China sin prisa y sin pausas
Mientras Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia se desgastan en la guerra contra el terrorismo, el Medio Oriente arde y el resto del mundo se desangra en conflictos intestinos o simplemente languidece bajo los efectos de una globalización depredadora, China, sin hacer mucho ruido, sigue su propia ruta para consolidarse como la gran potencia emergente del siglo XXI.
Miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y una de los cinco países con derecho a veto, Beijing ha mantenido un perfil sorprendentemente bajo en la crisis que sacude al mundo desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 y las posteriores invasiones de Afganistán e Irak. Si bien ha sostenido posiciones firmes tanto en contra del terrorismo como de la forma en que éste se está combatiendo, en ninguno de los dos casos se ha involucrado más allá de lo que atañe estrictamente a sus intereses nacionales.
Aunque fue claro que no le gustó que una coalición occidental se metiera en Afganistán y se opuso decididamente a la incursión estadunidense en Irak, China no entró nunca en un diferendo con Estados Unidos como lo hicieron Francia y Alemania, por ejemplo. Fijó su posición y ya. Se ofreció, eso sí, a mediar con el cerrado régimen de Corea del Norte sobre la cuestión nuclear, porque tanto como tener otra invasión estadunidense a sus puertas, eso sí no lo iba a tolerar.
…Y el gigante se desperezó
Nadie, que se recuerde, increpó tampoco a China por sostener una u otra postura. Y es que todos prefieren tener buenas relaciones comerciales y tranquilos tratos militares con la nación más poblada del mundo, que es, a su vez, una de las economías más pujantes y una potencia bélica en el escenario internacional. Tanto que, hasta ahora, ni siquiera los más radicalizados de los terroristas islámicos han pretendido incursionar en territorio chino. Quizás porque tampoco es su guerra.
Convertida, en todo caso, en una fortaleza, segura de que prácticamente nadie se atreverá a desafiar su poderío, China se ha volcado sobre sí misma para aprovechar la coyuntura: mientras los otros se debilitan, ella se fortalece y, además, lo hace a su modo, a su ritmo y sin interferencias foráneas. Algo en lo que pocos están reparando, centrada como está la atención en el caldero de Irak.
Hace pocas semanas, por ejemplo, se dio un importantísimo cambio en la cúpula china que podría modificar no sólo las políticas internas del gigante asiático, sino toda la dinámica de sus relaciones con el exterior. Jiang Zemin (foto), quien fuera el hombre fuerte durante los últimos 15 años, cedió el último de sus bastiones de poder y, con ello, culminó una transición generacional que se extendió durante casi dos años, no ajena a sordas pugnas internas.
En un disciplinado cronograma, Jiang Zemín entregó primero a su vicepresidente, Hu Jintao, el liderazgo del Partido Comunista (noviembre 2002), luego la presidencia del país (marzo 2003) y finalmente ahora (septiembre 2004), la presidencia de la Comisión Militar Central, con lo que Jintao reúne en sus manos el poder político, el administrativo y el militar; en síntesis, el poder.
Mucho se especuló en las últimas semanas que Zemin no entregaría esta última carta a Jintao, con quien mantiene algunas diferencias sustanciales. Si bien China se rige por decisiones de comité y consenso, para quienes conocen bien las entrañas del poder chino actual –tanto locales como extranjeros– Hu podría dar un giro a las relaciones exteriores de Beijing, que actualmente privilegian los lazos con Wáshington, y orientarlos más hacia las capitales europeas. También podría cambiar la aproximación a problemas territoriales como los de Taiwán, Hong Kong y el Tibet.
Luces y sombras
Pero, más que nada, los cambios podrían darse en la orientación de la política económica interna. Zemin y su llamado Grupo de Shangai privilegiaron el desarrollo de las ricas zonas costeras y de sus grandes urbes, mientras que Jintao, a quien se considera un abierto delfín del anterior patriarca, Deng Xiao Ping, ha dado ya claras muestras de que está decidido a desplazar importantes partidas del presupuesto estatal a las depauperadas zonas campesinas del interior y a los sectores que no se han visto beneficiados hasta ahora por las reformas económicas.
Zemin, con toda la pujanza alcanzada por China en estos últimos lustros, hereda a Jintao un escenario de luces y sombras.
La imagen general que se proyecta de China actualmente en los medios de comunicación tiende a mostrar signos de prosperidad dondequiera: hileras de resplandecientes rascacielos y calles llenas de luces de neón en las grandes ciudades; limpias y blancas casas que han sustituido a las polvorientas cabañas de antaño en las zonas rurales. Carreteras, puentes, puertos y aeropuertos, escuelas, hospitales, centros de investigación, boyantes comercios, cosmopolitas restaurantes, brillantes espectáculos. Todo nuevo o renovado.
Sin duda la mayoría de las estadísticas que los respaldan también son positivas. De 1990 a la fecha China prácticamente ha doblado su economía a una tasa promedio anual de crecimiento de 9.3 por ciento. El país cuenta con reservas monetarias 50 veces más altas que en 1989 y su comercio con el exterior se ha multiplicado por cinco; la inversión foránea se ha incrementado a una tasa anual de 24 por ciento y más de 400 de las 500 transnacionales líderes en el mundo tienen una representación allá. Esta tendencia económica sostenida hizo que el país sorteara apenas con unos rasguños la crisis financiera que no hace mucho estremeció al resto de Asia.
Pero no sólo en los números Jiang Zemin le deja buenas cuentas a Hu Jintao; también en el ámbito político-diplomático muestra logros considerables. Durante su gestión se dio el retorno pacífico de Hong Kong a la parte continental, bajo la singular fórmula de «un país, dos sistemas»; China ingresó a la Organización Mundial de Comercio y ganó para Beijing la sede de las Olimpiadas de 2008, que, sin duda, serán el mejor escaparate y la mayor oportunidad de reinserción plena en el escenario mundial, donde en general se ganó una mayor, aunque prudente presencia.
Los pobres, los ricos, los corruptos
Jiang consiguió, además, su último deseo político: una transición pacífica y ordenada del poder, en la que, sin embargo, supo conservar algunos importantes enclaves de influencia que, seguramente, seguirán operando todavía por algunos años; por lo menos mientras él viva.
Un escenario sospechosamente bueno. Y, efectivamente, el problema es que sus bases no son demasiado sólidas. Para empezar, el modelo de una «economía de mercado socialista» ha abierto una brecha entre ricos y pobres que se extiende con tal rapidez, que hasta los propios economistas chinos la declaran públicamente como peligrosa para la estabilidad social. Esto resulta particularmente riesgoso en momentos en que las contradicciones entre el modelo económico y el discurso político han creado lo que ciertos analistas llaman una «confusión ideológica».
Luego está el desempleo, en el que cada punto porcentual significa decenas de millones. El gobierno radica el desempleo urbano en 8 por ciento y reconoce que este índice empeorará con la reestructuración de las desfallecientes empresas estatales. Pero en estas cifras no toma en cuenta más de 100 millones de trabajadores rurales que han emigrado hacia las zonas urbanas en busca de trabajo ni, por lo menos otros 100 millones, que constituyen el excedente de mano de obra en el campo.
A pesar de sus esfuerzos, China tampoco ha logrado construir un sistema extendido de seguridad social y sus servicios sanitarios ocupan el lugar 144 en la Organización Mundial de la Salud, después de depauperados países vecinos como la India, Indonesia y Bangladesh. La crisis del SARS demostró con claridad la vulnerabilidad de este régimen.
El sistema bancario tampoco está mucho más sano. Obligados por el gobierno chino a respaldar la reestructuración de las empresas estatales, los bancos se encuentran agobiados por préstamos onerosos que, según algunos especialistas, ascienden hasta un tercio del Producto Interno Bruto. Y el boom en la infraestructura ha sido financiado casi todo por el gobierno, por lo que la deuda gubernamental se calcula en más del 100 por ciento del PIB. Si a esto se agrega un deficiente sistema impositivo, una crisis fiscal es para muchos sólo una cuestión de tiempo.
También prevalece el problema de la corrupción en los círculos oficiales. Según estimaciones de académicos chinos, puede considerarse que casi 80 por ciento de los funcionarios está involucrado de una u otra manera en redes de corrupción y, cuando mucho, un 20 por ciento es detenido. Eso sí, cuando el escándalo es tan flagrante que pone en entredicho la imagen del sistema o en riesgo intereses de grupos de poder, el castigo puede llegar hasta la pena de muerte.
La asignatura de los derechos humanos, por cierto, tampoco ha sido superada. Si bien analistas, tanto chinos como extranjeros, coinciden en que nunca antes desde la Revolución había habido igual apertura para las libertades individuales, éstas son respetadas en tanto no desafíen el rol conductor del Partido Comunista. La gente puede elegir dónde vivir, a qué escuela enviar a sus hijos, viajar fuera del país, unirse en grupos de acción para cuestiones vecinales y hasta hay publicaciones que critican abiertamente algunas de las políticas del régimen; pero hasta ahí.
Según los mismos analistas, la población misma no pretende ir mucho más allá. Fresca está todavía en la memoria colectiva la represión estudiantil de 1989, en Beijing, y para algunos que se han querido pasar de la raya ha habido castigos ejemplares, incluyendo la ejecución. La mayoría, así, prefiere disfrutar más de las libertades del mercado que de las políticas y, por otra parte, Jiang se encargó de cooptar a los sectores económicos emergentes para hacerlos sentir partícipes de la toma de decisiones.
Como quiera que sea, con sus puntos en pro y en contra, China ha incursionado en una dinámica que por su propia inercia acabará conduciendo a cambios de fondo. Nadie espera que éstos se den de la noche a la mañana, pero la transición desde hace rato que está en marcha y el advenimiento de la llamada «cuarta generación», desde la revolución de 1949, es sólo el más reciente capítulo.
Hu Jintao, para la mayoría todavía un enigma, irá develando hacia dónde continuará esta transformación. La transmisión de poderes se hizo con tersura, pero tampoco se descartan en el futuro algunos sobresaltos. Los intereses de grupo siguen vigentes y pueden entrar en colisión. En cualquier caso, todo indica que seguirá siendo un asunto sólo entre los chinos.
————————————–
Publicado en la revista mexicana Proceso en octubre de 2004.
(www.proceso.com.mx/noticia.html?nid=27207&cat=3).