se sabe que hay gente ladina y malvada: medio boliviana, o sea, en el norte.

Pues bien: no habrá puente. Pero hay una flamante «carretera austral» que comunica el Aysen y Magallanes con «los centros nerviosos del país». ¿Carretera Austral? Eso dice la burocracia estatal. La burocracia estatal no es creíble por una sola razón: miente. Curioso: Chile tiene los mejores bomberos –apaga incendios– de América, y son bomberos voluntarios. Ningún burócrata es voluntario.

Triste país el que no puede hacer un puente, pero autoriza cinco casinos para «fomentar el turismo» –que esos casinos estén en tierra mapuche, tan allanada, por cierto es otra coincidencia–. Acaso sirvan para distraer el ocio de quienes se empeñan en liquidar los últimos bosques nativos, en destruir la costa. Tristísimo país el que deshaucia, sin mayor explicación, la construcción de una vía –por lo demás a pagar por sus eventuales usuarios, que contribuiría a conformar definitivamente su territorio– porque la empresa concesionaria aduce mayores costos internacionales y quiere compromiso adelantado de pago.

¿Acaso el empresario no es alguien que arriesga para ganar –y puede perder? ¿El Estado firma contratos sin prever asuntos como esos? ¿O acaso al ministro no le gusta el puente? Chilote, stay at home.

No hay caso. Chile es el valle central. El Juan de la escarcha no tiene nada que hacer allí, aunque encuentre oro a manos llenas. Chilotes hay que puede piensen que si los salmones son dañinos, integrarse los desintegrará. La Patagonia es otra cosa, no desde el norte le alumbrarán su destino.

1 Escribo hom por el tal vez estúpido pudor que me impide escribir huevón.

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