Crónica de viaje / Ítaca, la isla donde todo comenzó
Juan Manuel Costoya.*
Patrás, una ciudad universitaria con ínfulas burguesas en sus calles céntricas que rápidamente se diluyen al alejarse los pasos del visitante hacia el puerto, es la ciudad del Peloponeso que comunica por barco con Ítaca. El otoño es temporada baja y muy pocos viajeros se adentran, con el billete en la mano, en las entrañas de los buques que cargan suministros de todo tipo rumbo a las islas del mar Jónico.
“Ese otro es el Laertíada, el muy ingenioso Ulises, que se crió en el país de Ítaca, aunque es muy pedregosa. Es experto en toda clase de engaños y sagaces artimañas”.
Homero, La Ilíada.
“Aunque pobre la encuentres, no te engañará Ítaca.
Rico en saber y en vida, como has vuelto,
comprendes ya qué significan las Ítacas”.
Constantino Cavafis.
Casi todos los visitantes se dirigen además a las populosas islas de Cefalonia o Léucade. Para cuando el barco inicia su maniobra de aproximación al atracadero de Piso Aetos, excavado entre las montañas de la patria de Ulises, la megafonía del buque, de ordinario bilingüe en inglés, ya sólo dicta instrucciones en griego. Consideran, con razón aparente, que todos los foráneos han dejado ya el barco en el puerto precedente.
Un par de taxis esperan, sin aspavientos, al puñado escaso de viajeros que descienden. Una carretera empinada y estrecha, que serpentea siguiendo la irregular línea de costa, conduce en pocos minutos al visitante hasta Vathy, la “capital” de la isla con 1.800 habitantes. Vathy tiene el encanto de los pequeños pueblos costeros agrupados en torno a una bahía cerrada, circundada por montañas escarpadas coronadas, a su vez, por airosas capillas bizantinas.
El terremoto que asoló la isla en 1.953 dejó en herencia una disposición urbanística que limitaba la altura de las casas hasta los dos pisos. El resultado es que en todos los pueblos de la isla han sobrevivido algunas viejas casonas señoriales que se combinan sin estridencias con las casas de más reciente construcción otorgando al conjunto una dimensión humana y abordable. La propia Vathy, pese a ser de lejos la población más populosa, goza también de esta impresión, con las aguas calmas de su bahía envolviendo un paseo, que, en cualquier dirección que se aborde, pone al caminante en las afueras del pueblo en cuestión de minutos.
Marinos y emigrantes
Si de algo están orgullosos estos isleños es de su insularidad cosmopolita y de los poetas que visitaron la isla y la cantaron en sus obras. De lo cosmopolita de su carácter bien pudiera decirse que tal virtud surgió de la necesidad. Como en buena parte de las islas de su entorno, el mar y la emigración han sido las únicas salidas laborales de sus habitantes. La mayor parte de ellos han combinado las dos opciones haciéndose marinos al servicio de alguna naviera internacional. Han recorrido el mundo, muchas veces sin apenas bajarse del barco, pero en su recuerdo distinguen bien los diferentes ambientes de Bombay, Valparaíso, Antofagasta, Dakar o Vigo.
Ya jubilados del mar han vuelto a la aldea que les vio nacer y con sus ahorros han montado un ultramarinos o una pequeña taberna. Nunca muy lejos del mar. No es necesario hacer averiguaciones para dar con ellos. Sólo es necesario comparar las viejas fotos en blanco y negro que adornan las paredes de estos establecimientos con el semblante del viejo propietario. Se trata de la misma persona: joven y lleno de vida sobre el ajado papel fotográfico. Imágenes tomadas en escenarios lejanos, y ahora, con la cara cuarteada por la vejez y la vida: el mismo hombre ya cargado de años pero en su isla. El supremo deseo de todo emigrante.
La importancia del retorno es palpable casi a simple vista. A ello contribuye la orografía escarpada de la isla. En algunos pueblos muchas casas han tenido que ser ganadas a la montaña comenzando con su construcción un largo proceso que empieza con la compra y adecuación del terreno y que avanza, lentamente pero año tras año, con las remesas anuales mandadas desde lejanos trabajos en Alemania, Australia, Estados Unidos o Sudáfrica.
Las casas están hechas con mimo y en los terrenos que las circundan cada maceta y cada árbol plantado han sido colocados en un lugar estudiado de antemano. Es el gusto griego por las pequeñas cosas, la importancia del detalle, una disposición que trae a la mente del viajero la abigarrada decoración de sus capillas ortodoxas, donde cada icono, cada incensario y cada vela tienen su ubicación predeterminada, tan sagrada como estética. Quizás lo uno no pueda sobrevivir sin lo otro.
Los poetas
El otro orgullo íntimo de los isleños es la poesía. Al fin y al cabo Homero cita un par de veces a Ítaca en La Ilíada y lo hace muchas veces más en La Odisea. La imagen de su hijo más universal, Ulises, se reparte en forma de bustos y grabados por toda la isla. Sin embargo los isleños no se han puesto de acuerdo a la hora de fijar el semblante de este héroe mítico de la antigüedad y la literatura clásicas.
En los pueblos de montaña de Anoghi y Stavros, el hijo de Laertes aparece con semblante fiero enmarcado por unos ojos duros y una mandíbula cuadrada. En Vathy, la capital, ha hecho fortuna, sin embargo, una imagen en la que prima la elegancia de las proporciones subrayadas por una bien recortada barba, unos ojos almendrados y una boca fina, quizá recordando los numerosos pasajes de la Odisea en los que se describe a Ulises como un hombre astuto, “fecundo en ardides”.
Siguiendo la estela de Homero en la isla se ha premiado con un busto o una lápida a muchos de sus hijos, perfectamente desconocidos fuera de este estrecho marco geográfico, que se han inspirado en el pasado mítico de la isla para escribir unos versos. No faltan tampoco efigies más reconocibles para el foráneo, como la de Dante, incongruentemente arrinconada entre mobiliario urbano en desuso en el pueblo de Frikes. Otra lápida, esta vez en Vathy, recoge las palabras atribuidas a Lord Byron en su visita a la isla en agosto de 1.823: “Si esta isla me perteneciera enterraría aquí todos mis libros y nunca me iría”.
El pasado mítico y literario puede ayudar a evocar algunos aspectos de la isla, pero en el presente la afición más sostenida de sus habitantes parece ser la de dejar escurrirse el tiempo en la terraza de una taberna, delante de un “helenikó café” y un vaso de agua. Son vidas austeras, enmarcadas por huertos feraces y paisajes humanizados en los que el nogal, la vid, olivos, almendros e higueras señalan el límite de la intervención humana. Los molinos desmochados se alzan en las aristas y vértices de sus montes recordando con sus esqueletos cilíndricos que hubo un tiempo, tan lejano y cercano a la vez, en el que la tracción animal y el aceite de oliva eran la única fuente de supervivencia en el interior de la isla.
Sus ubicaciones estratégicas hablan también de los tiempos en los que el mar proporcionaba alimento básico y, era a la vez, la fuente de las amenazas más severas contra la vida y la propiedad de sus habitantes. Hoy desde el mar sólo llegan airosos veleros, pilotados en muchas ocasiones, por viejos marinos vocacionales que, una vez atracados, gustan de beber vino tinto en las tabernas y de leer gruesos volúmenes sobre la cubierta de su barco. El innumerable ejército de gatos de la isla está atento a estas visitas con un fin declaradamente alimenticio pero también con un afán lúdico. Pocas cosas parecen satisfacer más a los mininos que dejarse mecer por las olas mientras dormitan al sol sobre un rollo de cuerdas en la cubierta de uno de estos veleros.
Más allá de los recogidos puertos, como el de Kioni, y de los bancales y huertos que rodean a las diferentes poblaciones, comienza la Ítaca mítica y eterna. Paradójicamente las excavaciones que tratan de arrojar luz científica sobre un pasado mítico ( la llamada Escuela de Homero, en la carretera que va de Stavros a Exogi, o el asentamiento arqueológico de Alalkomenes) difícilmente colmarán el afán de trascendencia del viajero.
Este alimento espiritual, tan sutil como preciso, se hace más palpable en los caminos que bordean las alturas de la isla, entre la tupida vegetación de jaras y encinos, en las sendas que descienden hacia las escondidas playas de guijarros, en el hontanar donde brota la fuente de Aretusa, en la carretera de vértigo que transformada en camino se dirige al santuario de Marathias. Es aquí, donde el viajero equipado para la ocasión con ganas de caminar, una botella de agua y un sombrero, puede concretar la imagen difusa que albergan en su espíritu todos aquellos que comenzaron a forjar sus ganas de saber y de viajar leyendo a Homero.
* Escritor, periodista.