Contraofensiva imperial en Latinoamérica

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Claudio Katz*
Estados Unidos reactiva la IV Flota y erige nuevas bases en Colombia para desactivar el ALBA y amenazar a las administraciones poco confiables. Es evidente que el golpe de Honduras hubiera abortado rápidamente sin el auspicio de la embajada estadounidense. Obama utiliza una diplomacia de buenos modales para enmascarar la continuidad de la política imperialista.

El pretexto del narcotráfico ha perdido credibilidad para justificar la militarización de la región. La complicidad de los bancos con este negocio es tan inocultable como su utilización para financiar mercenarios. Pero el caso de México ilustra el poder logrado por una narcoburguesía local que debilita al Estado y disgrega la vida social. También Uribe recurre al argumento de las drogas para promover una presencia de los marines, que ha sido avalada por muchos gobiernos de UNASUR.

La escuálida clase dominante hondureña no toleró un tenue ensayo de reformas y ahora busca imponer una situación de hecho. Su acción confirma que el golpismo no es una reliquia del pasado. Los derechistas se han envalentonado, especialmente en los países tradicionalmente manejados por dictaduras vandálicas. Este clima incentiva las tentaciones destituyentes en Paraguay y el recrudecimiento de la represión contra las comunidades indígenas de Perú y el sindicalismo independiente de México. Los medios de comunicación se han convertido en el principal canal de las campañas reaccionarias. Exigen impunidad para manipular la información, perpetuar la difusión asimétrica de noticias e imponer la agenda política de los gobiernos. Aunque nadie los elige, fijan estas prioridades mientras despotrican contra las movilizaciones populares. Los ideólogos conservadores nunca aplican sus criterios republicanos para juzgar a los presidentes afines. Resucitan el elitismo, desprecian a las masas y endiosan la inversión externa. Actualmente buscan azuzar los reflejos conservadores de las clases medias, para generar confrontaciones con otros sectores empobrecidos. Pero la derecha perdió la iniciativa que tenía en los años 90 y sus operativos enfrentan serios límites.

La derecha y el imperialismo han puesto en marcha varias acciones para recuperar preeminencia, con operaciones diseñadas en el cuartel general del norte. Estados Unidos encabeza esta reacción con intimidaciones militares hacia una región que ha experimentado todo tipo de expediciones coloniales.

El puntapié de la nueva campaña es la reactivación de la IV Flota que el Comando Sur estableció en Miami desde el abandono del canal de Panamá. Ese centro monitorea una vasta red de instalaciones que aseguran cobertura aérea y marítima para cualquier incursión eventual de los marines.

El garrote con buenos modales
La estrategia en marcha se asienta en las nuevas bases militares de Colombia, que supervisan el rearme de los ejércitos títeres y la recreación de operaciones secretas inspiradas en las viejas técnicas de la Guerra Fría. Estas acciones forman parte de un diseño global, que ha reproducido en Afganistán las formas de intervención ensayadas con el Plan Colombia.

Algunos analistas relativizan el peligro de las bases montadas en ese país. Estiman que Estados Unidos jerarquiza la atención de otros frentes y que la burguesía colombiana está demasiado ocupada en manejar sus negocios o controlar la actividad del profesionalizado ejército local [2] .

Esta tranquilizadora mirada combina ceguera e ingenuidad, en el desconocimiento de las prioridades bélicas del imperialismo estadounidense. Bastar recordar el prontuario de secuestros, torturas y salvajismos que acumulan sus discípulos de Colombia, para notar cuán absurdo es el retrato de esos gendarmes cómo pulcros servidores de la patria.

El cordón militar que está erigiendo el Pentágono apunta en lo inmediato a erosionar el ALBA y a hostigar a los gobiernos de Venezuela, Ecuador y Bolivia. También pretende enviar mensajes de amenaza a las administraciones poco confiables de Guatemala o El Salvador y al presidente adverso de Nicaragua. Con la fortificación de todo el flanco sur se busca, además, completar un cerco de militarización en torno a México. Es obvio que la cobertura aérea de largo alcance está dirigida a ejercer un control de todo el Amazonas, sin consultas con Brasil.

El golpe de Honduras ha sido un episodio clave de esta arremetida, ya que sin el auspicio de la embajada estadounidense habría abortado antes de cobrar forma. La asonada contó con el evidente sostén de generales apadrinados por el Pentágono y empresas estadounidenses, que controlan la economía del pequeño país. Cortando significativamente las visas o bloqueando las remesas, el Departamento de Estado habría desecho el golpe en pocos minutos [3] .

Obama desplegó un gran cinismo para justificar esa inacción (“nos critican cuando intervenimos y cuando no intervenimos”) e hizo la vista gorda durante todo el tiempo requerido, para asegurar la estabilización del golpe. Utilizó un doble discurso de rechazo formal y sostén práctico de los derechistas e hizo lo imposible para obligar a Zelaya a legitimar su propia destitución, mediante un plan de recuperación irrisorio (y de pocas horas) de su cargo.

Existe un intenso  debate sobre cuál ha sido la responsabilidad directa de Obama en el operativo golpista. Algunos analistas subrayan su total connivencia (Golinger, Petras), otros destacan que fue prisionero de una acción manejada por los republicanos (Wallerstein). Ciertos enfoques remarcan que se ha buscado condicionar su gestión (Almeyra) o atarla a los grandes poderes que rodean la Casa Blanca (Borón) [4] .

Con el tiempo se desvelará la trama secreta de la conjura y el papel jugado por Obama. Pero es evidente que el primer mandatario cubrió el manejo de la conspiración por parte de su embajada, mientras su principal funcionaria (Hillary Clinton) canalizaba todas las presiones planteadas por los republicanos para sostener el golpe.

Cualquiera que haya sido su inclinación inicial y los determinantes de su conducta (especialmente el deterioro de situación en Afganistán e Iraq), es indudable que Obama terminó convalidando una típica agresión colonial. Esta postura desmintió todas sus convocatorias a erigir una “nueva época” en las relaciones de Estados Unidos con la región.

Con lo ocurrido en Honduras concluyó el corto idilio de mensajes amistosos y resurgieron las presiones descaradas del Departamento de Estado. Este organismo ya exigió una contundente alineación de América Latina contra Irán y todos los demonizados gobiernos de mundo árabe.

En realidad, Obama retoma una diplomacia de buenos modales para implementar el uso del garrote, en un contexto muy distinto al imperante durante la era Bush. Debutó con una hipócrita postura de humildad y una retórica conciliadora que eludía definiciones. Aceptó la decisión de la OEA de anular varias restricciones obsoletas contra Cuba, pero no levantó el embargo. Tampoco modificó la política de agresión contra Venezuela.

Pero el test de Honduras ha servido para ilustrar su rápido acomodamiento a los mandatos generales de la política exterior estadounidense. Este amoldamiento vuelve a confirmar que los republicanos y los demócratas representan dos versiones de una misma política imperial de la primera potencia.

Obama ha retomado el multilaterialismo liberal, que sus antecesores Roosevelt y Carter ya utilizaron para reorganizar la supremacía estadounidense sobre América Latina, en dos circunstancias críticas (la depresión del 30 y la derrota de Vietnam). Esta misma función pretende cumplir ahora el sucesor de Bush. Su acción está guiada por un intervencionismo solapado, destinado a recrear el liderazgo hegemónico [5] .
 

Militarización y narcotráfico
Estados Unidos continúa justificando su militarización de la región con el pretexto del narcotráfico. Esta cobertura ya acumula varias décadas y ha perdido credibilidad. Comenzó con Reagan en 1986, fue redoblada con la invasión Panamá (1989) y finalmente consolidada con el Plan Colombia (2000). Pero ya resulta obvio, que la intervención de los gendarmes sólo conduce periódicas mudanzas de plantaciones y centros de distribución de un país a otro.

Este reciclado obedece a la persistente demanda de drogas por compradores del Norte, especialmente en las localidades que no despenalizan el consumo. Pero también opera la asociación directa que tienen distintos sectores del propio poder estadounidense, con un negocio excepcionalmente lucrativo. La complicidad de los grandes bancos con el lavado de dinero es ya un dato inocultable.

Los multimillonarios ingresos que genera el tráfico son, además, utilizados por el propio aparato militar estadounidense para financiar operaciones ocultas y mantener ejércitos de mercenarios. El cultivo de heroína ha resurgido, por ejemplo, durante la reciente invasión a Afganistán, con la misma intensidad que los estupefacientes florecen en todas las localidades militarizadas de México [6]

Pero las monumentales ganancias que genera el tráfico dieron también lugar a una enriquecida una narco-burguesía, que impone formas de administración territorial. Un sector de origen marginal, que adiestra su propio ejército de pandillas ha logrado comprometer a amplios segmentos de la burocracia y las fuerzas armadas.

En varios países las clases dominantes coexisten con esta lúmpen-burguesía, cuándo despliega el terror contra las protestas populares o cuándo desenvuelve funciones filantrópicas para blanquear el dinero sucio. Pero el crecimiento desmedido de este grupo rompe la cohesión del estado y provoca una disgregación permanente de la vida social. En estas circunstancias se multiplican las tensiones y se afianza la militarización [7] .

Un experto en estos mensajes es Castro Jorge, “Aún con la crisis América Latina puede atraer más capitales”, Clarín, 17-05-09.

*Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda).

 

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