Colombia: la hora crítica

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Al tomar posesión del cargo de presidente de Colombia Álvaro Uribe Vélez el 7 de agosto de 2002, los delincuentes se han convertido en la clase dirigente de este país. El padre de Uribe, Alberto Uribe Sierra, a mediados de la década de 1970, había estado ahogándose en las deudas en el barrio de clase medida de los Laureles, en Medellín, cuando un extraño revés de la fortuna le catapultó a la riqueza y le introdujo en la clase dirigente al convertirse en corredor político e intermediario en la transacción de bienes raíces para los narcotraficantes, jactándose de poseer
extensas haciendas ganaderas en Antioquia y Córdoba.

Uribe Sierra estaba unido por vínculo matrimonial a los Ochoa, una familia de la elite que formaba parte de los pujantes contrabandistas arribistas1 que integrarían el cartel de Medellín; cuando Pablo Escobar lanzó su campaña «Medellín sin barrios pobres» en 1982, Uribe Sierra organizó una carrera de caballos para recaudar fondos para contribuir a la misma. El fils (hijo) de Uribe fue destituido de su puesto como alcalde de Medellín por su conspicua asistencia a un encuentro de los carteles de drogas de la región en la hacienda de Escobar, Nápoles.

Cuando su padre fue asesinado en su rancho en 1983, dejando tras de sí deudas que rondaban los 10 millones de dólares, Alvaro Uribe huyó de allí en un helicóptero de Escobar. Durante el período que duró su mandato como gobernador de Antioquia, entre 1995 y 1997, el «Montesinos» de Uribe -por tomar prestada una expresión de
Alfredo Molano- era Pedro Juan Moreno Villa, quien según un antiguo jefe de la DEA (Agencia de Control de Drogas) estadounidense es el importador de permanganato potásico más importante del país, el principal precursor
químico en la elaboración de la cocaína2. Éste es el mayor exponente de la guerra contra las drogas y el terrorismo librada por Washington en el hemisferio occidental.

En abril de 2003 el Congreso de Estados Unidos concedió a Uribe una suma adicional de US$ 104 millones -que se añaden a los 2.000 millones de dólares que ya han sido desembolsados desde 1999 conforme a lo previsto en el Plan Colombia-. Aunque en otros lugares de América Latina el FMI propugna medidas austeras para conseguir superávit presupuestarios, las necesidades especiales de Colombia son tratadas con indulgencia y su gasto militar se encuentra completamente excluido de los recortes del gasto público exigidos por el Fondo.

Respecto a las sobradamente conocidas estadísticas acerca de la espiral de violencia en la que se encuentra sumida Colombia, las mismas también desmarcan a este país del resto de los países latinoamericanos. A mediados de la década de 1990, el índice de homicidios había aumentado hasta alcanzar récords mundiales: 72 de cada 100.000 habitantes, frente a 24,6 en Brasil, 20 en México, 11,5 en Perú y 8 en Estados Unidos. El homicidio es la principal causa de muerte entre los hombres y la segunda
entre las mujeres3.

En 2001, se cometieron una media de 20 asesinatos políticos al día, aunque debe indicarse que la mayoría de los mismos se produjo dentro de cinco o seis zonas concretas. Aproximadamente la mitad de los secuestros que se cometen anualmente en el mundo tienen lugar en Colombia.

En 2001, el 90 por ciento de todos los militantes sindicalistas asesinados en todo el mundo murieron en este país. Además ocupa el tercer lugar mundial entre los países con el número más elevado de refugiados internos, que alcanza alrededor de 2,9 millones de personas de sus casi 45 millones de habitantes, que han sido expulsadas de sus hogares en las zonas rurales; no resulta exagerado decir que en poco tiempo este país se está convirtiendo en un lugar donde no hay sitio para correr ni rincón donde esconderse.

La ceremonia de nombramiento de Uribe se hizo famosa gracias a 19 bombas de mortero lanzadas hacia donde él se encontraba por las guerrillas de las FARC. Simbólicamente, aunque no consiguieron causar muchos daños al Palacio Presidencial, mataron a 21 personas de los barrios pobres adyacentes.

A diferencia, una vez más, de lo ocurrido en El Salvador o en Perú, el Estado colombiano no ha logrado ni neutralizar ni derrotar a sus guerrillas insurgentes, intactas desde la década de 1960.

Las FARC, o las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, con múltiples
bases y una fortaleza en el sureste del país, se estima que cuentan con un número de entre 16.000 y 18.000 guerrilleros. El ELN, o el Ejército de Liberación Nacional, principalmente concentrado en las regiones petroleras del nordeste y en las zonas de exportación del Caribe, está al mando de entre 5.000 y 7.000 combatientes.

Su longevidad emula la de la exclusión padecida por las demandas populares por parte del sistema político dominante: mientras que en otros lugares las movilizaciones de masas han dado lugar a la creación de nuevos partidos, han forzado cambios en la política y han derrocado a gobiernos, en Colombia nunca se
ha permitido al populismo urbano, ni a la socialdemocracia, emerger
como fuerza nacional.

Aun así, no se trata

de una dictadura

Con la celebración exquisitamente puntual de elecciones presidenciales cada cuatro años, la democracia constitucional colombiana puede vanagloriarse de poseer el régimen bipartidista más longevo de América Latina; pese al hecho de que con frecuencia ambas facciones han hecho correr la sangre de la contraria, el paradigma político clásico -estructurado, siguiendo las líneas ibéricas, por una división oligárquica entre conservadores y liberales- persiste hasta el día de hoy.

Naturalmente, este sistema caracterizaba a los Estados latinoamericanos recién independizados de principios del siglo XIX, en los que una elite gobernante de propietarios de tierras, abogados y comerciantes que manipulaba un restringido sistema de sufragio cuyos votantes eran clientes antes que ciudadanos se escindió tradicionalmente en dos bandos.

Los conservadores estaban comprometidos primordialmente con el orden y, al igual que sus homólogos europeos, con la religión, en una estrecha alianza con la Iglesia Católica. Los liberales, se declaraban a favor del progreso y eran, por regla general, anticlericales. Económicamente hablando, la riqueza aposentada en la tierra tendía a ser más conservadora y las fortunas comerciales más liberales.

Esta división civil estaría intermitentemente salpicada o atravesada por pronunciamientos y tomas del poder a manos de caciques militares enfrentados, en nombre, aunque no siempre con el consentimiento, de uno u otro de los partidos políticos que se disputaban el gobierno.

Sin embargo, a principios del siglo XX, en otros lugares este modelo había comenzado a dejar paso a una política urbana moderna, donde las coaliciones radicales o los partidos populistas movilizaban a las masas recién concienciadas con reivindicaciones que demandaban transformaciones sociales básicas. En todo el resto del continente, la acelerada urbanización y las presiones para llevar a cabo reformas agrarias provocó el declive del peso político del segmento de la clase dirigente cuya
riqueza se basaba en la tierra.

Colombia es el único país donde una diarquía conservadora-liberal ha sobrevivido prácticamente durante cien años, permaneciendo aparentemente intacta hasta la llegada del siglo XXI, y ello a pesar de las elecciones legislativas gobernadas por los principios de la representación proporcional. La singularidad de este fenómeno no
se reduce a América Latina; efectivamente, ningún otro sistema de partidos en el mundo puede vanagloriarse de una continuidad comparable a la colombiana.

Quizá la manera más sencilla para comprender el carácter extraordinario de la oligarquía consista en hacer una lista de los vínculos de parentesco entre sus últimos presidentes.
– Mariano Ospina Rodríguez (1857-1861) fue el primer presidente autodeclarado conservador de Colombia, en época de Palmerston;

– su hijo, Pedro Nel Ospina, ocupó el mismo cargo en la de Baldwin (1922-1926);
– su nieto, Marino Ospina Pérez, en la de Attlee (1946-1950);

– Alfonso López Pumarejo, el presidente liberal más relevante de los últimos tiempos, fue contemporáneo de Roosevelt (1934-1938), y de nuevo en el período 1942-1945);

– su hijo, Alfonso López Michelsen, fue presidente en época de Ford (1974-1978) y de Carter;
– Alberto Lleras Camargo, otro liberal, fue presidente en los días de la Alianza por el Progreso (1958-1962);

– su primo, Carlos Lleras Restrepo, lo fue durante la guerra de Vietnam (1966-1970);

– le sucedió el conservador Misael Pastrana (1970-1974);

– veinte años después, su hijo, Andrés Pastrana, tomaba las riendas del poder (1998-2002).

Si se incluyera a los candidatos presidenciales, al igual que a los ganadores, la lista
sería todavía más larga: Álvaro Gómez Hurtado, el abanderado del partido
conservador en 1974 y 1986, era hijo de Laureano Gómez (1950-1953), el presidente más extremista del Partido Conservador. ¿Cómo pudo esta oligarquía desafiar durante tanto tiempo, excluyendo a todas las clases antagonistas, una deriva hacia la extinción? ¿Qué relación guarda con la imposibilidad para erradicar a las relativamente pequeñas fuerzas guerrilleras y con la consolidación de los paramilitares asesinos? No se han aportado respuestas concluyentes a estas preguntas pero, necesariamente, en ellas descansa una clave de la agonía contemporánea de Colombia.

Notas

1 En castellano en el original. En lo sucesivo, la cursiva en una palabra señala que ésta aparece en castellano en el original (N. de la T.).

2 Véase Joseph Contreras, en colaboración con Fernando Garavito, El Señor de las Sombras: Biografía no autorizada de Álvaro Uribe Vélez, Bogotá, 2000, pp. 35-43, 65-72, 92 y 167.
Contreras es el editor del Newsweek latinoamericano y Garavito es un columnista político recientemente empujado al exilio debido a las amenazas de muerte lanzadas contra él por los paramilitares. Véase Alfredo Molano, Peor el remedio, en El Espectador, 1º de septiembre de 2002.

3 Andrés Villaveces, Appendix: A Comparative Statiscal Note on Homicide Rates in Colombia, en Charles Bergquist et al. (eds.), Violence in Colombia, 1990-2000: Waging War and Negotiating Peace, Wilmington, 2001, pp. 275-280.

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* Historiador estadounidense; se hizo conocido del gran público hacia mayo de 2004 por su denuncia sobre el apresamiento en Bolivia de Francisco, Pancho, Cortés, colombiano al que las autoridades bolivians acusaron sin pruebas de ser un agitador guerrillero; notas y arttículos reproducidos por una gran cantidad de medios independientes, especialmente en la internet. Entonces Hylton investigaba en Bolivia con miras a su tesis para un doctorado en Historia en la Universidad de Nueva York.

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