Dejemos tranquilo a Pinochet

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Pinochet está cerca de los 90 años.

Durante casi 30 fue un actor indiscutido de la escena nacional, ocupando el cargo que le diera Salvador Allende en 1973, conquistando por la fuerza el poder, gobernando con mano de hierro durante 17 años y luego ejerciendo una polémica Comandancia en Jefe hasta bien entrados los 90. Más tarde ocuparía un sillón como senador vitalicio.

En 1998, alejado ya de su cargo militar pero con fuero parlamentario, copó toda nuestra atención y la del mundo cuando fue detenido en Londres. Corría octubre y no hubo titular de diario que no mencionara el hecho.

Su regreso a Chile, casi dos años más tarde, obedeció a delicadas negociaciones con el gobierno británico donde pesaron las razones de Estado. Parte de su desafuero meses después de que Jack Straw le diera el permiso para salir de Londres obedeció a esa presión internacional y a la necesidad de que Chile mostrara al mundo que era capaz, como lo había dicho en todos los foros internacionales, de hacer justicia por crímenes considerados por todos como de lesa humanidad.

Posteriormente, por razones médicas y no de otra índole, influidas claro está por la presión política, al general retirado se lo encontró no apto para enfrentar un juicio y fue sobreseído por demencia. El ex militar, sin embargo, ha dado pruebas permanentes, desde entrevistas hasta su participación en reuniones políticas, que no está fuera de sí y que, muchas veces, da órdenes en su entorno. Pero también de que su vida se está apagando.

El legado que Pinochet dejará a las futuras generaciones todavía se está escribiendo. Pero, de lo que no hay duda, es que durante su régimen dictatorial ocurrieron graves y sistemáticas violaciones a los Derechos Humanos, que resquebrajaron el tejido social y desde entonces han hecho más difícil la convivencia entre los chilenos. Aun hoy existen familias que buscan a sus seres queridos y personas que esperan, impacientes, que el Estado sea capaz de devolverles la dignidad que un día fue pisoteada en un centro clandestino de detención.

Ahora y seguramente en el futuro, mientras viva, Pinochet seguirá siendo denunciado por los hechos ocurridos entre septiembre de 1973 y marzo del 90. Cada vez que ello ocurra, como el día del golpe o cuando dejó la Comandancia en Jefe o fue detenido en Londres, el anciano general cargará con todas las culpas de lo ocurrido, aliviando el peso de la conciencia a los que alentaron a los militares a tomarse el poder y generando una amnesia paralizante en aquellos que fueron sus opositores y condenaron su administración totalitaria.

Quizá llegó la hora de dejar tranquilo a Pinochet y concentrarnos, todos los que creemos en la democracia y en el supremo valor de los derechos humanos, en construir las barreras para que los pinochet que puedan surgir en el futuro no tengan opción de poder dentro de nuestro país.

Pedir el desafuero de Pinochet, solicitar su procesamiento, perseguirlo judicialmente a los 88 años y con las enfermedades que tiene a cuestas, no sólo lo victimiza sino que genera, además, una pérdida de horas de trabajo que el tiempo democrático nos lo cobrará con intereses.

Los creadores de nuestro país deben redoblar sus esfuerzos, como lo han hecho otras sociedades, para focalizar sus inteligencias en acciones que lleven a destruir la opción totalitaria. Ella, sin duda, no se extingue con Pinochet. Seguirá presente, viva, con ansias de entronizarse nuevamente y lo logrará si desperdiciamos nuestras capacidades en perseguir al hombre que la encarnó en el pasado.

Las sociedades, en casos como estos, no tienen recetas. Pero está claro que no fue necesario juzgar a Hitler o a Franco, ni siquiera el juicio de Nüremberg, tal vez, para que aquellos que usaron la violencia política fueran condenados por las generaciones venideras. Fue el teatro, el cine, la literatura, la libertad de creación y los debates, la educación en definitiva, la que aportó el grado más grande de conciencia.

Si se procesa o no a Pinochet, a esta altura de los acontecimientos, es menos importante que, por ejemplo, los textos de Historia de Chile no cuenten con detalles lo que ocurrió en las últimas décadas, con una mirada objetivamente humana y democrática. Muchos menos trascendente que los profesores no tengan la libertad ni la tranquilidad económica cuando enseñan a sus alumnos.

Respetar los derechos humanos de Pinochet no es sólo una muestra de grandeza, sino una necesidad social. Muchas veces, como cuando se nos dice que el árbol no nos deja ver el bosque, se requiere tomar cierta distancia de algunos sentimientos para iniciar la reconstrucción definitiva de un país que debe abrirse a la tolerancia.

A los 88 años y próximo a cumplir los 90, Pinochet es el pasado. Un Chile más democrático, abierto, pluralista, requiere nuestra concentración y dedicación. Los planes educativos, entonces, hacen más que un desafuero. Respetar los DDHH de un anciano, condenado por el mundo, es una muestra coherente y clara del valor que esos derechos tienen en una sociedad. Aunque nos pese y nos duela. Es necesario. Dejemos tranquilo a Pinochet.

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* Director de la revista chilena El Periodista (www.elperiodista.cl)

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