Colombia – Tras el estallido social de 2021, construir otro mundo siendo autónomos

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El futuro inmediato dependerá, en gran medida, de la capacidad de las organizaciones populares para fortalecerse en medio del conflicto entre el gobierno y la oposición, ganando autonomía de las agendas instituciones manejadas por el sistema de partidos. Raúl Zibechi nos lleva a los suburbios de la capital colombiana, donde florecen cientos de iniciativas colectivas desde el estallido social de 2021. A continuación, sus artículos, publicados por la web mexicana desInformémonos

Bogotá I: El Trébol, espacio de resistencia en la mega ciudad

Papa con Yuca ocupa el centro del encuentro en la Casa Cultural El Trébol de Todos y Todas, un espacio de jóvenes en el borde occidental de Bogotá, a casi una hora del centro. Ángela y Tatiana se encargan de presentar a la escuela de músicos tradicionales que nació durante el estallido social, ante un círculo de unas 50 personas, casi todas debajo de los 30 años

El de hoy es uno de los encuentros dominicales de músicas tradicionales, protagonizado por grupos de chirimías procedentes de Popayán, en el Cauca. Niños y niñas hacen sonar flautas y bombos. Luego dan paso a músicos mayores que explican el arte de la chirimía mientras alguien explica en voz baja que existen grupos de chirimías de mujeres en esa región del sur colombiano.

Ángela explica de qué se trata la jornada musical, dando paso a los músicos que se explayan sobre las características y la historia de la chirimía.

Barrio con historia comunitaria

Tatiana comienza a relatar la historia del Trébol, que se abre en 2015 cuando en el barrio no existía ningún espacio cultural. Por barrio se refiere a las 400 viviendas de Ciudad de Cali, formado por migrantes rurales en la década de 1980, que llegaron huyendo del conflicto armado. Las tierras eran ocupadas por familias o por privados que las loteaban y vendían a precios muy bajos. Todo al margen del Estado y de las reglas institucionales.

“Tuvieron que juntarse para gestionar la vida comunitaria, ya que no tenían ni agua, ni luz, ni calles”, explica Tatiana Fernández, profesional en Estudios Literarios, fundadora de El Trébol y militante social que participó activamente en el Portal de la Resistencia, a escasa distancia de su barrio durante el estallido. El agua la consiguieron enterrando mangueras remendadas bajo tierra, pero debían repararlas con frecuencia.

“Este espacio era el salón comunal del barrio”. Fue también la sede de la Junta de Acción Comunal y luego de ser abandonado se convirtió en depósito de materiales y espacio tomado para la venta de drogas.

El barrio está enclavado en el distrito Kennedy, creado en la década de 1960, que cuenta hoy con 1,2 millones de habitantes siendo el más poblado de la mega ciudad que ya supera los diez millones. Tatiana muestra cierta sorpresa con la historia de su barrio, ya que “los vecinos hicieron todo con sus propios medios, pero luego le pidieron al distrito que los reconozca”.

Las casas son todas de bloques que ya cuentan con dos y hasta tres plantas, construidas progresivamente por las familias durante cuatro décadas. Las más prósperas tienen su comercio sobre la calle (en general de alimentación y de abarrotes) y las viviendas en los pisos superiores. Las calles son estrechas y los fines de semana las familias comen en los pequeños restaurantes familiares mientras grupos de músicos populares se arremolinan cantando y pidiendo la colaboración.

El barrio suena sereno y tranquilo, aunque aseguran que la existencia de múltiples negocios ilegales genera un clima de violencia. “Kennedy es el distrito con mayor índice de feminicidios y de secuestro de niños”, asegura Tatiana.

En todo caso, puede palparse una autoestima colectiva, al haber podido convivir con las economías informales y clandestinas dedicadas al tráfico de armas, de personas, órganos e infancias, a abrir un espacio apreciado por el entorno como El Trébol. “En 2006 mataron a un chico en el espacio comunal y la gente se retiró del salón, se llevaron todo y sólo queda la estructura que se va deteriorando, mientras esto se convirtió en el basurero del barrio”.

Las cosas comenzaron a cambiar cuando las Madres Comunitarias reclamaron un espacio para sus hijos e hijas, ya que en las inmediaciones no había ni espacios verdes ni plazas, ya que todo lo dominan los coches y el transporte público.

De basurero a espacio cultural en resistencia

La cultura de la autogestión comunitaria empezó a dar sus frutos hace apenas ocho años. “El vecindario quería cerrar el espacio y empezaron a traer bloques y llegó el colectivo Arquitectura Expandida que nos ayudó a construir lo que hoy pueden ver” (arquitecturaexpandida.org).

Ese colectivo construyó la Casa de la Lluvia en Alto Fucha, donde años atrás tuvimos una maravillosa jornada comunitaria, y decenas de otros espacios urbanos en la ciudad (https://goo.su/LUP3Nm).

Decidieron nombrarlo El Trébol porque cuentan con tres espacios: el skate a la entrada, la huerta y el salón. “Pero hay un cuarto que somos las personas”, dicen. El colectivo comenzó armando bicicletas y trabajando con niñas y niños, pero pronto armaron una biblioteca que alcanzó los cinco mil volúmenes, la Biblioteca Popular y Comunitaria el Trébol.

Crearon un pre-universitario donde estudian quienes tienen que dar el exigente examen de ingreso a la universidad, con docentes voluntarios. Ya pasaron once camadas con un total de más de 600 estudiantes, consiguiendo 120 el ingreso a la universidad. Los talleres de formación artística incluyen desde serigrafía hasta hip hop, artes marciales y una diversidad de prácticas que van variando según el interés de las personas.

Recogen agua de lluvia y obtienen la energía eléctrica gracias a una familia vecina. Las fiestas del 31 de octubre, fecha del aniversario de El Trébol, y las novenas de fin de año, se ha vuelto masivas con alta participación del vecindario.

“En 2020 el espacio se volvió femenino, con el ingreso de nuevas compañeras, y empezó a florecer la huerta”, asegura Tatiana. En 2021 la casa se volcó en el estallido. “Trasladamos lo que hacíamos aquí, al Portal de la Resistencia”. Y allí se volcaron las músicas de Papa con Yuca, las artes del hip hop, las feministas que montaron cocinas y espacios de salud, los jóvenes y su serigrafía.

Siempre supimos que las pequeñas iniciativas que surgen en la sombra, lejos de los focos mediáticos y de los partidos, son las precursoras de las grandes jornadas de las y los de abajo. Sin embargo, palparlo y sentirlo, en un espacio tan difícil y contaminado por la violencia como el distrito Kennedy, reconforma el espíritu y nos deja un sabor de esperanza.

Bogotá II. Descolonizando el arte

“La calle y lo comunitario descolonizan el arte, porque aquí no tenemos escuela de muralismo y en la universidad te enseñan sólo arte europeo”, descerraja Jesús en la ronda que se fue formando en el local del colectivo Arto Arte, empeñado en intervenir la ciudad desde el distrito de San Cristóbal.

El grupo nació hace trece años en los Altos de Fucha, en el mismo distrito, a raíz de encuentros musicales. Se definen como “un colectivo interdisciplinar y de artistas que viene trabajando desde el año 2009, en la articulación de procesos comunitarios por medio de la intervención artística en el espacio público desde el muralismo y el accionar comunitario” y consideran que la participación de la comunidad es la clave de la creatividad artística y del derecho al acceso a la ciudad.

Más allá de esa definición que aparece en su web, son militantes sociales que se vuelcan en sus comunidades para fortalecerlas a través del arte, sobre todo de murales que siempre se elaboran en colectivo, de forma co-participativa y co-creativa.

Una de las cuatro integrantes actuales de Arto Arte, Clara, razona que “encontramos personas que no terminaron la primaria y nos mostraron sus habilidades en los talleres de arte”. Consideran el muralismo como una forma de comunicación popular y sostienen que ese trabajo consiste en “acompañar los procesos populares y barriales”.

Ese acompañamiento los llevó a crear la Bienal de Arte Comunitario, cuya primera edición se realizo en 2017 y este año organizarán la cuarta en apenas dos meses bajo un lema decidido comunitariamente y muy adecuado para estos tiempos de progresismos: “Ninguna Decisión Sobre Nosotros Sin Nosotros”.

Se trata, señala Clara, de “encuentros a través de las artes para pensarnos colectivamente”. Jesús tercia diciendo que se trata de “encuentros para discutir, porque estamos viendo que lo cultural puede movilizar al barrio desde el momento que tomamos calles, parques, canchas deportivas y cualquier espacio público donde vamos forjando la gráfica popular”.

Una definición algo más formal, dice: “El trabajo del colectivo se ha enmarcado en revitalizar y reflexionar sobre los espacios comunitarios para la localidad y la ciudad a través de proyectos de investigación y creación artística, generando diálogos entorno a la importancia del espacio público, la memoria, el territorio, el patrimonio y el medio ambiente, lo que nos ha consolidado como un referente de la localidad y la ciudad en cuanto a proceso artísticos desde la artes plásticas, el arte urbano y el arte comunitario a partir de la investigación participativa artística y la creación colectiva de diversos lenguajes artísticos” (recorriendonuestrasvoces.com).

Un arte para la paz

Hace cinco años realizaron el mural más grande de Bogotá, “Conexión Arbórea”, que lo definen como “un mural en torno a la memoria y la vida”. Tiene 1.400 metros cuadrados y lo plasmaron con el apoyo de Machete Colectivo Gráfico, otro grupo de artistas comunitarios. Fue el fruto de un trabajo de investigación con la población de dos barrios de San Cristóbal, indagando sobre la memoria y el medio ambiente.

Se trata de una metáfora del modo en que las cosas encuentran su lugar y su relación con la vida. “La memoria y la vida encuentran en esas conexiones el puente de transición entre el pasado y el futuro, que se descubren en el diálogo con los más cercanos”, explican los autores.

Otro de los proyectos fue Cuadras Armónicas, que consiste en pintar fachadas de viviendas que de algún modo cuentan su historia, con el objetivo de que “al caminar pudieras detenerte frente a cualquier casa y contemplar la historia de tus vecinos, de tus abuelos, de las plantas y los animales que te rodean” (http://colectivoartoarte.blogspot.com/).

En su objetivo de embellecer los barrios y las calles de San Cristóbal, apelan a diferentes técnicas de intervención artística y de murales, como el mosaico, la pintoescultura, el stencil, el grafitti y el grabado. Lo que les interesa no es la búsqueda de la perfección artística, sino “reflexionar por medio de estos lenguajes artísticos sobre asuntos que nos tocan a todos: la memoria histórica barrial, la flora y fauna de los Cerros Orientales de Bogotá, el acceso al arte y la generación de una cultura de reconciliación y no violencia”.

En un país que lleva casi un siglo de violencias ininterrumpidas, la propuesta de Arto Arte y de otros colectivos volcados en el arte comunitario, nos dice que el impulso de una cultura de la no violencia puede ser uno de los modos del anti-capitalismo concreto, no teórico ni discursivo.

El estallido como viraje social y cultural

El video “Una plegaria por las víctimas del Estado” (https://goo.su/7M5FP) denuncia la violencia policial durante el estallido. Arto Arte incursiona en varias modalidades: murales, audiovisuales, gráfica, textos, fotos, y todo aquello que les permita conectar con la cultura popular y afianzar las redes de abajo. Este video se realizó durante la revuelta y trasmite denuncia y creación colectiva.

“Durante el estallido salieron muchos artistas a dejar impresa, en paredes y calles, su visión del conflicto y del país”, añade Jesús. Fue un desborde de creatividad y de expresión colectiva. “Abundaron los encuentros colectivos de primeras líneas, feministas, artistas y estudiantes, que tomaban las calles y pintaban en colectivo, en medio de diálogos políticos. Nadie salía a pintar solo”.

Relatan que en la realización de algunos murales se juntaban cien, doscientas o más personas, desafiando la represión policial. De ese modo surgió el colectivo Recorriendo Nuestras Voces (recorriendonuestrasvoces.com) en base a la respuesta de ocho organizaciones del distrito San Cristóbal, a las que se fueron sumando otros colectivos formados durante la revuelta.

“Lo colectivo cambia la estética”, agrega Edwin, generando un debate sobre la descolonización del arte. Luego de varios intercambios, parecen acercarse a una suerte de consenso: lo que descoloniza el arte es lo colectivo/comunitario, superando la herencia de la firma individual de la obra, de neto corte burgués y capitalista; pero no sólo, también hacerlo en el espacio público, ocupando sitios que se resignifican con murales, grafitis y sobre todo con la presencia masiva de vecinos y vecinas.

“Lo que descoloniza es la calle”, sería una buena síntesis del debate. Pero alguien agrega la influencia de lo indígena en todas las expresiones artísticas de la revuelta. Lo popular-barrial se va impregnando de las estéticas y cosmovisiones del principal actor colectivo de Colombia: los pueblos originarios, muy particularmente del mundo nasa y misak, pese a que son apenas el uno por ciento de la población.

Mural colectivo en la Unitierra de Bogotá

Luego de la revuelta, los colectivos de San Cristóbal hicieron una suerte de cartografía de todos los grupos del distrito: “Llegamos a 136 organizaciones, pero deben existir algunas más”, tercia Clara. Una cantidad enorme para una población de medio millón de personas.

Para cambiar el mundo, destacan los zapatistas, hace falta un tanto de dignidad. No se trata de herramientas ni de caminos. El mundo puede cambiarse desde cualquier lugar y con los modos más diversos. Los murales de Bogotá enseñan algo de eso: una sociedad otra está burbujeando, desde muy abajo, en el seno de este mundo decadente.

Bogotá III. Lo que va dejando el estallido

El impresionante estallido social de 2021 fue la consecuencia de una década de movilizaciones que comenzaron en las periferias y gradualmente fueron ganando el centro, o sea de las áreas rurales a las grandes ciudades. Antes de manifestarse en Bogotá y Cali, la primera y la tercera ciudad más pobladas (con diez y cuatro millones de habitantes), la protesta fue creciendo desde los sectores más afectados por el modelo hasta involucrar al grueso de la población.

La protesta cambió al país, pero fue posible también porque la sociedad venía cambiando, con el telón de fondo de las negociaciones de paz entre el gobierno y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). La lógica polarizadora de la guerra fue cediendo y comenzaron a ganar protagonismo las organizaciones populares; las indígenas y movimientos como el feminista y el cultural-juvenil ocuparon nuevos espacios.

Tatiana nos invita a salir de la Casa Cultural El Trébol para recorrer el barrio y acercarnos hasta lo que fue Portal Resistencia, el epicentro del estallido en Bogotá, donde miles de jóvenes resistieron la represión y pusieron en práctica formas de vida alternas a las hegemónicas. Pero antes de acompañar a nuestra compa, es oportuno repasar brevemente lo sucedido en la década anterior al estallido, porque una movilización tan importante siempre tiene antecedentes.

Una década de luchas

El proceso que desemboca en el estallido de 2021 comienza en 2011 con el paro de los transportadores de carga y con las movilizaciones de estudiantes universitarios en contra de la reforma de la educación superior. En 2013 se produce una importante movilización campesina en la región andina contra el tratado de libre comercio entre Colombia y Estados Unidos (el Paro Nacional Agrario), que abre nuevas confluencias como las “dignidades campesinas” y el Coordinador Nacional Agrario, que construyen lazos de solidaridad con los habitantes de las ciudades, especialmente de Bogotá (Desde Abajo Nº 287).

La confluencia de organizaciones rurales, campesinas, negras, comunales y de mujeres permitió ampliar las luchas para defender el sector agrario, luchar por una reforma agraria integral y rescatar la autonomía alimentaria. En 2013 unos 500 mil campesinos bloquearon carreteras y realizaron marchas con epicentro en Boyacá, Cundinamarca y Nariño, aunque hubo movilizaciones en 30 ciudades.

La agitación se profundiza entre 2018 y 2019 con movilizaciones de estudiantes de universidades públicas a las que se sumaron los de universidades privadas, de manera solidaria y con reclamos propios asociados al endeudamiento que sufren para poder seguir estudiando.

Pero el gran salto se produjo en noviembre de 2019 a raíz de la convocatoria de un paro por las centrales sindicales, por la implementación del acuerdo de paz, el respeto a los derechos, la defensa de líderes sociales y excombatientes, del medio ambiente y los derechos de las mujeres y de las comunidades LGBTI+, entre los más destacados La agenda incorporó, una vez iniciado el paro, la denuncia del asesinato del estudiante Dylan Cruz, por disparos Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía Nacional (ESMAD).

Como señala Carolina Cepeda en Desde Abajo, los centros tradicionales de protesta se desplazaron de los céntricos Parque Nacional y Plaza de Bolívar a lugares como la Plazoleta de los Héroes, el Parque de los Hippies y los portales de Transmilenio de distritos de la zona sur como  Kennedy y Usme. Con ese desplazamiento, “las plazas más pequeñas de los barrios cobraron relevancia al empezar a albergar acciones como las ollas comunitarias, las velatones, asambleas barriales y performances artísticos, principalmente en las localidades de Bosa, Engativá, Kennedy, Suba, y Usme”.

En los barrios aparecieron los cacerolazos, forma de protesta que se estrenó en Colombia en 2019, “jugando un papel central en la construcción primaria de solidaridad entre vecinos”. Un hecho decisivo en la deslegitimación del modelo represivo del ex presidente Álvaro Uribe, fue la “Masacre de Bogotá del 9 y 10 de septiembre”, en la que fueron asesinadas 14 personas, 75 resultaron lesionadas por armas de fuego y 138 fueron detenidas por la represión policial a las masivas protestas por el asesinato de Javier Ordóñez, golpeado hasta la muerte por policías por no respetar el toque de queda.

Portal Resistencia

El estallido colombiano se produjo desde fines da abril de 2021, ante un nuevo paro de las centrales sindicales desbordado por las juventudes que ganaron las calles durante tres meses creando decenas de “puntos de resistencia”, 25 de ellos sólo en Cali, el epicentro de la protesta juvenil. La respuesta del Estado en sus diferentes niveles fue sólo represión. Un Informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, señala que entre el 28 de abril y el 4 de junio de 2021 se produjeron alrededor de 80 asesinatos, más de 1.200 personas lesionadas, unos 130 desaparecidos y por lo menos 103 lesiones oculares, además de una cifra elevada, pero difícil de precisar, de agresiones sexuales.

Aparecieron las “primeras líneas” de autodefensa,  que se multiplicaron en “primeras líneas” jurídica, de salud, de las mamás y, esporádicamente, de militares disidentes. Barras de fútbol que rivalizaban con violencia se unieron para enfrenar al ESMAD. En los barrios populares de Bogotá se crearon dos grandes espacios “liberados”, el Portal Resistencia y el Portal de Usme. Los jóvenes de las periferias urbanas, principales víctimas del control social basado en la represión violenta, perdieron el miedo y le cambiaron la cara al país.

Tatiana nos lleva por los espacios que dieron forma al Portal Resistencia durante casi tres meses. Los manifestantes eran perseguidos por el ESMAD en las calles, pero también por helicópteros artillados y drones que los seguían hasta sus viviendas. En el Portal los varones, y algunas mujeres, se enfrentaban con la policía. En los espacios menos expuestos, las mujeres y algunos varones atendían heridos en espacios de salud, abrieron cocinas pero también tiempos de ocio, deporte y arte.

Dos años después, la enorme explanada comercial del Portal de las Américas aún conserva señales del estallido, aunque la alcaldía neoliberal de Bogotá se empeña en grandes obras para apagar cualquier rescoldo de la protesta. Tatiana nos enseña un huerto que homenajea a las víctimas de la represión, donde destaca un gran mural en homenaje a Duban Barrios, un joven desaparecido por la policía que fue encontrado muerto días después.

El espacio fue nombrado “Patrimonio Cultural de Autogestión y Resistencia Territorial”, presidido por un cartel de madera colocado a un año del asesinato de Duban: “Esta siembra es una acción viva de la memoria para que florezca la verdad y la justicia sobre las violencias ocurridas en el estallido nacional del 28 de abril de 2021. Es un homenaje al coraje de las familias y las colectividades que siguen multiplicándose a pesar de la violencia”.

Después de la tormenta

Las juventudes en las calles cambiaron el mundo o, mejor, movieron su lugar en el mundo. La revuelta ha dejado miles de experiencias organizativas nuevas y más sólidas que las que existían antes de ese fenomenal ciclo de protestas.

Además de espacios como el Centro Cultural Trébol, se crearon ollas comunitarias, redes de comunicación alternativa, grupos de derechos humanos, brigadas de salud y huertas populares. Algunas voces destacan que en el distrito Kennedy existen más de cien huertas comunitarias, uno de los tantos espacios que se mantienen y renuevan cada día.

Alejandra y Andrés participan en el Colectivo Tierra Okupa en Bosa, muy cerca de Kennedy, donde detectaron casi 200 huertas familiares, muchas de ellas nacidas para mitigar el problema de la basura pero que consiguen estrechar lazos con las vecinas (en su inmensa mayoría mujeres). “La huerta es un espacio de emancipación”, explica Andrés en la reunión en El Trébol. “Te permiten comprender la naturaleza y te permiten convertir los espacios públicos, como parques y plazas, en espacios comunitarios”.

Las huertas contribuyen a fortalecer el tejido social barrial que es constantemente desgajado por las lógicas mercantiles y la represión. “La tierra nos da la posibilidad de construirnos de otras formas, nos enseña paciencia y cuidados, nos educa en resolver conflictos de manera diferente”, agrega Andrés. Pero también contribuyen al debate sobre las cuestiones ambientales que, a menudo, son escasamente percibidas en las ciudades. La memoria campesina fue decisiva en estos barrios para crear huertas durante la pandemia, que se volvieron espacios de resistencia al sistema.

Tatiana agrega que en el borde occidental de la ciudad se están consolidando los espacios de autonomía, a los que alude como “lo hacemos nosotras”. En dos aspectos han crecido hacia adentro en los tiempos pos-estallido: “Medir cuándo hay que confrontar, pensar para qué confrontar y no desgastarnos, ser más estratégicos”. La segunda, es que “aprendimos que no todo sale bien, que a veces los procesos se caen”.

Aún es pronto para que los cambios en la cultura política y organizativa que hizo emerger el estallido se decanten y enseñen su potencial transformador. Las principales tendencias apuntan hacia la expansión de los colectivos territoriales de base y la profundización de sus rasgos autónomos. Sin embargo, estas tendencias están enfrentando tensiones notables como consecuencia de la polarización entre el gobierno progresista de Gustavo Petro y la derecha tradicional ahora en la oposición.

Como viene sucediendo en otros países de la región, este escenario puede decantar a los movimientos hacia posiciones muy cercanas al progresismo, hipotecando su independencia. El futuro inmediato dependerá, en gran medida, de la capacidad de las organizaciones populares para fortalecerse en medio del conflicto entre el gobierno y la oposición, ganando autonomía de las agendas instituciones manejadas por el sistema de partidos.

*Fotos: Comisión de la Verdad, Contagio Radio, Colombia Informa y Raúl Zibechi

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