CUATRO SIGLOS DE POESÍA ARGENTINA
Dos epígrafes amparan el trabajo de Luis Benítez. Un texto de Carl Sandburg (
“La poesía es la búsqueda de sílabas que han de ser disparadas contra las barreras de lo desconocido y de lo inconcebible) y un aserto de Horacio Salas (Todos los dolores y las perplejidades de un hombre pueden ser cobijados en un solo volumen). Ambos se complementan y presiden La mejor poesía argentina –desde Luis de Tejeda hasta la generación de 80–, selección, introducción y notas del escritor porteño.
Nada más poético –en el sentido bohemio y del rigor intelectual– que el modo en que Benítez inicia la lenta, difícil arquitecturación de la obra. Lo establece en las páginas liminares:
«El origen de lo que sigue se remonta a una conversación, no diré casual, sostenida con mi amiga la poeta Phillis Levin, en abril o mayo de 1991, en la avenida Houston 567. Allí funciona la White Horse Tavern y, por paradoja numeral y municipal, se trata de una esquina.
«Phillis, entonces senior editora de la revista Boulevard, una de las más relevantes de los EEUU, había ya agotado su repertorio de anécdotas referentes al lugar, famoso trágicamente, dado que de él había salido una gélida noche del invierno de 1953 nuestro admirado Dylan Thomas –tras beberse los mitológicos 18 whiskies– rumbo a su habitación en el Chelsea Hotel, distante varias cuadras de la White Horse. No llegó nunca, como todos sabemos».
Prosigue: «(Phillis) comenzó a apuntar hacia las posibilidades que tenía la poesía latinoamericana de convertirse en la renovación del género en el hemisferio occidental, basándose en una concepción entonces sorprendente. Según su concepto, expresado cuando la idea de multiculturalismo era algo más que la delicada hipocresía actual, los sentidos que habían animado a la poesía en Europa y en su mismo país, daban muestras de estar agotándose rápidamente. Lo decía no sólo con convicción, sino además con entusiasmo».
«Según Phillis, ávida lectora de traducciones a su idioma de Nicanor Parra, Pablo Neruda, César Vallejo, Olga Orozco, Alvaro Mutis y Enrique Molina, entre otros autores de nuestra porción del Nuevo Mundo, esa síntesis lograda iba a deparar un cambio trascendente de un alcance global».
Soltar las velas
Por alguna razón que desconocemos la poesía en la Argentina no goza del prestigio que otras tienen en sus respectivos países. Los grandes poetas –hablando en general– son a menudo considerados hermanos menores de los prosistas, y en todo caso un nombre, el de Jorge Luis Borges, los devora a todos en el imaginario de los escasos –siempre son pocos, en todas partes– lectores de poesía.
Al revés de Venezuela, por ejemplo, donde el saludo más fraterno y cariñoso es «¿Cómo va, poeta?» y a contrapelo de su vecino Chile, que estructuró una tradición en la materia desde La Araucana y El Arauco domado hasta las últimas generaciones y movimientos –tradición no exenta de terribles polémicas y disparatadas, en ocasiones, batallas literarias– en la Argentina la poesía corre por un cauce propio, cuyos saltos y meandros y cuyas navegaciones y naufragios rara vez rozan la vida común.
Entendámonos: al poeta suele considerárselo habitante marginal de las ciudades, invitado no deseado al festín literario donde se debate la «fama» y los pocos centavos que puede dejar una publicación bien promocionada. Su vida es subterránea en América Latina.
El esfuerzo de Benítez –por otra parte un poeta probablemente más conocido fuera de su país y en otras lenguas que en aquel– debía apuntar no a un volumen producto de afinidades con quienes lo anteceden, sino a un trabajo que protegido por un paraguas rigurosamente académico fuera también una muestra viva que traspasara los poco más de cuatro siglos de vida cultural argentina. La última antología general databa de 1979, obra de Raúl Gustavo Aguirre.
«Fue en la White Horse Tavern –dice el compilador– que Phillis sugirió, hace ya tantos años, que si desde 1979 no se hacía un trabajo semejante, el mismo debía ser realizado como un aporte a la comprensión de la relación entre los autores intermedios y nuevos con la tradición poética argentina».
En busca de un muelle
15 años navegó Luis Benítez para entregar «al lector especializado y al que no lo es, un racconto de la poesía argentina desde sus mismos orígenes hasta la más cercana y evaluable contemporaneidad, limitada por la necesaria perspectiva que debe dar la distancia temporal que permite enfocar –sólo ella lo permite– la realidad de las calidades sin que medien entusiasmos epocales y, mucho menos, afinidades estéticas y predilecciones de cualquier otra índole».
La selección de autores se hizo según los siguientes principios:
– Por la trayectoria del autor,
– por sus logros estilísticos,
– por la originalidad de su concepción del fenómeno poético,
– por los alcances de su proyección sobre sus contemporáneos,
– por el grado de representatividad de lo que estaba sucediendo en su época poética,
– por su aporte a la renovación sustantiva de la tradición del género,
y –agrega Benítez– «fundamentalmente, por el logro repetido de obras de arte literario de las que aquellos trabajos que han sido elegidos para ejemplificar este volumen, son los mejores modelos en la mera opinión del compilador, es que unos figuran en él y otros no, sin desmerecer los méritos de aquellos cuyas obras y nombres no figuran en esta compilación».
Para rematar: «pudiéndose reprochar a la obra que falten quizá –y ello depende del punto de vista del reprochador– algunos nombres y obras (…) decididamente, ninguna mención sobra».
Más de 300 autores conforman este vasto corpus de la poesía argentina –de norte a sur, de este a oeste– dedicada a los desaparecidos poetas Olga Orozco, Raúl Gustavo Aguirre, Enrique Molina y Francisco Madariaga, in memoriam.