Colombia, régimen autoritario y deuda democrática
Carlos Gutiérrez M. - Desde Abajo
País de apariencias, ese es Colombia, donde el discurso oficial dice una cosa y otra diferente es lo que dice la realidad cotidiana de los territorios. Esta sensación, muy extendida entre clases, pueblos y grupos poblacionales que habitan sus más de un millón de kilómetros cuadrados, es corroborada una vez más por un ente, institución u organización internacional, esta vez el Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP).
Este Tribunal Internacional de Opinión en su Sesión número 48, con Colombia como país valorado, fue enfático en su fallo al sentenciar que aquí se vive un proceso sistemático de violencia y permanente transgresión de los Derechos Humanos que concreta un continuado genocidio político. A este falló se llegó luego de revisar profusa documentación entregada por decenas de organizaciones sociales, partidos políticos y personas, así como de escuchar cientos de testimonios, información que cuestiona en toda su estructura, esencia y devenir la democracia en que dice soportarse y desenvolverse el régimen político.
El análisis de esta problemática presenta un proceso sistemático de violencia, exclusión e impunidad que se padecen a lo largo –por lo menos– del último siglo de existencia republicana, con episodios paradigmáticos y que perduran en la memoria nacional, entre ellos la Masacre de las Bananeras; el 9 de abril de 1948 y con él la insurrección urbana tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, prolongada durante años en lo que el historicismo oficial denomina “La violencia” (1948-1953), en el exterminio de la Unión Patriótica y en los “falsos positivos”, entre otros muchos sucesos históricos.
Este desangre nacional persistente en el conflicto social que proviene de los años 20 del siglo pasado, ahondado en la tercera década con el sueño de reforma agraria como reivindicación nodal, a la par de la cual la persistente movilización del país nacional por justicia e inclusión social es una mayoritaria demanda recogida, procesada y profundizada por Gaitán a lo largo de varios años de encuentro con el país de excluidos, hasta consolidar un liderazgo que los ojos del poder nacional e internacional perciben como un grave peligro. Y no permanecen observando: la democracia formal se retuerce hasta romperse, y el atentado y el homicidio toman cuerpo como recurso del poder.
Las secuelas se extienden. El 9 de abril, y con este el período denominado por el historicismo oficial como “La violencia”, impacta a la sociedad colombiana en forma imborrable, en años durante los cuales fueron asesinados no menos de doscientos mil connacionales, mientras muchos otros fueron desplazados y obligados a asentarse en las periferias urbanas de ciudades como Cali, Medellín y Bogotá, para iniciar así un creciente poblamiento de sus principales centros urbanos, que en medio de varias oleadas de perseguidos, despojados y criminalizados todavía no termina.
Todo en medio de una ofensiva de terratenientes y defensores del statu quo que se traduce en guerra civil en los Llanos orientales con la conformación de un ejército de campesinos alzados en defensa de sus vidas, identidad política y pocas propiedades, y como recurso para bloquear su creciente autonomismo el golpe de Estado. La formalidad democrática queda para épocas de mayor cohesión social.
Para superar el ‘impase’, como acuerdo de inclusión oligárquica y exclusión popular, fue sellado el Frente Nacional con el que supuestamente el país encontraría la paz y la prosperidad social, pese a la cual ni lo uno ni lo otro ganaron cuerpo, sí la democracia formal que retomaba su periódico rito.
A lo largo del siglo XX Colombia experimenta una centuria de violencia agenciada desde su Estado, vivencia radiografiada a través de la multitud de testimonios y documentación recibida y expuesta en parte en su acto de acusación por los fiscales Iván Velásquez y Ángela María Buitrago, con el respaldo de una argumentación que deja sobre la conciencia nacional el recurrente uso del poder reunido en un aparato de Estado que desconoce a quienes debe proteger, usado por quienes lo controlan para acallar inconformidades e impedir la concreción de una democracia real.
Es decir, reclamos en unos casos de acceso a la tierra, de salarios dignos en otros, de justicia social y superación de la impunidad en no pocas ocasiones, del derecho a la participación política, pero también de acceso a servicios públicos, vivienda, educación y un largo etcétera que dejan la evidencia de que aquella cantinela, repetida sin rubor desde el poder y que asegura que Colombia es la democracia más fuerte del continente, no tiene asidero sino en las mentes de los usufructuarios del poder político y económico.
Afirmación que suena a ficción, y que de uno u otro modo deforma lo que se debe entender por democracia, que, al decir de uno de los más importantes intelectuales con que ha contado el país, ocultado por el poder real que lo desconoce con claros propósitos, es más que un voto o la perfección del sistema electoral: “El problema de la democracia no será resuelto mientras no se le trate como un todo.
Cada uno de los factores que integran ese problema conjunto es importante y está dotado de poderosa vitalidad en la medida en que se articula a los restantes factores, es decir, en la medida en que no se considera una parte divisible. ¿Qué validez tiene la aspiración de buscar la autenticidad de la democracia en la autenticidad formal del voto –mediante el perfeccionamiento técnico de los mecanismos electorales– si detrás del voto no existe una línea definida de aspiraciones, una capacidad de acción independiente y una voluntad consciente del pueblo elector?” (1).
De acuerdo con lo resumido por Antonio García, es claro que lo imperante acá es un remedo de democracia. ¿Qué más puede prevalecer en un país en el cual, en sus últimos 30 años, ocho millones de colombianos han tenido que dejar sus terruños y lo alcanzado a reunir tras años de labor, reflejo de una sabia decisión en pos de salvar su vida y la de los suyos? ¿A qué democracia se alude en un país donde, en igual período se les ha despojado a sus verdaderos propietarios cerca de ocho millones de hectáreas de tierra para ser amasadas por viejos y nuevos terratenientes?
Claramente estamos frente a un remedo de democracia que no se acerca ni de lejos al sentido profundo de una formación político-económica para todos, por decir de alguna manera participativa, directa, radical, mucho menos plebiscitaria.
De modo que esta es una democracia meramente de nombre, exclusión y negación de hecho, con un régimen impuesto y prolongado con el favor de fuerzas militares, paramilitares y mafiosas que han terminado por eliminar a sectores específicos de la población colombiana. Además, el poder ha contado con jueces que han tendido niebla sobre evidentes hechos de barbarie, así como notarios que han avalado el despojo de cientos de miles, y otras autoridades que convalidan la amenaza, la persecución, el atentado, la muerte. Y la desmemoria.
Sucesos así, estos y otros, conjugan un “[…] genocidio continuado, cometido contra una parte del grupo nacional colombiano. Por tanto, el exterminio de grupos específicos de carácter étnico, político o social se subsume en ese escenario global y sostenido en el tiempo del genocidio dirigido a transformar la realidad plural del grupo nacional, eliminando a quienes no deben tener cabida en el mismo, según la concepción de quienes han concebido articulado y llevado a cabo el genocidio” (2).
No es solamente, por tanto, el genocidio de fuerzas y procesos sociales y políticos como el padecido por el gaitanismo y la Unión Patriótica, como los de mayor relieve, sino también el genocidio de ese amplio grupo social colombiano que ha buscado una mejor vida para el país integrado por indígenas, campesinos, trabajadores de la ciudad y del campo, estudiantes, y mujeres y hombres de variadas identidades culturales y políticas, etarias y territoriales.
Para su negación, por ideología, creencias y prácticas, el establecimiento no ha dejado de usar en estas décadas todos los recursos a su alcance, desde la estigmatización y la criminalización, pasando por la persecución, el desplazamiento y hasta el homicidio, individual y colectivo, rompiendo con ello la consolidación de liderazgos territoriales como de profundos procesos sociales, para lo cual la masacre también es un recurso a la mano.
La abierta instrumentalización de un cuerpo armado que se pregona para la protección de la totalidad nacional materializa, como sucedió en la referida época de “La violencia” con los chulavitas, la privatización y la puesta al servicio de los más ricos de un potente cuerpo reunido en las Fuerzas Armadas, complementadas, según lo que indican los manuales elaborados por el Ejército de los Estados Unidos, por paramilitares pero también por otros cuerpos armados, como las bandas al servicio del narcotráfico.
Todo ello encaja en las ‘recomendaciones’ de una potencia extranjera que no se queda ahí sino que interviene en la formación, el acompañamiento, la dotación y la evaluación del funcionamiento del cuerpo militar, oficial, así como del paramilitar.
Por tanto, lo que ha existido en Colombia, prolongado en el tiempo, es la formalidad democrática que se plasma en la realización de elecciones periódicas. La concentración de la riqueza, hasta niveles inimaginables, sella con broche de vergüenza la que es otro baluarte de cualquier régimen incluyente, la justicia, característica sustancial de cualquier democracia.
¿Puede ser democrático un régimen que desconoce y se opone a la pluralidad que resume el ser nacional de su población? ¿Cómo caracterizar a un sistema que hunde en el genocidio a núcleos amplios de su población e igualmente arrasa con la variada naturaleza que permitió que el nuestro fuera considerado un país de regiones, concretando así un ecocidio?
La descarnada realidad, entonces, es ahora desnudada por el fallo emitido por el TPP, dándole plena validez a la existencia y la misión de la Comisión de la Verdad, un significativo producto del Acuerdo de paz firmado entre Gobierno y Farc, y cuyo esfuerzo especializado debe propiciar la reconstrucción de años de imposición de un poder que no repara en formas ni prácticas para sostenerse y prolongarse.
Esta realidad, al mismo tiempo, invita a encarnar, por la totalidad social que somos, un liderazgo que haga realidad que “el problema de la democracia no será resuelto mientras no se le trate como un todo”, que para el caso colombiano demanda, como un inamovible, la resolución del problema de la tierra, un pendiente extendido desde la Colonia.
Al mismo tiempo, la apertura de espacios de participación política y social que, más allá de lo electoral y los cuerpos de representación a que da lugar, inviten y garanticen el diseño de un país con las manos de la totalidad que lo habita, asegurando, como materialización de tal ejercicio, la redistribución de la riqueza nacional, sostén de justicia y paz, dos soportes de una democracia integral que hasta ahora no son más que ilusión y palabras discursivas para descrestar almas incautas.
La Sentencia del TPP no tiene efectos judiciales pero sí morales y éticos, y de ello también debe dar cuenta una democracia en sentido pleno, condición fundamental para sellar una historia de horror y dar paso a otra donde la triada solidaridad, justicia y paz/convivencia, entre humanos y con la naturaleza se plasme cada día.
Notas
1. García, Antonio Nossa, Dialéctica de la democracia. Sistema, medios y fines: políticos, económicos y sociales. Ediciones Desde Abajo, 2013, p. 32.
2. Suplemento especial periódico Desde Abajo, edición 284, “En Colombia se ha cometido un genocidio continuado contra una parte del grupo nacional”, septiembre 20-octubre 20, año 2021.