La primera cumbre trilateral ASEAN-China-CCG celebrada a principios de esta semana en Malasia, con la participación de 17 países del Sur Global, fue una celebración de facto del espíritu de la Nueva Ruta de la Seda. El primer ministro malasio y actual presidente de la ASEAN, Anwar Ibrahim, lo resumió así: «Desde la antigua Ruta de la Seda hasta las vibrantes redes marítimas del sudeste asiático y los modernos corredores comerciales, nuestros pueblos llevan mucho tiempo conectados a través del comercio, la cultura y el intercambio de ideas».
Esto da mucho que pensar. Intentemos un primer enfoque sucinto que compare Oriente y Occidente —y lo que los divide— guiándonos por un extraordinario estudio, La Mediterranee Asiatique: XVI-XXI Siecle, del director de investigación del CNRS François Gipouloux, también especialista en economía china.
La tradición europea dista mucho de ser monolítica —y solo es una parte del panorama— en lo que respecta a las percepciones globales sobre la filosofía política y la concepción del Estado. Existen diferencias marcadas incluso cuando se hace referencia a Hobbes, Locke y Rousseau. El quid de la cuestión solía ser la oposición tierra/mar. Para Carl Schmitt, tierra/mar se relaciona con amigo/enemigo —la matriz de la política—, lo que proporciona una interpretación clave de la historia mundial, aunque solo una entre muchas.
Es en la Europa “continental” —por utilizar la terminología anglosajona—, principalmente en Francia y Prusia, y no en Inglaterra, donde se materializó el concepto hobbesiano de Estado. Gran Bretaña se convirtió en una potencia mundial gracias a su armada y al comercio, prescindiendo de las instituciones características del Estado, como una constitución escrita y una codificación legislativa del derecho.
De hecho, el derecho internacional anglosajón anuló la concepción continental del Estado y también la guerra. Según Schmitt, desarrolló sus propios conceptos de “guerra” y “enemigo” a partir de los conflictos marítimos y comerciales, que no hacían distinción entre combatientes y no combatientes (en lo que respecta a su legado duradero, pensemos en «la guerra contra el terrorismo»).
Mi guerra es justa, porque yo lo digo
Entonces se consolidó la oposición entre el derecho a hacer la guerra en tierra -una guerra es ‘justa’ si ocurre entre Estados soberanos, mediante ejércitos regulares y protegiendo a civiles- y hacer la guerra en el mar, que no implica necesariamente una relación entre Estados. Lo que importaba era atacar el comercio y la economía del enemigo. Y los métodos de guerra total se dirigían tanto contra combatientes como contra no combatientes.
Esto condujo a un nuevo concepto occidental de “guerra justa” y de derecho internacional: cuando el enemigo se convierte en criminal, se rompe la igualdad jurídica y moral entre los beligerantes. Esa es la lógica perversa que subyace a los genocidios psicopatológicos que legitiman la destrucción de Palestina.
Estas diferencias en la formulación del derecho surgieron de dos concepciones diferentes del espacio: cerrado, terrestre —con Estados soberanos, delimitados territorialmente— y abierto, marítimo —un espacio único, ilimitado, libre de todo control estatal, donde la primacía consiste en asegurar las vías de comunicación—.
Los británicos no concebían el espacio en términos de territorio, sino de vías de comunicación, al igual que los portugueses y los holandeses antes que ellos.
Schmitt identifica en el Estado una entidad vinculada a la tierra y al territorio. Por sorprendente que parezca, es Behemoth, el animal terrestre del Antiguo Testamento, y no el monstruo marino Leviatán, el que debería haber sido elegido por Hobbes como símbolo del Estado.
En el desarrollo de Occidente, compitieron tres formas institucionales igualmente viables: las ligas de ciudades, como la Liga Hanseática; las ciudades-estado, especialmente en Italia; y el Estado-nación, especialmente en Francia. Pocos en Occidente recuerdan que la Liga Hanseática y las poderosas ciudades-estado italianas fueron, durante al menos dos siglos, alternativas viables al Estado territorial.
Dos investigadores de primer nivel, Douglass North y Robert Paul Thomas, en The Rise of the Western World: A New Economic History, sostienen que el Estado moderno se impuso en Europa occidental porque era el mejor equipado para cumplir dos tareas fundamentales: garantizar de manera eficiente los derechos de propiedad y la seguridad física de las personas y los bienes.
Si nos remontamos a la Europa del siglo XIV, antes del Renacimiento, había al menos mil Estados de todos los tamaños. Eso significa que no había concentración de poder, sino una especie de competencia creativa. Quienes deseaban encontrar mejores lugares para ejercer su libertad tenían un número razonable de opciones.
Teníamos, por ejemplo, Alemania, con sus tres actores principales constituidos por el emperador, la nobleza y las ciudades; Italia, con sus actores principales como el papado, el emperador y las ciudades. Y Francia, con sus tres actores principales como el rey, la nobleza y las ciudades. En cada caso, proliferaban diferentes alianzas.
En Alemania, el emperador se alió con la nobleza contra las ciudades. En Italia, la nobleza se urbanizó y las ciudades se beneficiaron de las disputas interminables. En Francia, la nobleza desconfiaba mucho de la burguesía y el rey se alió con las ciudades contra la nobleza. Inglaterra eligió un camino completamente diferente. Incluso antes que Francia, los británicos crearon un Estado centralizado, pero con una estructura política bastante original.
Asia y el Estado mandala
Asia es una historia completamente diferente. Aquí no podemos utilizar el término “Estado” para designar las construcciones políticas del sudeste asiático antes de la descolonización. En el sudeste asiático, las fronteras eran arbitrarias entre las tribus, formaciones políticas consideradas “primitivas” (desde una perspectiva occidental), y el Estado.
A partir de los conceptos políticos predominantes en la India, el Islam y Occidente, surgieron Estados en el archipiélago insulindio (sudeste asiático marítimo), por ejemplo, en forma de burocracias cortesanas, basadas en una red de alianzas complejas. Independientemente del grado de institucionalización, la distinción entre el rey, el vasallo y el bandido era, en el mejor de los casos, tenue.
El investigador vietnamita Nguyen The-Anh ha señalado que la fragmentación política es generalmente la conclusión preliminar de los primeros europeos que entraron en contacto con el sudeste asiático. Marco Polo vio en el norte de Sumatra ‘ocho reinos y ocho reyes coronados… cada reino posee su propia lengua’.
China, por su parte, se caracterizaba por un Estado unitario que imponía, mediante una administración bastante eficiente, el orden social en un vasto territorio. No existía competencia contra el Estado centralizado procedente de una aristocracia terrateniente, ni burguesía urbana, ni ejército que disputara el orden imperial, como en Europa. Esa es la principal diferencia entre China y Occidente.
Santo Tomás de Aquino decretó que, si el poder del rey pertenece a una multitud, no es injusto que el rey sea depuesto o vea restringido su poder por esa misma multitud si se convierte en tirano y abusa del poder real.
Esta distinción es completamente ajena a la tradición china. Lo que ha ocurrido durante el último siglo en China es que la peculiar configuración —y la competencia— entre los actores locales y el poder central ha dado lugar a lo que podría definirse como un imperio desestructurado, cuya fuerza proviene de sus fronteras cambiantes y del carácter difuso de las redes transnacionales.
En una economía global, esto le da a China una capacidad de proyección excepcional. Cuando las fronteras se vuelven difusas y el vínculo entre el Estado y los individuos es difuso, el carácter desestructurado de este Imperio permite que la periferia asiática de China se desarrolle en un arco que va desde Japón y la RPD de Corea hasta Singapur e Indonesia. Este es precisamente el trasfondo de algunos de los debates clave de la cumbre ASEAN-China-CCG celebrada en Kuala Lumpur. Jeffrey Sachs lo entendió perfectamente de antemano.
Ahora, la oposición entre un sistema de relaciones internacionales considerado “atrasado” e irracional en Asia y moderno y racional —porque basado en la realpolitik— en Occidente ha terminado. Los factores culturales dan forma ahora a la realidad tanto en Asia como en Occidente en lo que respecta a la concepción del Estado y las relaciones internacionales.
China por fin tiene la suficiente confianza en sí misma como para empezar a desvincularse del actual sistema de relaciones internacionales dominado por Occidente, porque tiene los medios para hacerlo.
El concepto chino de armonía en las relaciones internacionales solía estar vinculado a la proclamación de un orden natural del que China sería garante. Pero ahora estamos muy lejos del siglo XVIII, cuando el entorno internacional de la China de las 18 provincias estaba constituido por Corea, Manchuria, Mongolia, el Turquestán chino, el Tíbet, Birmania, Annam, el archipiélago de Ryuku y Japón.
La dinastía Qin estaba decidida a reafirmar su soberanía en los ámbitos político y cultural, asegurando la protección de China mediante la gestión de un cinturón de Estados favorablemente dispuestos.
Hoy, una China segura de sí misma ve un nuevo sistema de relaciones internacionales directamente vinculado a una red de oportunidades geoeconómicas para todos, la Belt and Road Initiative. Esto subyace en las relaciones entre China y la ASEAN, el CCG, la CELAC, Asia Central y toda África.
Bienvenidos al mundo archipelágico
El mundo ha superado el dilema “terrestre” o “marítimo”, más allá de Mackinder y Mahan. El mundo se define ahora mejor, como lo acuñó Gipouloux, omo archipelágico (cursiva mía), que une nebulosas urbanas de diferentes tamaños y vocaciones.
La globalización aceleró la transformación de un mundo terrestre en un mundo archipelágico. Las nuevas tecnologías, la presión económica y financiera, la desinformación a gran escala: China navega entre todos estos escollos en estrechos poco profundos en su búsqueda por consolidarse como potencia mundial.
Todo ello implica el avance progresivo y talasocrático de China: un imperio flexible y tolerante (“comunidad de destino compartido para la humanidad”), una confederación rica con capacidad de influencia global respaldada por comunidades polimórficas: la “internet de bambú” de la diáspora china.
Esto es lo que se vio en Kuala Lumpur, y seguirá evolucionando a través de una serie de organizaciones multilaterales. El mandala en acción, al estilo chino.
* Columnista de The Cradle, redactor jefe de Asia Times y analista geopolítico independiente centrado en Eurasia.
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