Crónica: Buenos Aires, un viaje a la ciudad íntima

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

foto«Quiero decirte adiós y no puedo, Montevideo, hasta la mirada de tus caballos me prende a ti. Pero si me quedara tal vez nunca más los viera, porque el oficio humano es triste, y se vicia fácilmente: los ojos dejan de ver lo que ven siempre, y el corazón se acostumbra, y olvida aquello que se hace maravilla constante… Y así, para amarte, es mejor que te deje».

Ya del otro lado del río, Cecilia compara a los argentinos y los uruguayos. Empresa audaz: al menos es opinión general –y como montevideano la comparto– que sólo nosotros conocemos nuestras diferencias, que serían digamos poco visibles para los no rioplatenses. Porque, ciertamente, hay una unidad llamada «Río de la Plata». Cecilia era poeta, es decir, sabía leer el mundo en sus entrelíneas, y establece esta comparación:

“Diré rápidamente una diferencia que se me ocurre, entre argentinos y uruguayos: en los primeros parece pesar la sangre española; en los segundos, la portuguesa. La sangre portuguesa es lírica; la española, dramática.

“Nosotros, brasileños, no sentimos ningún extrañamiento entre la gente uruguaya; entre los argentinos sentimos una diferencia de índole. El argentino puede ser extremadamente cortés; no logra ser tierno. Esta aspereza es lo que nos sorprende, aun cuando les admiremos otras cualidades, que sin duda poseen. El argentino es fácilmente anecdótico, irónico, muy propenso a la carcajada, a pesar de su apariencia a primera vista imponente, solemne, austera”

.

[…]

Reunión en un taller de pintura. Pienso que, en Uruguay, probablemente no estaríamos tan bien vestidos, hablaríamos de arte, recordaríamos algún episodio afectuoso, ocurrido en tiempos, con un amigo ya muerto, que habría sido bueno y triste. Nos conmoveríamos, sentiríamos nuestro parentesco de espíritu, nos quedaríamos por momentos en silencio, como en un sueño; la noche pasaría llevándonos a todos juntos por lugares aéreos, y llamaríamos a esto ser amigos y estar felices.

Las citas son largas, es cierto, pero también interesantes. La intuición de la nostálgica felicidad montevideana deber resultar correcta si se recuerda la fecha de la visita de Cecilia. Es muy posible que los montevideanos de 1944 fueran así, nostálgicos y felices, además de prósperos. Por su lado, los porteños de Cecilia también deben haber cambiado mucho porque decididamente no son los que conocí hace décadas y reví en julio de 2004. Los suyos son tal vez los porteños narcisistas del estereotipo. ¿O la poeta había amado demasiado a los montevideanos y, deslumbrada por el cariño dado y recibido, no fue capaz de aquilatar con justicia a los porteños?

EL VIAJE, TODOS LOS VIAJES

Tengo desde hace treinta años un amigo porteño. Lo llamaré G., será mejor usar sólo su inicial. Nos conocimos en San Pablo, donde G. vivió varios años, en los setenta, en tiempos y circunstancias propicias para que hiciéramos buenas migas. G. apareció algunos meses después de que fundáramos el hoy mítico y siempre entrañable primer grupo de militancia gay del Brasil. Por coincidencia también éramos vecinos. Vivíamos en el centro, él cerca de Bexiga, el barrio bohemio, yo en el Centro viejo. Yo vivía solo, él con una amiga también militante gay.

Siento orgullo de aquellos tiempos, o nostalgia, no sé, o no importa. Pero me pondría a hablar horas de aquellos muchachos. Era plena dictadura y militábamos clandestinamente. Entre nosotros había poetas y ensayistas, largamente conocidos ahora, y hasta un americano (estadounidense) que hoy es un importante brazilianist en la academia de Estados Unidos.

Uno de los jóvenes era médico y pocos años después sería coordinador gubernamental de la campaña contra el sida. Hoy es una autoridad mundial, desde la ONU, en la lucha contra la enfermedad.

Y también estaba mi amigo G., de singular pasado. G., hijo de un cantante de tangos. G., fraile de una orden importante de la Iglesia católica. Creo que no había llegado a hacer los votos definitivos. Sus largas confesiones giraban alrededor del sexo, ese tema imposible para la Iglesia. «Padre, soy homosexual, necesito realizar mi deseo, ¿qué hago?» «Rezá, m?hijo, rezá».

El cura confesor sabría lo que decía. En cuanto a G. no sé si paró de rezar (no lo creo), pero en cambio se fue de la orden. Tan simple: G. quería vivir. En la Argentina de aquellos años ser homosexual no constituía sólo un pecado, como práctica era algo jurídicamente delictuoso. Al igual que su amigo el poeta Néstor Perlongher, que también vendría a vivir en San Pablo tiempo después, G. tuvo digamos un problema con la policía de costumbres, providencialmente solucionado por un diputado amigo. Y G. se fue, inició la aventura de la libertad bajo el signo del exilio.

Llegué de noche a la estación Retiro debidamente adoctrinado durante el viaje por mi vecina de asiento, mujer delgada y de dedos finos como los de una parca, para que nunca tomase un taxi allí: «Son todos ladrones. A mí uno me desvalijó, me sacó todo lo que tenía. Ahora sólo tomo remise cuando vuelvo de Montevideo, donde vive mi hijo.»

Obedecí el consejo de la parca. Me gusta oír a los porteños. Si hay un arte que casi todos dominan –y dominan varios– es el arte de la conversación.

Le pedí al del remise que no aprovechara el que yo fuese forastero para pasearme inútilmente por la ciudad, que mis economías eran pocas. «Hay integrados y hay desesperados», me respondió, enigmático, mientras manejaba con prisa. «¿Apocalípticos?», le pregunté, a ver qué pasaba. «Sí, o te integrás o no sos nadie.» «Bueno, yo no soy nadie.» «Yo tampoco», dijo, creo que solidario.

El viaje resultó demasiado corto para las reflexiones que el conductor entabló y las que seguramente desarrollaría –y conductores así sólo existen en Buenos Aires, al menos a mí nunca me tocó uno igual en Montevideo o en San Pablo, ni en ningún otro lugar–. Al final me dejó en el hotel combinado de la calle Corrientes. Y fue cuando empezó el barullo.

Hay que decirlo: todas las grandes ciudades latinoamericanas son ruidosas. San Pablo es ruidosa, México lo es, hasta Montevideo, que no parece una ciudad inmensa (pero sí grande), es barullenta. El silencio, o tal vez, la impresión de silencio se encuentra más bien en Europa.

Varias veces salí de Río de Janeiro para desembarcar en París, y siempre tuve la impresión de un contrabando de Paraísos e Infiernos. A veces dejaba el Paraíso tropical y llegaba al Infierno frío. O entonces llegaba al Paraíso del orden urbano, de historia reconocible, y dejaba el Infierno verde, y su versión gris, la selva de piedra. Aun las veces en que mi corazón quedaba en Brasil, y Europa era el Infierno, me aferraba al parco consuelo del silencio, una esperanza que en París sólo es posible para quien viene de cualquiera de las urbes latinoamericanas, bellas y estruendosas.

Naturalmente lo feo de la calle Corrientes no radica tanto en las fachadas de neón, que atolondran, porque a eso se destinan, ni en el consabido y general deterioro urbano, ni en el empobrecimiento de las clases medias que la frecuentan –y los turistas, y los ladrones, y la prostitución inevitable–.

Vi que en el Nacional pasaban una comedia con Claudia Lapaccó, de quien no oía hablar desde que tuve que irme de Montevideo. Dios mío, pensaba, ¿todavía existe? Pero ¿y yo? ¿Acaso no existía también treinta años atrás? ¿Por qué tanta perplejidad? No es novedad que a distancia el tiempo es otro.


BUENOS AIRES EN EL CRONISTA

Lo feo, lo angustiante de la calle Corrientes es la falta de esperanza. Yo sabía, en el quinto piso del hotel donde me habían puesto, que el Infierno del estrépito en aquella Selva de piedra no cesaría, que amanecería y, como en las pesadillas, todo continuaría igualmente intolerable.

La solución, obvia, fue cambiarme a la mañana siguiente, y reencontrar la calma, ya desde mi segunda noche porteña, la que reina, relativa, en el resto del llamado microcentro. Porque con algunas excepciones, el resto del centro parece quedar de espaldas a la exacerbada calle Corrientes. Yo terminé en un hotel de Avenida de Mayo, la de noches vacías como el resto del centro, parejas tomando cerveza en el cordón de la vereda, barras (bravas, tal vez) fumando marihuana, trabajadores nocturnos, o al contrario, gente llegando en la madrugada para trabajar. Era el silencio, modesto Paraíso.

G. es cura en una parroquia pobre de la más pobre periferia sur de Buenos Aires. Desde que volvió a su ciudad me manda algunos mails, pocos, es cierto, con sus novedades, muchas. Retomó su vida religiosa activa, tuvo que luchar para que lo aceptaran, a su edad, y con su pasado, dice. G., se explica, pero no lo dice todo. Escribe un documento destinado a la comunidad –me lo envió, hará unos cuatro o cinco años–, calla sobre su sexualidad.

Su vocación lo llevó de nuevo al seno de la Iglesia. La angustia económica también, tiene a su padre nonagenario y depende de él. Volvió a Buenos Aires cuando su madre murió, y entonces descubrió que sufría de hepatitis C. Después de sus años paulistas, G. vivió una década en Recife, Pernambuco. Dice que fueron los años más felices de su vida, y es cierto, por lo menos en ciertos canavales fui testigo de esa felicidad. Volvió. También para huir de la sensualidad pernambucana, insiste. Su destino era Buenos Aires, y la Iglesia.

Desde Montevideo vengo guardando con cuidado el papel donde anoté sus señas. Quiero llamarlo y darle la sorpresa. G. no me espera. Lo llamo la misma noche de mi llegada. Soy el hombre exultante del locutorio.

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Cecilia querida, conmigo los porteños no fueron irónicos ni incapaces de ternura ni ásperos y su aspecto no fue imponente ni solemne ni totalmente austero. Tal vez porque algunos de ellos conocían mi poesía y yo fui justamente para leer poesía y hablar de ella. Pero es cierto que tú también fuiste a leer tu poesía y de poesía hablar. Han de ser los tiempos.

Tú fuiste en tiempos de vacas gordas, amada Cecilia, y no sé si la opulencia nos anestesia, pero sé que puede ser mala consejera. O tal vez sentiste que al salir de Montevideo dejabas atrás una provincia, un lugar hermoso y periférico, y cuando el vapor tocó el muelle porteño intuiste que llegabas a un centro hegemónico con todas las de la ley, y aun las de fuera de ella. Y uno siempre simpatiza con los chicos.

Te lo recuerdo: el Conde de Lautréamont –el muy Montévidéen– ya sabía cuál era la Reina del Plata. Lo dice hacia el final del Canto I de Les Chants de Maldoror:

«Buenos-Ayres, la reine du Sud, et Montevideo, la coquette, se tendent une main amie, à travers les eaux argentines du grand estuaire». A Montevideo le tocó ser «coquette», ¿te acuerdas?


LOS POETAS, LA MEMORIA

Fui recibido con generosidad por muchos poetas. Horacio Fiebelkorn, el poeta de La Plata (y que insiste en ser «de provincia», por más que viva en Buenos Aires), a quien había conocido años atrás durante unas lecturas de poesía en el Palacio Santos de Montevideo, fue de una generosidad infinita. Me ofreció su compañía casi en tiempo entero, y la compañía de Fiebelkorn es un privilegio. Paseamos por el Centro, me mostró (parte de) «todos los lugares que deben ser conocidos por quienes visitan Buenos Aires» –la frase la vi escrita en la vidriera de una agencia de viajes de la calle Córdoba–.

Y hubo cenas promovidas por su mujer, Soledad, en el hermoso apartamento de Recoleta donde vivieron hasta pocos meses después de mi visita. Por aquellos días estaba saliendo su libro Zona muerta, con contratapa redactada por mí. Esperamos juntos el nacimiento del libro (en vano, nació pocos días después de mi partida).

Con Fiebelkorn leímos en la Casa de la Poesía, la institución dirigida por el poeta rosarino Daniel García Helder, hombre serio y bueno como su poesía. La Casa de la Poesía se sitúa en la antigua residencia del poeta popular Evaristo Carriego (1883-1912), «allá por el barrio gris que cantó el pobre Carriego», según decía Borges, quien tanto admiró a este poeta del suburbio. El aguerrido pero melancólico Carriego vivía en una casa pequeñoburguesa relativamente acotada de Palermo, el barrio hoy elegante. Se conservan objetos del poeta, son afrancesados, de gusto convencional, dudoso.

Entre el público estaba Daniel Samoilovich, sabidamente un poeta brillante, pero –al menos yo– no sabía que es un entusiasta ni conocía esa mirada tan dulce y tan penetrante. Es como si toda la inteligencia del mundo se hubiera refugiado en sus ojos, esa «marca Samoilo» de identificación (y él estaba creando entonces una ópera bufa llamada El despertar de Samoilo). En cambio intuía la erudición de Samoilovich, que comprobé en el boliche después de la lectura (un conocimiento asombroso de literatura brasileña, por ejemplo), en esas charlas de café que eran una tradición también montevideana pero que en Montevideo desapareció porque todos los lugares públicos se degradaron frente a la perfecta indiferencia de la Intendencia.

Fiebelkorn también me acompañó a la conferencia que yo debía dar en el Centro Cultural Quinta Trabucco, en Vicente López. El lugar es un palacete de estilo neorrenacentista que perteneció a una familia llamada Trabucco y surge imponente en medio de un jardín, de hecho casi una pequeña quinta con árboles de la flora nativa, orgullo de su director, otro poeta, Rodolfo Alonso.

Sin duda, Buenos Aires es la ciudad de los psicoanalistas, y varios de ellos estuvieron presentes en mis lecturas (son los que más levantan la mano para preguntar –con pertinencia, sea dicho de paso– y se presentan: «Soy sicoanalista»). En Buenos Aires parece haber más analistas que analizados, es cierto. Pero también hay muchos poetas. Y los que conocí son excelentes. Alonso es también traductor del portugués, entre otros idiomas. Fue el primer traductor de los cuatro heterónimos más famosos de Fernando Pessoa, en 1960, cuando Octavio Paz todavía no lo(s) había dado a conocer en México. Alonso ha creado una obra poética original, de poemas breves y luminosos. Y por cierto, una vez más terminamos la jornada charlando en un café, éste del elegante suburbio de Vicente López.

G. está alegre y desconcertado con mi presencia en Buenos Aires. Desgraciadamente no puede verme. Venir al centro le es imposible, si supiera los problemas de su comunidad, la pobreza, ya no sabe cómo mantener la parroquia. ¿Cómo está de su hepatitis? La va llevando, pero se niega a tomar medicamentos de las multinacionales farmacéuticas, optó por la medicina alternativa. ¿Yo? Sigo con mis problemas respiratorios, aun después de la operación. «La sacamos barata», dice G.

No me da tiempo de responder: «Tengo un pasado de hedonismo», agrega en primera persona. Está bien, G., mi querido G. ¿Oírme hablar de poesía? No, no tiene tiempo ni para leer. A propósito, tampoco tiene vida sexual, dice, tantos problemas, y además no quiere, es un voto. Hoy de tarde tuvo un casamiento, les dio buenos consejos a los novios. ¿Noticias de Recife? Sí, por e-mail, a veces. Te vuelvo a llamar. Llamame, Alfredo, quiero oírte. Vernos no, no, es muy difícil.

Estoy en la estación Retiro, para volverme a Montevideo y seguir después para San Pablo. ¿Mi vida no es extraña, Cecilia? ¿Y habrá alguna que no lo sea? Me despido de Buenos Aires como tú de Montevideo. Y también digo: Quiero decirte adiós y no puedo, el oficio humano es triste, el corazón se acostumbra y olvida aquello que se hace maravilla constante. El Infierno y el Paraíso conviven tantas veces, ¿no es verdad, Cecilia? Para mí, Buenos Aires también era íntima, hecha de destinos como el mío, bordado de las parcas. Casi coquette.

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* Poeta, crítico literario, uruguayo. Artículo publicado en La Jornada semanal de México.

A Cecilia Meireles (Brasil 1901-1964) se la considera la gran poetisa de la lengua portuguesa.

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