¿DE QUÉ SIRVEN LOS GOBIERNOS?

De muy poco o nada. Una vez más citaré al fastidioso Samuel Huntington, que escribió eso de: “los gobiernos nacionales no son sino residuos del pasado cuya única función consiste en facilitar la acción de las elites”. Frédéric Lordon afirma que los gobiernos dimitieron voluntariamente de sus poderes en favor de los mercados financieros y de los bancos centrales y tiene razón.

Los gobiernos, que antaño tenían la potestad de emitir moneda, la cedieron. El conocido ‘Consenso de Washington’ impuso la moda de la independencia de los bancos centrales. La obediente dictadura chilena la plasmó en la Constitución de 1980. De ahí en adelante el banco central se manda solo y su Estatuto lo libera de la obligación de rendirle cuentas a nadie. Entre las competencias del BC están la creación monetaria y la fijación de las tasas de interés que sirven para refinanciar los bancos privados y la economía.

Últimamente los bancos centrales se han arrogado competencias que no figuran en sus Estatutos, como el de intervenir en los mercados financieros secundarios comprando activos de dudosa calidad. Así liberan los bancos privados e incluso las grandes empresas de deudas irrecuperables y de activos tóxicos. Es el caso de la FED, el BCE y del Bank of England.

Los gobiernos perdieron la posibilidad de intervenir en la economía por vía presupuestaria. En Chile convirtieron el ‘superávit estructural’ en una suerte de dios intocable. Como la imbecilidad no puede con la realidad, retrocedieron un paso, demonizando el ‘gasto fiscal’. Gastar es pecado mortal y ni siquiera tienes dónde ir a confesarte. Reducir el gasto es la receta: fuera de ella no hay salud. En la Unión Europea el déficit presupuestario no debe superar el 3% del PIB. ¿Por qué? La respuesta encandila: ¿porqué no?

Los gobiernos determinaban sus ingresos por medio del régimen fiscal. Pretérito extremadamente imperfecto. Ahora no pueden definir la carga impositiva porque la brutal competencia que se libran unos a otros para atraer inversión extranjera les obliga a bajar los impuestos a niveles inimaginables. Irlanda es un caso patético. El peor. Cuando la UE multa a Apple con 13 mil millones de euros por evasión fiscal, quién apela ante los Tribunales no es Apple… sino el país que debiese recibir el dinero ¡Irlanda! En Chile, para evitar que la gran minería pagase impuestos, Ricardo Lagos pretendió: “No se pueden cambiar las reglas del juego”.

Ante la impotencia de los gobiernos, queda confiar en lo que puedan hacer los banqueros centrales. De ahí la injustificada importancia que adquieren burócratas designados a dedo, de los cuales antaño ignorábamos el nombre y hasta la existencia.

Hoy en día, si no sabes quién es Janet Yellen, Mario Monti, Haruhiko Kuroda o Mark Carney, pasas por ignorante. Ya sé que es difícil colocar el nombre de Kuroda o de Yellen en una conversa de parrillada dominical, pero aunque te sea difícil admitirlo, son más importantes que Alexis Sánchez, Claudio Bravo y Arturo Vidal juntos. La firme.

De modo que, habida cuenta de lo vano que resulta criticar gobiernos estériles, se critica a los bancos centrales, o más exactamente a quienes les dirigen.

Patrick Artus, economista-jefe de Natixis y profesor de economía en la Universidad Paris-I Panthéon-Sorbonne, junto a Marie-Paule Virard, periodista francesa especializada en Economía, cometieron un libro titulado La locura de los Bancos Centrales. En esa obra maestra, parafraseando a Georges Clemenceau, se preguntan si la moneda no es algo demasiado importante como para confiársela a los banqueros centrales.

Mario Draghi, Janet Yellen y algunos otros, desconocidos aún ayer, se transformaron en los nuevos amos del mundo y gozan de un poder demencial. En el año 2008 quisieron evitar un desastre aún más grave que el de 1929 inyectando billones de dólares o euros en la economía. Hoy en día, se espera de ellos que hagan repartir el crecimiento, combatan la inflación, resuelvan la cuestión de la deuda de los Estados, o impidan la desaparición del euro. Pero nuestros banqueros centrales fracasaron intentando hacer repartir la máquina. Peor aún, inundándonos de liquidez juegan un juego peligroso. Por su inconsecuencia, nos instalaron en la era de la crisis financiera permanente, en la que cada temblor será seguida de réplicas más breves y devastadoras.

Generosos, Patrick Artus y Marie-Paule Virard no se limitan a criticar, sino que ofrecen consejos relativos a lo que podría ser una ‘buena’ política monetaria, creadora de prosperidad, de riqueza y de empleos. Hay gente así, desprendida, mano de challa, pan de dios, la bondad hecha persona.

Servidor, por su parte, sostiene que ni Artus, ni Virard, ni Janet Yellen, ni Mario Draghi, y aún menos nuestro Rodrigo Vergara nacional, saben nada que los demás no sepan. Peor aún. Viven como Janet Yellen, en un mar de dudas, temiendo cagarla. Por eso se miran unos a otros en un jueguito que se asemeja al ¡un-dos-tres-momia!

Si no fuese el caso… la economía planetaria funcionaría como un reloj suizo, de esos con cuerda y movimientos complejos, en los que es posible saber no sólo la hora, sino también el día, el mes, el año y hasta la fase lunar.

Michel Santi es un macro-economista franco-suizo. Especialista de los mercados financieros y de los bancos centrales.  Michel Santi disiente, y para manifestarlo publicó una nota en el diario financiero parisino La Tribune: “Una apología de los bancos centrales”.

Santi sostiene: “Hay que cesar de criticar los banqueros centrales que, frente a la crisis, hacen su trabajo”. A su juicio “Los que fallan son los responsables políticos”.

Uno espera de los banqueros centrales que siempre hagan su trabajo. Con o sin crisis. Por otra parte, ya sabemos que los responsables políticos abandonaron el campo de batalla antes que sonara el primer disparo. Pero no nos adelantemos. He aquí el alegato de Michel Santi:

JP Morgan repetía que no le prestaba sino a las personas en quien confiaba. De hecho, el fundamento de una economía es la confianza, dicho de otro modo el ‘crédito’ que se acuerdan mutuamente los diferentes agentes. No obstante, hoy la confianza parece vacilar, y principalmente hacia quienes lograron apagar el gran incendio de la crisis financiera: los bancos centrales. Constatación tanto más lamentable y de pesadas consecuencias que son los bancos centrales los que definen el valor que hay que acordarle a una moneda desde que se desmanteló el padrón oro.

Es en efecto la confianza en los bancos centrales y en su capacidad a administrar lo mejor posible la política monetaria y la moneda la que le permite al sistema mantenerse desde Bretton Woods, o sea desde 1971. Sin ese elemento vital que es la credibilidad en sus capacidades de “prestadores de último recurso”, ¡no hay moneda! Y evidentemente no entra en sus atribuciones satisfacer a todo el mundo y la popularidad no forma parte de su mandato.

Como puedes ver, la ‘confianza’, –esa panacea de la economía–, es el pilar fundamental. Si has perdido la confianza en banqueros centrales que no hacen sino servir los intereses de los mercados financieros… tienes que imitar a Blaise Pascal, quién sostenía que para creer basta con hacerle un empeño. Creamos pues, confiemos, en los banqueros centrales.

Que por lo demás son todopoderosos. Ellos “definen el valor que hay que acordarle a una moneda”. Ya ves, los mercados monetarios no existen, pero los banqueros centrales sí. Además, sin los bancos centrales no hay moneda, dice Santi. La economía bien puede hundirse, eso no cuenta. Lo importante es confiar en el banco central. En nuestro caso en… ¡Rodrigo Vergara!

Cuando te digo que a los economistas les falla un pistón… no lo invento. Michel Santi no es una excepción. El mismo Santi le dedica un parrafito a los políticos:

En realidad, sólo los políticos son responsables de esta situación tan inédita como deplorable en la que las tasas de interés de las naciones occidentales son empujadas más allá de cero –en territorio negativo– a fin de paliar las deficiencias de políticos timoratos. La política monetaria tomó pues, lógicamente, el relevo de la política, ¡la verdadera! La actual omnipotencia de los bancos centrales no revela sino el fracaso patente de nuestros políticos, y refleja por otra parte la incapacidad de los mercados financieros a funcionar sin una dosis regular de creación monetaria.

Te lo había dicho: los banqueros centrales, designados a dedo, son todopoderosos y no le rinden cuenta a nadie. En una época en que la desafección hacia los políticos –por incompetentes, corruptos y ladrones – es un fenómeno planetario, he aquí que los banqueros centrales deciden de todo.

A Michel Santi no le pasa por la cabeza la cuestión de la ilegitimidad democrática de la acción de los bancos centrales. No imagina siquiera que deban actuar “por el pueblo y para el pueblo” como pretendiese Abraham Lincoln, y por consiguiente someterse al escrutinio ciudadano.

Patrick Artus y Michel Santi comparten lo esencial: la economía es una ‘ciencia’, o al menos una técnica sofisticada, que debe ser conducida por eminencias como ellos. En ninguna de sus disquisiciones asoma la noción de la voluntad ciudadana, del interés general.

Michel Santi apunta con razón que Los banqueros centrales fueron forzados a salir de las sombras para asumir responsabilidades que nunca pidieron, responsabilidades desertadas por otros”.

Lo que es intragable en su razonamiento es la desaparición de la nación, del pueblo, de la sociedad toda. La cuestión de fondo no es económica ni tiene que ver con la excelencia o la mediocridad de las decisiones de un banquero central con relación a la moneda o a las tasas de interés. La cuestión de fondo tiene que ver con el ejercicio de la soberanía popular, única fuente legítima del poder.

Sin darnos cuenta, pasamos de la democracia –allí donde la hubo– a una tecnocracia que no es sino una versión de la antigua aristocracia. El diccionario define aristocracia como el grupo de personas que destaca en excelencia entre los demás por alguna circunstancia. Admitamos.

Los economistas y los “expertos”, o sea la elite, forman parte de esa fauna. Habida cuenta que los gobiernos son el ‘residuo del pasado cuya única función consiste en facilitar la acción de las elites’, da lo mismo quién gobierne.

Porque… ¿De qué sirven los gobiernos? Ya te lo dije: De muy poco o nada.

Luis Casado/Politika

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