Colombia y Chile, con un “abajo” que se mueve, están que arden: ¿sólo ellos?
Un grupo de investigadores al servicio del Fondo Monetario Internacional (FMI) dijo, semanas atrás, que la situación social en el mundo podría hacerse compleja y bravía unos meses después de que esta pandemia pasara y las actuales restricciones hubieran terminado. En el mismo informe sostenían que las actuales limitaciones para la circulación eran un escollo que frenaba reclamos y movilizaciones.
Esta perspectiva general se ahonda en nuestra región, aunque el Covid nunca logró erradicar una variedad de reclamos que, a pesar de la pandemia, siguieron ocupando las calles e inquietando a los gobiernos. Su causa es dura y simple: La desigualdad reinante al interior de nuestros países y la debilidad de estos cooptados Estados creó las condiciones para que pase lo que pasa en los convulsos Colombia y Chile. De todos modos, lo que allí acontece no es una excepción sino el punto más alto de una situación.
Desconexión entre el poder y las necesidades de las mayorías
Los sucesos de estos últimos tiempos, particularmente Chile y Colombia, tienen que ver con países donde el neoliberalismo o el capitalismo salvaje más avanzó. Esa preocupación por asegurar las ganancias de sectores empresarios, como motor de la economía, condujo a que se profundice la distancia entre las élites gobernantes y los padecimientos de la inmensa mayoría de nuestros pueblos.
El sector financiero es el principal protagonista de estas políticas. Si bien no se puede generalizar, se puede señalar que los países gobernados por fuerzas conocidas como progresistas terminaron favoreciendo la misma tendencia. Éstos trataron de compensar esa perspectiva, entre otras cuestiones, con dos mecanismos: el reconocimiento de nuevos derechos y la posibilidad de una mejor redistribución de ingresos. Sus dirigentes consideraron que, con ello, se crearían mejores condiciones para que esta democracia pudiera avanzar.
Los datos de la realidad no acompañaron esos buenos propósitos. El avance, en materia de ampliación de derechos (género, libertades) no trajo los mismos efectos para las necesidades de las grandes mayorías que perdieron derechos en materia de salud, vivienda, comida, educación, trabajo, salarios. Todo ello hizo que la economía se concentre y la pobreza crezca.
El asistencialismo fue la respuesta ideada. Pero se manifestó cada día más insuficiente para cubrir las necesidades populares. Fue por ello que las medidas tendientes a una favorable redistribución de ingresos -en los mejores casos el Brasil de Lula y la Argentina de los Kirchner- no duraron los embates del tiempo y la realidad. Michel Temer y Jair Bolsonaro en Brasil, junto a Mauricio Macri y Alberto Fernández en la Argentina, son la prueba de esas frustraciones.
Estas crisis no demandaron, como hace cuatro o cinco décadas, de golpes militares o cívico-militares. Ocurrieron en medio de la vigencia de estas obsoletas instituciones y la crisis de la democracia deliberativa. Quienes no se atreven a reconocerlo y mirar la profundidad de lo que pasa, buscan chivos expiatorios en los cuales descargar las responsabilidades.
Hay agotamiento de un sistema institucional y un modelo económico. Los buenos precios internacionales de los productos primarios de nuestros países (cereales, carnes, cobre, hidrocarburos) ya no alcanzan. Seguir repartiendo migajas, sin generar trabajo y sin construir una sociedad distinta, no parece ser el camino. En Argentina y en estos días, desde el oficialismo, el expiquetero y hoy funcionario Emilio Pérsico y el amigo del Papa, Juan Grabois, lo dijeron a viva voz y antes que el diluvio los devore.
Jóvenes, mujeres e indígenas son nuevos protagonistas
En un mundo que se fue concentrando y que dejó a millones a la intemperie de la sociedad, los protagonistas y sus organizaciones se fueron modificando. El patriarcado, que viene de siglos de dominio, está cediendo espacios ante el insoportable silencio de esa mitad de la humanidad a la que prácticamente se le negaba la voz. La actual violencia contra las mujeres es el ruido de un mundo patriarcal cuyas estructuras crujen al desarmarse. Esto lleva a pensar que los cambios del futuro tendrán cara de mujer. En las barriadas, ese rol protagónico, ya se hace cada día más fuerte.
A lo anterior se agrega que aparece en escena -en las calles de Bogotá, Calí, Santiago de Chile, Valparaíso- una nueva generación que, sin nada, pone lo que tiene -su cuerpo- al servicio de una sociedad distinta. Como ya se considera que están “fuera del mundo” no los afecta la acusación de violentos, izquierdistas o hasta terroristas. Es una generación que busca su lugar en el mundo. El sindicalismo tradicional, que sirvió como pilar para la transformación social unas décadas atrás, ahora representa -para ese sector juvenil- un aspecto “conservador” de la sociedad.
La diferencia de ingresos entre quienes tienen un trabajo estable respecto de estos millones de desocupados -que tienden a crecer- explica esas ideas y marca las características de una sociedad profundamente fracturada (la grieta real) que espera ideas y dirigentes nuevos para crear juntos ese mundo distinto que hoy se les niega.
En los conflictos más estridentes de la región va tomando una visibilidad cada vez mayor el mundo indígena. En la mayor parte de los países de Nuestra América ese mundo parece despertar. Siglos de opresión, pero también de resistencia permiten a sus comunidades sobrevivientes comenzar a ser protagonistas del futuro en buena parte de la región. Forman parte de ese interior profundo que no suele verse pero cuyas reivindicaciones comienzan a tomar fuerza.
En la extendida rebelión chilena flamean por todos lados las wiphala y las wenufoye (banderas indígenas) como símbolo de la identificación de esa lucha que los mapuches sostienen en el extremo austral de ese país. Tres cuestiones caracterizan esa lucha mapuche: la pelea por la recuperación de las tierras tomadas por los blancos y el Estado; una organización que procura mayor autonomía respecto al actual Estado y la reapropiación de un modelo de relación con el medio ambiente y entre las personas, que responda al marco de su cultura ancestral.
En el caso de la actual convulsión colombiana, la ciudad de Calí vió cómo se sumaban grupos del Consejo Regional Indígena del Cauca. Éstos se hicieron presentes como parte de su adhesión al Paro Nacional en marcha. Fueron reprimidos por fuerzas estatales y paraestatales (patotas armadas). La presencia indígena respondió a su concepto de la “minga” o “minka”, una confluencia de actores, saberes y herramientas en pos de un objetivo común.
Tampoco es la primera vez que los indígenas colombianos se movilizan contra el gobierno de su país. Ya lo habían hecho el año pasado y es -posiblemente- la fuerza política que más se ha movilizado en los últimos años. Trajeron sus propias reivindicaciones entre las cuales se destaca que, desde la firma del Tratado de Paz con la guerrilla de las FARC, 300 líderes indígenas han sido asesinados y la pobreza en sus poblaciones es del 63%, tres veces más que el promedio nacional.
En conclusión y más allá de las señaladas razones estructurales, lo cierto es que frente a gobiernos que mantienen sus políticas en favor de grupos minoritarios se van alzando sectores mayoritarios en defensa de sus intereses que adoptan las movilizaciones como un instrumento para avanzar hacia una mayor democratización de sus sociedades.
*Analista político y dirigente social argentino, asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)