Cuando la educación es el agua, si falta habrá guerra
Lagos Nilsson.
Buena parte de la humanidad no tiene asegurados ni fuentes ni suministro de agua para los próximos años; la carencia de agua dulce muerde ya extensos territorios y amenaza la vida humana y no humana en ellos. Mientras esas batallas calculan el número de muertos y el modo en que se desplegarán, otra guerra se libra en América; la de la educación pública; la educación es como el agua que nutre los cerebros. Caso chileno.
No son campañas nuevas; en 1918 —para no ir más lejos— los estudiantes de Córdoba, Argentina, combatieron por la reforma a la universidad. ¿Qué pedían? Autonomía universitaria, cogobierno, extensión universitaria, periodicidad de las cátedras, y concursos de oposición y antecedentes. Algo que, bien mirado, muchos estudiantes de institutos superiores podrían exigir hoy de los administradores del zoco que compra y vende estudios y títulos.
Fue una lucha ardua y tuvo mártires; pero en junio de 1918 pudieron manifestar "Hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores que quedan son las libertades que faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana".
Y el proceso de reforma espoleado en la ciudad que los argentinos llaman La docta tuvo eco en toda la América que cuenta. La juventud del continente compartía que "Las universidades han sido hasta aquí el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los inválidos y —lo que es peor aún— el lugar donde todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara. Las universidades han llegado a ser así fiel reflejo de estas sociedades decadentes que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad senil".
Antes del desastre universitario
La historia no es una línea recta, ni siquiera es una línea: la historia son avances, reflujos, reflejos, atinar y desatinar; ninguna victoria es definitiva y ninguna derrota aniquilación.
Chile es uno de los países donde más se observa el deterioro del sistema público —pero también privado— de educación. No por las universidades-y-otro- institutos terciarios-callampas que surgen como hongos tras una buena lluvia, que son, evidentemente, parte del problema, sino porque la lepra contagia a las nuevas generaciones desde la más tierna infancia. Todo ello en un marco social que privilegia la competencia sobre la emulación, aparentar sobre serse.
Las pruebas anuales que conforman el sistema de medición de la calidad de la educación (SIMCE) en alumnos de octavo año básico no provocan más que pesadumbre y espanto. Las y los adolescentes que rinden la prueba Simce en un porcentaje que trepa sobre el 60% no tiene los conocimientos en matemática, que se supone adquirieron en sexto año. Desastrosos son también los resultados en otras (todas) las materias.
La evaluación de los profesores no ofrece mejor aspecto; y son maestros todos egresados de institutos de educación superior desde que se cerraron en el país las Escuelas Normales, de donde egresaban aquellos a cargo de la enseñanza básica o primaria.
El sistema educativo de una sociedad es el espejo en el que sus adultos —en especial los gobernantes— pueden apreciar el resultado de sus desvelos, los padres de esos niños la fortaleza de sus lazos familiares, los jóvenes próximos a la adultez su futuro inmediato y los viejos ahí elegirán —con ayuda de una poca de ética—el arma para esconder la vergüenza en su suicidio. Ojos encanallecidos por cataratas voluntarias no verán lo podrido del espejo.
Un asunto de políticas públicas
No todas las escuelas y colegios, empero, asesinan las mentes de sus alumnos; las y los hay de gran calidad, en general colegios particulares de elevadísimo costo mensual absolutamente prohibitivos para el común. Las excepciones no hacen más que confirmar la regla: la buena educación es asunto de dinero. A este paso —señaló el ministro de Educación al conocer los resultados del Simce— tardaremos 100 años en cumplir las metas de una buena calidad en la educación; quizá olvida el m8nstro que de tardará un siglo en alcanzar lo que debería ser la realidad de hoy, no la que rija en esa distante época.
Pero eso no es importante, para entonces gran parte de la población habrá regresado gozosa a la edad de piedra y asuntos como estos le serán por completo ajenos
Uno de los pocos políticos en ejercicio, Marco Enríquez-Ominami ante resultados del SIMCE 2009, señaló con sinceridad: “Esta situación ya no da para más. Llevamos más de 20 años lamentándonos de los pobres resultados de nuestras mediciones y los gobiernos no han sido capaces de solucionarlo. El SIMCE vuelve a confirmar que el modelo educativo tiene una enfermedad terminal y que es necesario un cambio de paradigma para que todos los chilenos tengan una educación de calidad”.
Puede que Enríquez-Ominami formule éstas y otras declaraciones para mantenerse en los primeros planos de la polìtica activa chilena, pero no caben dudas de que es claro. Como Iván Gajardo, miembro del Comité de Educación del PRO (el partido polìticos que se encolumna detrás de E-O) analizó los resultados:
“Las desigualdades de aprendizaje de los niños y niñas de los niveles socioeconómicos bajos versus los altos se mantienen. A la luz de los resultados de hoy, hay un promedio de 70 puntos entre los distintos niveles socioeconómicos. El problema es que esto se repite año a año y no hay soluciones concretas (…) La evaluación en base a pruebas psicométricas está diseñada para seleccionar y no para incluir, por eso, fomenta la desigualdad. Usarlas como instrumento de gestión solo sirve para identificar posiciones y ‘rankings’, o dicho de otra manera, segregar.
“Este examen no mide la formación personal y social de los estudiantes. Desde hace 20 años, en el modelo de evaluación de la educación pública, los puntajes no suben en ningún país donde se mida el rendimiento académico. Las pruebas entregan resultados estancados en algunos países, como es el caso de Brasil, Chile, España, Francia o EEUU. Los puntajes han bajado y la desigualdad persiste”
Por ahora una de las armas que al parecer esgrimirá el gobierno para salir de la crisis educativa es la creación anunciada de 50 liceos "de excelencia". El problema, quizá no debidamente ponderado, es que en esos 50 colegios sólo tendrá cabida alrededor del uno por ciento de los y las estudiantes chilenos.
Chile es uno de los países de América que destina menor porcentaje del PIB a educación, y lo que destina no se reparte ni equitativa ni racionalmente.
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En 2008 el Liceo de Aplicación —uno de los establecimientos de prestigio por la calidad de su enseñanza, colegio municipalizado— sufrió serios daños en su estructura edilicia; desde entonces sus alumnos se ven obligados a asistir a clases en un edificio alquilado no construido para el alto número de muchachos. Por estos días a profesores, padres y estudiantes se les ha dicho que deberán esperar varios años para los arreglos —que no han comenzado.
El presupuesto asignado fue "re-direccionado", vino el terremoto y en definitiva nadie, entre las autoridades ministeriales y municipales sabe qué hacer. O sí saben lo que hacen: destruir la educación pública.