Crónicas del Sur: La ciudad de los muertos

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Margarita Torres*

El cementerio constituye un espacio para la celebración de un intercambio en el que los ritos son el punto de encuentro y afirmación de los sujetos. Un caso argentino.

“Pero si dejara insepulto el cadáver de mi hermano muerto, eso sí me dolería”. (Antígona. Sófocles)

Ella fregaba el mosaico como si fuese a sacarle lustre. No le importaba que el viento, caprichoso y húmedo, le devolviera las hojas que tapaban las flores recién puestas.

-Quiero que esté lindo.

Parecía no querer perder un minuto en su quehacer, y apenas levantaba la mirada al hablar.

-¿Venís siempre?– Mi pregunta pareció sorprenderle, como si la respuesta fuese obvia.

-Claro. No entiendo cómo hay gente que los deja abandonados.

Su rostro era angosto y la pequeña nariz sostenía con dificultad el grueso marco de los anteojos de sol. Con una mano limpiaba y con la otra se sacaba el pelo que el viento hacía golpear contra la cara. Con la cabeza me hizo una seña para que mirara hacia el costado. Era una tumba vieja y descuidada, cargada de flores artificiales y descoloridas. –Son flores del olvido-, me dijo.

– ¿Por qué flores del olvido?

– Porque los que dejan flores de plástico es porque no piensan volver.

Por unos instantes me quedé pensando en aquella afirmación y luego, continué mi recorrida.

En el sector de las tumbas en tierra, el cementerio se asemeja a un barrio. El bullicio es permanente, las personas conversan en voz alta, e incluso llegan a gritarse pidiéndose elementos para limpiar, como baldes, escobas y trapos. Tampoco es inusual escuchar conversaciones que poco tienen que ver con el ámbito en el que se suscitan.

El cementerio público de la cuidad de La Plata es un espacio donde todas las emociones confluyen y mientras unos lloran a sus seres queridos, otros silban, ceban mate, escuchan la radio y hasta hablan del precio de la carne con los casuales vecinos.

A los visitantes se suman los muchos cuidadores que deambulan permanentemente. Y no sólo se trata de empleados municipales, ya que también existen trabajadores “independientes” que se encargan de cuidar, preservar y limpiar un cierto número de tumbas, a cambio de un abono mensual. En muchos casos son hijos de hombres y mujeres que se “jubilaron” en esta curiosa misión de cuidar a los muertos y hablan del cementerio como si fuese su casa y de sus historias como si fuesen reales.

La mayoría de ellos mencionó a “La Dama Azul”: el fantasma de una mujer que hace unos años se suicidó frente a la tumba de sus padres y que suele aparecer flotando en el aire. Incluso cuentan que el año pasado, un chofer de la línea 273 quedó loco porque la vio levitando, detrás de las rejas que dan a la calle.

En el cementerio público se respira un clima plagado de misterios y rituales. Es cierto. Los muertos no están solos. Hay un constante transitar de gente, proliferan los objetos personales y algunas tumbas parecen querer reproducir los ambientes que habitaba el difunto. Hay cartas, fotos, juguetes, imágenes de santos, guirnaldas, boletos, botellas con bebidas y miles de cartelitos que rezan: “papá, mamá”, “abuela”, “hijito”…

Carlos, un cuidador que trabaja en los nichos detrás de los “Angelitos”, reveló que conoce a todos los que visitan el cementerio, que se siente amigo de muchos y que sabe detalles de sus vidas. Dice que los escucha porque la gente tiene necesidad de hablar de lo que le sucede y agrega que “en este lugar hay paz”, como si fuese el sitio más propicio para liberar las penas y las preocupaciones.

Según él, en el cementerio “se ve de todo” y asegura que “hay chinos enterrados y que los familiares les traen dinero fotocopiado y les arman dragones o autos”. También habló de los “bolivianos”: dice que “chupan” (toman alcohol) y que los japoneses traen “tiras de asado para los difuntos”.

En una tumba se puede observar una placa de metal pegada a la piedra que dice: “Hasta que estemos juntos: tu nieto Diego”. En la de “Juanito Cantero” hay una botella de vino llena y una copa de plástico a la que le escribieron con tinta roja: “PAX”. El cuidador dijo que la mujer es devota del Gauchito Gil, que va cada quince días y le lleva una botella de vino llena y cerrada; y que, cuando regresa, la botella está vacía y entonces la cambia. Según la creencia popular, el difunto bebe el vino junto al Gauchito Gil.

En otro tramo de la charla, Carlos mencionó que la gente lleva “trabajos” (una suerte de magia blanca o negra) y que tira muñecos con alfileres o sapos con la boca cosida. Admitió, que una vez encontró dos perros pelados con la boca cosida con alambre y en el interior, una foto. Según indicó, la gente los deja en una bolsa sobre alguna tumba y, cuando él las encuentra, las tira y se encomienda a algún santo.

La Ciudad de los Muertos tiene mucho de vida y si bien el imaginario colectivo la asocia con un lugar de silencio y soledad, la realidad demuestra que no es así. En el cementerio la gente expresa de manera abierta y explícita sus emociones, sus tristezas y sus esperanzas. El hecho de llevar arena y caracoles a la tumba –por citar sólo un ejemplo- es un modo de hacer que aquel que ya no está siga formando parte de la vida y de su entorno; es un modo particular de entender a la muerte, de racionalizarla, de asumirla como inevitable y no por ello insuperable.

En el cementerio las expresiones de la emotividad son muy elocuentes: lamentos desgarradores, desmayos, gritos y hasta aplausos. El llanto parece brotar de todo el cuerpo, como para amplificar al máximo una experiencia que no tolera ser contenida, porque necesita ser compartida y necesita ser expresada. El cementerio es para los sectores populares un espacio fundamental de actividad, de producción de discurso propio, de prácticas en las que estalla un cierto imaginario y la memoria popular se hace sujeto constituido desde otro imaginario y otra lengua.

El campo de las prácticas funerarias se manifiesta como un universo donde se expresan las diferencias sociales ya que, la relación de distinción se encuentra objetivamente inscripta en él, sea a través de los objetos culturales como también mediante la conducta de los actores sociales implicados.

El cementerio es un espacio creado por cada sociedad y por ende es un escenario donde se pueden percibir los cambios producidos en las prácticas socioculturales, como también la lucha simbólica por el espacio común. Se convierte así en un escenario de confrontación simbólica, en donde las clases populares son portadoras de sus propias tradiciones, y en base a éstas se apropian e imponen límites a las pretensiones de totalidad, de control y dominio absoluto de la realidad de las clases hegemónicas. Así, a las normas que rigen ese universo, le imprimen –con sus prácticas sociales- su marca, su huella.

El cementerio no es simplemente un lugar donde se va a rendir culto a los muertos. Es también un lugar de encuentro donde se pueden establecer vínculos de familiaridad con otros.

Así, las prácticas funerarias y las formas de ritualización de la muerte constituyen la celebración de un intercambio en el que los objetos son un lugar de encuentro y afirmación de los sujetos.

*Publicado en APM

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