CIVILIZACIÓN Y GUERRA

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Sabemos que la guerra se organizó con la primera industria y en general con una organización social más compleja, pero sus orígenes preceden incluso a la edad del hierro de Homero. La literatura específica en arqueología y antropología sobre el tema es asombrosamente escasa.

La civilización siempre ha tenido un interés en mantener estos temas cautivos haciendo pasar por necesaria una fuerza armada oficial. Es una proclama ideológica importantísima que, sin monopolio estatal sobre la
violencia, quedaríamos sin protección y nuestra “seguridad” “poco segura”.
Después de todo según Hubbes, la condición humana ha sido y será
siempre “una guerra de todos contra todos”.

Voces modernas han argumentado también que los humanos son agresivos y violentos de un modo innato, y necesitan ser constreñidos por una autoridad armada. Robert Dart (Adventures with the Missing Link, 1959) Robert Ardrey (African Genesis, 1961) y Konrad Lorenz (On agression, 1966) están entre los más conocidos pero los argumentos que usan han sido ampliamente desacreditados.

En la segunda mitad del siglo XX, esta visión pesimista de la naturaleza
humana ha empezado a cambiar. Basados en las evidencias arqueológicas es
ahora una certeza que antes de la civilización los humanos vivían sin
violencia, más exactamente sin violencia organizada.
Eib-Eibesfeld se refiere a los Ka-Bushman como pueblos no belicosos:

“Su ideal cultural es la coexistencia pacífica y la realizan evitando los
conflictos, compartiendo y animando los numerosos modelos de lazos
afectivos» (1).

La opinión más antigua de W.J. Perry es en general exacta pero ligeramente
idealizada: “la guerra, la inmoralidad, el vicio, la poliginia, la esclavitud y la sumisión de las mujeres parece estar ausente entre nuestros ancestros” (2).

La literatura corriente aporta con regularidad que hasta la etapa final del
paleolítico –justo antes de la presente era de 10.000 años de domesticación–
no hay ninguna prueba concluyente que útiles o armas de guerra hayan sido
usadas contra humanos (3). “Las descripciones de escenas de batalla, de
escaramuzas y de combates cuerpo a cuerpo son raras entre los cazadores
recolectores y cuando existen son muy frecuentemente resultado del contacto
con agricultores o con invasores industriales” concluye el estudio de Taçon
y Chippindale sobre el arte parietal australiano (4). Cuando el conflicto
emerge, la confrontación dura raramente más de media hora y, si se producía
un muerto, las dos partes se retiraban (5).

El comportamiento de los pueblos primigenios de California era similar.
Roeber ha señalado que sus enfrentamientos eran poco sangrientos, llegando a
emplear flechas menos mortíferas para la guerra que para la caza (6).

El pueblo Wintu de California del Norte ponía fin a las hostilidades en
cuanto había un herido (7). “La mayor parte de los californianos no eran
militaristas en absoluto, no tenían ninguna de las capacidades requeridas
para tener un horizonte militarista y su organización social no se lo
permitía. Su sociedad no tenía las instancias necesarias para acción
política colectiva, según la opinión de Turney-High (8).

Larna Marshall describe que los Kung no celebran ningún héroe ni ningún relato de batallas. Uno de ellos le comentó “los combates son muy peligrosos y alguien
podría resultar herido” (9). George Bird Ginell en Toque y arrancado de
cabelleras entre los indios de las planicies
(10) explica que un golpe o
simplemente tocando al enemigo con la mano o con un pequeño bastón era lo
que más se valoraba (esencialmente no violento) en cuánto a valentía
mientras que el hecho de arrancar cabelleras no estaba tan valorado.

La aparición de la guerra institucionalizada parece estar asociada a la
domesticación y/o al cambio radical de la situación material de una
sociedad. Esto sucede “solamente donde las bandas han sido atraídas hacia
guerras con agricultores o pastores o producidas en un territorio que
decrece continuamente». El primer signo arqueológico fiable de la guerra es
la ciudad fortificada prebíblica de Jericó (7.500 AC). Al principio del
neolítico se produjo un cambio relativamente repentino. ¿Que dinámica puede
haber llevado a los pueblos a adoptar la guerra como institución social?
Hasta ahora esta cuestión no ha sido explorada en profundidad por losarqueólogos.

La cultura simbólica parece haber emergido en el paleolítico superior o el
neolítico y se ha establecido firmemente en todas las culturas humanas. El
símbolo ha sido una manera de borrar lo particular reduciendo la presencia
humana a algunos aspectos específicos. Es más fácil dirigir la violencia
contra un enemigo anónimo que representa un cierto mal o amenaza definidos
oficialmente.

El ritual es la primera forma conocida de una actividad en el campo de lo simbólico: el simbolismo actuando sobre el mundo. Los restos
arqueológicos sugieren que puede haber un ligamen entre el ritual y la
aparición de la guerra organizada. Durante el período casi intemporal
durante el cual los humanos no estuvieron interesados en dominar su
ambiente, ciertos lugares eran especiales y se convirtieron en sagrados.
Esto se desarrollo sobre un parentesco espiritual y emocional con la tierra,
expresado como diversas formas de totemismo.

El ritual comienza a apuntar, pero todavía no es central en las sociedades de recolectores organizadas en bandas. Emma Blake observa que “a pesar de que los pueblos del paleolítico practicaron rituales, los restos materiales más ricos datan del neolítico cuando el sedentarismo y la domesticación de plantas y animales aportaron cambios de perspectiva y de cosmología” (12).

Fue en el paleolítico superior
cuando ciertas tensiones provocadas por el desarrollo de la especialización
se hicieron evidentes.

Se pueden medir las injusticias midiendo diferencias, como cantidades
diferentes de bienes alrededor del fuego del campamento … como respuesta a
estas diferencias ello el ritual parece haber jugado un rol social cada vez
más importante. Como muchos han notado, el ritual en este contexto es una
manera de abordar las deficiencias de cohesión o de solidaridad. Es un medio
de preservar un orden social que se ha vuelto problemático.

Como Bruce Knauft ha hecho notar, “el ritual refuerza más allá de todo
argumento o proposición generalizante (….) la aceptación cognitiva en
profundidad del comportamiento conforme a estas proposiciones cosmológicas”
(13). Así el ritual proporciona el cemento ideológico original para estas
sociedades en busca de una legitimación.

Las soluciones cara a cara se vuelven ineficaces en tanto que soluciones sociales cuando las comunidades se vuelven más complejas y ya, parcialmente, estratificadas socialmente. El simbolismo es una no-solución; en efecto es un modo de reforzar las relaciones y de una visión del mundo caracterizada por la desigualdad y la separación.

El ritual es por sí mismo un poder, una forma primitiva de política. Entre
el pueblo Maring de Papua-Nueva Guinea, por ejemplo, las convenciones del
ritual indican las funciones y roles a falta de autoridades explícitamente
políticas. Lo sagrado es pues una alternativa funcional a la política; las
convenciones sagradas, en efecto, rigen la sociedad (14). La ritualización
es claramente una estrategia primaria para incorporar las relaciones de
poder. Además, la guerra puede ser una empresa sagrada, con el militarismo
promovido ritualmente, bendiciendo el surgimiento de una jerarquía social.

René Girard piensa que los rituales de sacrificio son necesarios para hacer
frente a la agresión endémica a la violencia en la sociedad (15). El caso
será más bien a la inversa: los rituales legitiman y promueven la violencia.
Como dice Lienhardt de los Dinka, recolectores africanos, “hacer un festín o
un sacrificio implica a menudo la guerra” (16). El ritual no reemplaza a la
guerra, según Arkush y Stanish “la guerra, en todo momento y lugar tiene
elementos rituales” (17). Subrayan que la dicotomía entre “la batalla ritual”
y la “verdadera guerra” puede ser falsa, en resumen: “la guerra destructiva y
el ritual van mano con mano” (18).

Entre los apaches, por ejemplo, los más ritualizados eran los más agrícolas
(19), el ritual está muy relacionado con la agricultura y la guerra,
que a menudo están muy ligadas (20). No es raro encontrar la guerra como
modo de aumentar la fertilidad de la tierra cultivada. La reglamentación
ritualizada de la producción y de la agresividad significa que la
domesticación se ha convertido en el factor decisivo. “ El surgimiento de la
guerra sistemática, de las fortificaciones y de las armas de destrucción”,
dice Hassan, “sigue el camino de la agricultura” (21).

El ritual se transforma en sistema religioso, llegan los dioses y se exigen sacrificios.

“No hay ninguna duda de que todos los habitantes del mundo invisible están
considerablemente interesados por la agricultura humana”, hace notar el
antropólogo Verrier Edwin (22). El sacrificio es un exceso de domesticación,
implica a los animales domesticados y se produce solamente en las sociedades
agrícolas. La masacre ritual, incluyendo el sacrificio humano es desconocida
en las culturas no domesticadas (23).

El maíz en las Américas nos relata una historia parecida. Un aumento brusco
del cultivo del maíz lleva emparejada la creación rápida de una jerarquía y
la militarización de una buena parte de los dos continentes (24). Un ejemplo
entre otros es la intrusión hacia el norte de los Hohokams, contra el pueblo
indígena Ootams (25) del sur de Arizona, introduciendo la agricultura y la
guerra organizada. Hacia el año 1000 AC el cultivo del maíz era ya
dominante en todo el sudoeste acompañado de rituales durante todo el año,
de sacerdotes, de conformidad social, de sacrificios humanos y de
canibalismo (26), Es apenas una subestimación decir, con Kroeber que con el
cultivo del maíz “todo el valor cultural cambia de sentido” (27).

Los caballos son otro ejemplo del estrecho ligamen que hay entre la
domesticación y la guerra. Domesticados inicialmente en Ucrania alrededor
del año 3000 AC, su cosificación ha alimentado el militarismo. Casi desde el
comienzo han servido como máquinas, primordialmente como máquinas de guerra (28).

Los combates relativamente inofensivos entre los grupos descritos
anteriormente dejan lugar a la masacre sistemática al mismo tiempo que la
domesticación llevaba a una competencia creciente por la tierra (29). La
lucha por nuevas tierras a explotar está extensamente aceptada como laprincipal causa de la guerra en el curso de la civilización. Una vez que los sentimientos de gratitud hacia una naturaleza que se da sin cuento y que el conocimiento de la interdependencia crucial de toda la vida son reemplazados por la cultura de la domesticación se da una nueva guerra: los humanos contra el mundo natural.

Esta lucha permanente por el poder sirve de modelo para las guerras que
engendra constantemente. Hay una conciencia del precio exacto del paradigma
de control, como se ha visto en la práctica extendida de la regulación
simbólica o a las mejoras de la domesticación de los animales en los inicios
del neolítico. Pero estos gestos no cambian la dinámica fundamental del
trabajo, no más que preservan el valor fundamental de millones de años de
práctica de los cazadores recolectores que mantenían un equilibrio entre
población y subsistencia.

La agricultura intensiva ha significado más guerra. La sumisión a este
modelo exige que todos los aspectos de esta sociedad formen una entidad
integrada, sin muchas posibilidades de escapatoria. Con la domesticación, la
división del trabajo produjo especialistas de la coerción a tiempo completo:
por ejemplo hay evidencias de algún tipo de soldado en el 4.500 AC. Los
jíbaros de la Amazonia que durante milenios formaron parte armoniosa de la
comunidad biótica, adoptaron la domesticación y “elaboraron una revancha de
sangre y de guerra hasta el punto de que estas actividades dan el tono de
toda la sociedad” (30). La violencia organizada deviene dominante,
obligatoria y normativa.

Las expresiones de poder son la esencia de la civilización, su centro principal, la regla patriarcal. Se puede pensar que la dominación masculina sistemática es un subproducto de la guerra. La subordinación ritual y la desvalorización de las mujeres es ciertamente el fruto de la ideología del guerrero, que ha valorizado cada vez más las actividades masculinas y devaluado el papel de las mujeres.

La iniciación de los chicos es un ritual que sirve para producir un determinado tipo de hombres, un resultado que no está garantizado por el simple crecimiento biológico. Cuando la cohesión del grupo no puede ser considerada como fluyendo de el, se requieren instituciones simbólicas, especialmente para hacer avanzar la problemática de la guerra”. Según los juicios de Lemmonier “las iniciativas masculinas están esencialmente conectadas con la guerra” (31).

La poligamia, la práctica de un hombre tomando varias esposas, es rara en las
bandas de cazadores recolectores, pero es la norma en los pueblos que hacen
la guerra (32). De nuevo la domesticación es el factor decisivo. No es sólo
una coincidencia que el ritual de circuncisión del pueblo Mérida de
Madagascar culmina en paradas militares agresivas (33).

Hay diversos ejemplos de que las mujeres no sólo cazaban, sino que iban al
combate –por ejemplo las amazonas de Daomey y ciertos grupos de Borneo– pero está claro que la construcción del género tiende hacia una dirección masculinista y militarista. Con la formación del Estado, el estatus de guerrero era una condición común de ciudadanía, excluyendo a las mujeres de la vida política.

La guerra no es solamente un rito, habitualmente con numerosos dispositivos
ceremoniales, es asimismo una práctica muy formalizada. Como el ritual
mismo, la guerra se ejecuta a través de un intermediación de gestos, de
posturas y de modos de hablar. Los soldados son idénticos y estructurados de
una manera estándar. Las formaciones de la violencia organizada, con sus
columnas y sus líneas son como la agricultura con sus surcos, clasificados
sobre una cuadrícula (34). Controlados y disciplinados son también útiles
para la ritualización de los comportamientos, que son siempre el medio para
una gran construcción de la autoridad.

El intercambio entre las bandas del paleolítico funcionó menos como comercio
(en el sentido económico) que como intercambio de información. Los encuentros periódicos de bandas fueron la ocasión de matrimonios y un seguro contra los déficits de recursos. No había una diferenciación clara entre las esferas social y económica.

Igualmente emplear la palabra trabajo es falaz en ausencia de producción o
de producto. Mientras el territorio fue parte básica de la actividad del
cazador recolector no hay ninguna evidencia de que le haya llevado a la
guerra (35).

La domesticación erige las fronteras rígidas del excedente y de la propiedad
privada, con la posesividad concomitante, la hostilidad y la lucha por la
propiedad. Incluso los mecanismos conscientes que atenúan las nuevas
realidades pierden su fuerza. En The Gift Gauss describe el intercambio
como una guerra pacíficamente resuelta y la guerra como el resultado de
transacciones no exitosas. También ve el potlach como una especie de guerra subliminal. (36)

Antes de la domesticación, las fronteras eran fluidas. La libertad de
abandonar una banda por otra formaba parte integral de la vida del cazador
recolector. La integración más o menos obligatoria exigida por las
sociedades complejas prepara el terreno propicio para la violencia
organizada. En muchos lugares las jefaturas nacieron de la supresión de la
independencia de las comunidades más pequeñas. La centralización proto política en las américas fue a menudo impulsada por las tribus que
intentaban desesperadamente confederarse para combatir al invasor europeo.

Las civilizaciones antiguas fueron creadas en función de la guerra y se
puede decir que la guerra es a la vez la causa y el resultado de este estado. No ha cambiado gran cosa desde que la guerra fue instituida por primera vez, enraizada en el ritual y encontrando tierra abonada en la domesticación. Marshall Sahlins precisa que el crecimiento del trabajo sigue al desarrollo de la cultura simbólica. Puede decirse que la cultura engendra la guerra, a pesar de las declaraciones contrarias. Después de todo el carácter impersonal de la civilización se desarrolla con el surgimiento de lo simbólico.

Los símbolos –por ejemplo las banderas nacionales– permiten a nuestra especie deshumanizar a nuestros semejantes, lo cual autoriza la carnicería sistemática ínter especifica.

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foto
* Ensayista y dirigente social estadounidense.

Originalmente este artículo se publicó, en inglés, en la revista Green Anarchy número 21.

Notas
1 Eibl-Eibesfelt, «Aggression in the !Ko-Bushmen,» in Martin A.
Nettleship, eds., War, its Causes and Correlates (The Hague: Mouton, 1975),
p. 293.
2 W.J. Perry, «The Golden Age,» in The Hibbert Journal XVI (1917), p. 44.
3 Arthur Ferrill, The Origins of War from the Stone Age to Alexander the
Great (New York: Thames and Hudson, 1985), p. 16.
4 Paul Taçon and Christopher Chippindale, «Australia’s Ancient Warriors:
Changing Depictions of Fighting in the Rock Art of Arnhem Land, N.T.,»
Cambridge Archaeological Journal 4:2 (1994), p. 211.
5 Maurice R. Davie, The Evolution of War: A Study of Its Role in Early
Societies (New Haven: Yale University Press, 1929), p. 247.
6 A.L. Kroeber, Handbook of the Indians of California: Bulletin 78
(Washington, D.C.: Bureau of American Ethnology, 1923), p. 152.
7 Christopher Chase-Dunn and Kelly M. Man, The Wintu and their Neighbors
(Tucson: University of Arizona Press, 1998), p. 101.
8 Harry Holbert Turney-High, Primitive War: Its Practice and Concepts
(Columbia: University of South Carolina Press, 1949), p. 229.
9 Lorna Marshall, «Kung! Bushman Bands,» in Ronald Cohen and John Middleton, eds., Comparative Political Systems (Garden City: Natural History Press, 1967), p. 17.
10 George Bird Grinnell, «Coup and Scalp among the Plains Indians,» American
Anthropologist 12 (1910), pp. 296-310. John Stands in Timber and Margot
Liberty make the same point in their Cheyenne Memories (New Haven: Yale
University Press, 1967), pp. 61-69. Also, Turney-High, op. cit., pp. 147, 186.
11 Ronald R. Glassman, Democracy and Despotism in Primitive Societies,
Volume One (Millwood, New York: Associated Faculty Press, 1986), p. 111.

12 Emma Blake, «The Material Expression of Cult, Ritual, and Feasting,» in
Emma Blake and A. Bernard Knapp, eds., The Archaeology of Mediterranean
Prehistory (New York: Blackwell, 2005), p. 109.13 Bruce M. Knauft, «Culture and Cooperation in Human Evolution,» in Leslie
Sponsel and Thomas Gregor, eds., The Anthropology of Peace and Nonviolence
(Boulder: L. Rienner, 1994), p. 45.

14 Roy A. Rappaport, Pigs for theAncestors: Ritual in the Ecology of a New Guinea People (New Haven: Yale University Press, 1967), pp. 236-237.
15 René Girard, Violence and the Sacred, translated by Patrick Gregory
(Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1977). Like Ardrey and Lorenz,
Girard starts from the absurd view that all social life is steeped in violence.
16 G. Lienhardt, Divinity and Experience: The Religion of the Dinka (Oxford:
Oxford University Press, 1961), p. 281.
17 Elizabeth Arkush and Charles Stanish, «Interpreting Conflict in the
Ancient Andes: Implications for the Archaeology of Warfare,» Current
Anthropology 46:1 (February 2005), p. 16.
18 Ibid., p. 14.
19 James L. Haley, Apaches: A History and Culture Portrait (Garden City, NY:
Doubleday, 1981), pp. 95-96.
20 Rappaport, op.cit, p. 234, for example.
21 Quoted by Robert Kuhlken, «Warfare and Intensive Agriculture in Fiji,» in
Chris Gosden and Jon Hather, eds., The Prehistory of Food: Appetites for
Change (New York: Routledge, 1999), p. 271. Works such as Lawrence H.
Keeley, War Before Civilization (New York: Oxford University Press, 1996)
and Pierre Clastres, Archaeology of Violence (New York: Semiotext(e), 1994)
somehow manage to overlook this point.
22 Verrier Elwin, The Religion of an Indian Tribe (London: Oxford University
Press, 19550, p. 300.
23 Jonathan Z. Smith, «The Domestication of Sacrifice,» in Robert G.
Hamerton-Kelly, ed., Violent Origins (Stanford: Stanford University Press,
1987), pp. 197, 202.
24 Christine A. Hastorf and Sissel Johannessen, «Becoming Corn- Eaters in
Prehistoric America,» in Johannessen and Hastorf, eds., Corn and Culture in
the Prehistoric New World (Boulder: Westview Press, 1994), especially pp.
428-433.
25 Charles Di Peso, The Upper Pima of San Cayetano de Tumacacori (Dragoon,
AZ: Amerind Foundation, 1956), pp. 19, 104, 252, 260.
26 Christy G. Turner II and Jacqueline A. Turner, Man Corn: Cannibalism and
Violence in the Prehistoric American Southwest (Salt Lake City: University
of Utah Press, 1999), pp. 3, 460, 484.
27 A.L. Kroeber, Cultural and Natural Areas of Native North America
(Berkeley: University of California Press, 1963), p. 224. 28 Harold B.
Barclay, The Role of the Horse in Man’s Culture (London: J.A. Allen, 1980),
e.g. p. 23.
29 Richard W. Howell, «War Without Conflict,» in Nettleship, op.cit., pp.
683-684.

30 Betty J. Meggers, Amazonia: Man and Culture in Counterfeit Paradise
(Chicago: Aldine Atherton, 1971), pp. 108, 158.
31 Pierre Lemmonier, «Pigs as Ordinary Wealth,» in Pierre Lemonnier, ed.,
Technological Choices: Transformation in Material Cultures since theNeolithic (London: Routledge, 1993), p. 132.
32 Knauft, op.cit., p. 50. Marvin Harris, Cannibals and Kings (New York:
Random House, 1977), p. 39.
33 Maurice Bloch, Prey into Hunter: The Politics of Religious Experience
(Cambridge: Cambridge University Press, 1992), p. 88.
34 The «rank-and-file» of organized labor is another product of these
originals.

35 Robert L. Carneiro, «War and Peace,» in S.P. Reyna and R.E. Downs, eds.,
Studying War: Anthropological Perspectives (Langhorn, PA: Gordon and Breach,
1994), p. 12.
36 Cited and discussed in Marshall Sahlins, Stone Age Economics (Chicago:
Aldine, 1972, pp. 174, 182.

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