Mientras el mundo asiste impasible, Israel endurece su ofensiva militar en Gaza disparando a civiles que intentan recoger comida y bloqueando el acceso a la ayuda humanitaria.
Lo que ocurre en Gaza no es solo una guerra: es una meticulosa estrategia de castigo colectivo que, lejos de limitarse a las armas, emplea el hambre como una herramienta más para doblegar a una población entera. Este domingo, al menos 73 personas han muerto por disparos del ejército israelí en puntos de distribución de alimentos. Algunas de ellas intentaban desesperadamente recoger comida para sobrevivir en un enclave que ya no puede llamarse simplemente zona de guerra, sino campo de exterminio a cámara lenta.
El caso más letal se ha registrado en Beit Lahia, en el noroeste de la Franja. Según las autoridades gazatíes, 67 civiles fueron abatidos mientras esperaban recibir ayuda alimentaria. La versión israelí —ya habitual— habla de «disparos de advertencia» contra una «amenaza inmediata para las tropas». Una narrativa que suena hueca cuando, día tras día, las víctimas son familias enteras desarmadas que acuden a los puntos de reparto por necesidad vital, no por estrategia militar.
Pero lo más atroz no son solo los muertos por las balas. Lo son también los muertos silenciosos por inanición. La desnutrición, que en Gaza era marginal antes de esta ofensiva, se ha disparado hasta alcanzar niveles catastróficos. Según datos del Ministerio de Sanidad gazatí, al menos 86 personas han fallecido de hambre desde el inicio de esta guerra, entre ellas 76 menores.
A este escenario de colapso humanitario se suma la amenaza de una nueva ofensiva terrestre en Deir al Balah, en el centro de la Franja, una de las pocas ciudades que hasta ahora no había sido invadida por las tropas israelíes. El ejército ha comenzado a lanzar panfletos y mensajes intimidatorios en redes sociales ordenando evacuaciones que, según el derecho internacional, son ilegales. Todo indica que el Estado de Israel continúa expandiendo su radio de destrucción bajo el pretexto de erradicar a Hamás, sin asumir las consecuencias devastadoras que sus acciones provocan en la población civil.
Mientras tanto, Israel ha decidido vetar a uno de los representantes humanitarios más críticos con su actuación, Jonathan Whittall, jefe de la Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU para los Territorios Palestinos. El Gobierno de Netanyahu le acusa de parcialidad por denunciar lo evidente: que Gaza se ha convertido en una «escena del crimen» y que el hambre se está utilizando como un arma de guerra. Esta decisión pone de manifiesto el empeño de las autoridades israelíes por silenciar toda voz que cuestione su narrativa, incluso si esa voz pertenece a Naciones Unidas.
Organizaciones médicas como Médicos Sin Fronteras alertan también de un escenario sin precedentes. Las clínicas en el sur y norte de Gaza están colapsadas, con incubadoras donde se hacinan hasta cinco recién nacidos prematuros debido a la desnutrición materna.
Y lo más perverso del actual sistema de distribución de ayuda es que ya ni siquiera está en manos de la ONU o de organizaciones con experiencia. Desde mayo, Israel y EU han instaurado un nuevo mecanismo gestionado por una entidad privada armada —la Fundación Humanitaria de Gaza— que ha convertido el reparto de comida en un escenario habitual de tiroteos.
Según cifras de la ONU, al menos 870 personas han muerto en estas escenas de caos, aunque las autoridades locales elevan la cifra a más de 900. El diario israelí Haaretz ha denunciado que los soldados reciben órdenes explícitas de disparar a civiles desarmados en estos puntos de reparto. ¿En qué clase de mundo eso no se considera un crimen de guerra?
El cerco a Gaza ya no es únicamente físico. Es también informativo y diplomático. Las agencias de la ONU afirman disponer de comida suficiente para alimentar a la población durante más de tres meses, pero el bloqueo israelí impide su entrada. «Abran las puertas. Levanten el bloqueo», claman desde la UNRWA, una agencia que ha sido sistemáticamente desacreditada por Israel a pesar de ser el principal sustento humanitario de la Franja. En medio del estrangulamiento informativo, se intenta construir un relato donde las víctimas son sospechosas y los responsables, inmunes.
Lo más inquietante es el silencio. Un silencio internacional que no solo legitima la impunidad, sino que alienta su continuidad. Gobiernos que se autoproclaman defensores de los derechos humanos han optado por mirar a otro lado, tolerando la instrumentalización del hambre, el colapso sanitario y el asesinato sistemático de civiles como daños colaterales de una supuesta guerra contra el terrorismo.
En Gaza no hay ya lugar seguro ni pan ni tregua. Solo un goteo constante de muerte, desnutrición y desesperación. La pregunta ya no es si la comunidad internacional responderá, sino cuántos miles más deberán morir antes de que lo haga. Porque lo que está ocurriendo en Gaza no es una tragedia inevitable. Es una decisión política sostenida por armas, intereses y una impunidad creciente. Y como toda decisión, puede —y debe— revertirse.
* Coordinadora general de Mundiario. Licenciada en Comunicación Social, mención Periodismo Impreso, se graduó en la Universidad Privada Dr. Rafael Belloso Chacín de Venezuela.
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