Cuba, las escuelas en el campo entre cuentas buenas y no tan buenas
Luis Sexto.*
El curso escolar que se inicia en septiembre pone la primera frase en el epitafio de las escuelas en el campo. No compete a este artículo reproducir los pormenores de la decisión gubernamental. Bastan pocos datos para facilitar el comentario: Los estudiantes de décimo grado –el primero de los tres cursos preuniversitarios– empezaron este año a estudiar la enseñanza media superior en un plantel habilitado con ese propósito en áreas urbanas de cada municipio, principalmente en la región occidental.
En Matanzas, estudiantes de secundaria en centros del vasto plan citrícola de Jagüey Grande, pasaron a centros municipales, también en condiciones de alumnos externos o seminternos. Por ahora, los alumnos preuniversitarios de undécimo y duodécimo grados terminarán en el campo y con su graduación parece que concluirá la tarea de estas escuelas, diseminadas en llanuras cubanas como un detalle arquitectónico y pedagógico que, en sus inicios, fue original, útil y plástico.
Cuál sería, pues, el epitafio de esta concepción educacional. En Cuba, una respuesta no alcanza: es, aunque en ciertas sobremesas de Miami o Madrid lo nieguen, una sociedad con variedad de opiniones cuya expresión, pese a no manifestarse totalmente en medios de prensa o asambleas, circula entre la gente. Por tanto, unos piensan que este proceso de renovación escolar, que desde hace unos meses empezó a sorprender a padres y alumnos, es el desmantelamiento tajante de ideas revolucionarias fundacionales en la educación; otros estiman que el costo de tantas escuelas distantes de los núcleos urbanos era excesivo, y algunos opinan que pasarlas a retiro ha sido la confirmación oficial de que fracasaron en su tarea pedagógica de formar a jóvenes con valores éticos y culturales superiores.
A este articulista le parece que existe una mezcla de varias causas. Pero en primer lugar las razones económicas reclaman la mayor influencia, reconocida incluso por el presidente Raúl Castro. ¿Cuánto costaba la educación de un joven estudiante en el campo, vinculando estudio y trabajo? La revista Bohemia, en 2008, indagó sobre esa cifra, y la viceministra de educación encargada de la enseñanza preuniversitaria confesó que “aventurar el costo promedio de un estudiante (…) en el campo es casi imposible, pues responde a las particularidades de cada territorio”.
“Tampoco en los municipios y provincias visitados por esta publicación –de acuerdo con la centenaria revista de La Habana–, pudo encontrarse esa cifra”, y quien ofreció alguna, resultó descabellada, según los reporteros. “Lo cierto es que no debe ser una bagatela. Basta intentar sacar cuentas solo referidas al gasto de combustible en la transportación de profesores, muchas veces diaria, y sumarles el traslado periódico de los estudiantes,” más de cien mil matriculados en estos planteles.
Por tanto, una verdad hemos de admitir: Cuba se readecua, incluso modifica lo que podría parecer intocable. Porque, aunque el gobierno de Cuba jamás ha operado con avaricia en el sector educacional, ahora ha de enfocar con una óptica racional, es decir, con realismo, los gastos de un tipo de pedagogía, de por sí costosa, en un país que experimenta una disfuncionalidad estructural en su economía y, sobre todo, es víctima de la crisis mundial y de las restricciones comerciales y financieras generadas y mantenidas por el bloqueo de Estados Unidos.
Los números, en efecto, han impuesto una decisión capaz de establecer un giro en un sector social que ha sido cuidado con el mismo esmero con que se cultiva una variedad única o rara de rosas. Pero también otros elementos han de tenerse en cuenta. Y para ello he de recordar varias referencias históricas.
Después de la desaparición de la Unión Soviética y el resto del llamado campo socialista, el descenso vertical del PIB por debajo de cero, la parálisis del 50 por ciento de la capacidad industrial, la aparición de necesidades materiales y la escasa capacidad de la población para solventarlas, comenzaron a incidir en lo ético, con sus resultados de pérdidas de valores morales, patrióticos, familiares, laborales. Las escuelas en el campo experimentaron también las mismas insuficiencias y deficiencias del llamado período especial.
Quizás fue a partir de esos años, aún vigentes en sus limitaciones, cuando algunos empezaron a reflexionar en si la creación de este sistema educativo habría de verdad coadyuvado a formar la base juvenil del “hombre nuevo”. Qué vimos, sumariamente dicho: a jóvenes practicando la prostitución entre los turistas o elucubrando las formas de marchase del país para lograr lo que en Cuba no podían. Fue, por supuesto, una decepción estrepitosa, cuya explosión algunos pensaban venía gestándose entre silencios y máscaras.
No todos estábamos entonces convencidos de que la educación basada en la “parentomía” –el alejamiento de los adolescentes de la casa familiar– daría los rendimientos preconcebidos. El propio Raúl Castro admitió en la última reunión de la Asamblea Nacional que, aparte de aliviar las cargas económicas, la eliminación progresiva de las escuelas en el campo permitiría que los padres participaran más en la formación de sus hijos. El reconocimiento del presidente del Estado y del gobierno excusa de cualquier otra argumentación.
Surgida del pensamiento de José Martí, la idea revolucionaria de la formación escolar vinculada al trabajo no tiene por qué haber fracasado en sus valores esenciales. Quizás necesite una reformulación meditada, consultada y aplicada en otros términos espaciales y pedagógicos. Sin embargo, al final hemos de reconocer que, incluso, las escuelas no lograron diseminar entre los alumnos el interés por la tierra y el trabajo. Tal vez, no recibieron todo el apoyo de las empresas agrícolas o profesores y directivos no supieron conducir el trabajo como elemento ético de educación. Varias, como hemos visto, son las aristas del análisis. Posiblemente haya que investigar.
Pero le importa a este comentarista no contradecirse. Y aunque la nueva y audaz medida implica hasta cierto punto una rectificación y reúne en sus móviles internos varias móviles, no hemos de negar el papel de las escuelas en el campo en la extensión y universalización de la enseñanza.
Hay que reconocer que sin ellas, sin las “becas”, la revolución no hubiera podido responder a una creciente demanda escolar, ni reforzar la agricultura, tanto ayer como hoy, carente de brazos por razones que ahora no elucidaremos. De esos internados parte el incremento de una masa laboral y profesional tan preparada como para asegurar que, en América Latina, no existen, en conjunto, trabajadores con índices tan altos de formación académica.
Concluyendo, cualquier opinión sobre el proceso en que la escuela cubana modifica parte de sus conceptos, ha de tener en cuenta que los cambios en este sector no implican una restricción o reducción de la política estratégica con respecto de la educación. En el actual curso, a mi parecer, se ha trazado la vuelta al rigor para subsanar insuficiencias, desviaciones, descuidos, que en los últimos años lastraron, incluso a la enseñanza universitaria. Y por tanto no puede obviarse que lo decidido conviene a Cuba e ilustra que sus hombres y mujeres más lúcidos saben afrontar las urgencias del momento. Si hiciera falta, ese es, a mi juicio, el mejor epitafio de una etapa que termina.
* Periodista. Premio nacional de periodismo José Martí 2009.
En la revista Progreso semanal (http://progreso-semanal.com).