Corruptio chilensis: entre el martirio y la frescura

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Wilson Tapia Villalobos*

En los últimos días hemos sido espectadores en Chile de escenas muy posmo y extremadamente virtuales. Desde el martirio a la tragicomedia, personajes nacionales han hecho su aporte actoral. Y todo el país los ha visto con una mezcla de estupor, vergüenza –ajena, por cierto–, lástima, ira. Un cóctel demasiado espeso para que resulte digerible sin derivaciones. En un mismo día, tres actores hicieron su aparición.

El primero fue el diputado Maximiano Errázuriz. Su papel se iniciaba con un rápido posicionamiento en el centro de escenario. Con pasos ágiles, hizo mímica que, a las claras, apuntaba a desatar algún nudo gordiano. Cual Alejandro Magno, desenvainó la espada y trató de cortar las amarras burocráticas para rescatar contratos fraudulentos de arriendo de oficinas.

En ellos aparecían sus nanas arrendándole sedes distritales, cuando, en realidad, la dirección correspondía a la oficina de un abogado amigo. Cuando tuvo los contratos en sus manos, los hizo desaparecer. Pero ese mandoble no bastó para romper el nudo. La Cámara de Diputados no pudo aceptarle que devolviera $ 30 millones mal habido por ese medio. Y ahí vino el martirio. Con ojos húmedos, Errázuriz contó su verdad. Era culpable. Había defraudado la confianza pública. Todo lo había hecho para ayudar a los necesitados, que en su distrito son mucho y muy, muy pobres.

Viéndolo en esta especie de harakiri, Robin Hood era un remedo de generosidad y una pálida sombra de un Maximiano henchido de sensibilidad, dispuesto a estrechar la distancia entre ricos y pobres.

Carlos Larraín, presidente de Renovación Nacional (RN), que es un descreído, cortó por lo sano: Maximiano debía irse del Partido, por fresco. Después, el candidato Sebastián Piñera dijo que la idea de castigar la corrupción era suya. Como en esta obra era actor secundario, ni se notó. Porque si no, capaz que hubiéramos sido mudos testigos de otro martirio.

El mismo sábado 20, Guillermo Arenas, ex director del Registro Civil, hoy preso por defraudar en más de $ 600 millones al fisco, salía a escena. En entrevista con El Mercurio, se mostró dolido por haber sido inculpado injustamente. A diferencia de Errázuriz, Arenas no fue al martirio, demostró cómo otros lo martirizaban. Casi poeta, lanzó una de esas frases que, en soliloquio, suenan con reverberancia: “La lepra no es una enfermedad políticamente extinta”. Así explicaba por qué está solo, entre rejas, sin visitas de los amigos militantes de su Partido por la Democracia (PPD).

En su último parlamento, Arenas enjuició y condenó al ministro de Justicia. Allí estaba el culpable de su lepra. Las pruebas que había lanzado en su contra eran falsas. Los jueces no le han creído y sigue encarcelado.

Como ésta era una obra en que el martirio marcaba la senda dramática, el tercer actor salió con la vista enturbiada por la fiebre. Se asentó el suspenso, la duda. Pero, no, era sólo una gripe estacional. Aunque sin efectos especiales, el personaje mostraba con mayor facilidad su tensión, el momento difícil que estaba viviendo. Arturo Herrera, Director de la Policía de Investigaciones (PDI), negaba que se le hubiera pedido la renuncia.

Sumido en diversos escándalos de corrupción, su servicio ha reaccionado con firmeza para castigar a los culpables. Al parecer, sin medir las consecuencias, se salió del libreto, ya que a pocos meses de dejar el cargo –se va en octubre– descabezó la institución. Y todo se mezcló con los enjuiciamientos por corrupción.

La fiebre de Herrera fue una exageración del director de la obra. No había para que poner esa nota de drama adicional. Aunque de los tres personajes, es el que representó el martirio con mayor naturalidad. Claro que era un problema menor. Por eso, tal vez, creíble. Los otros dos quedaron entrampados en papeles dibujados con trazo grueso. Verdaderas maquetas.

Veremos que nos trae el próximo estreno. Actores sobran, sobre todo ahora que estamos en época preelectoral.

* Periodista. 

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