Democracia de baja intensidad

1.001

Wilson Tapia Villalobos*

En la política, como en la ciencia, hay términos y artefactos que se inventan para una función y terminan utilizándose en otra. Los “conflictos de baja intensidad” fueron concebidos para definir situaciones bélicas acotadas que no llegaran a involucrar a las grandes potencias. En otras palabras: practiquemos un escarmiento para mantener el status quo. Todos sabemos de qué se trata y ninguno de los verdaderos rivales debe sentirse afectado.

Hoy el mismo concepto lo estamos viviendo en la política más cotidiana. Y aquí cerca, en Honduras. La reacción mundial de desaprobación –una sorprendente unanimidad de condena ante un golpe en una zona caracterizada por el golpismo– es una muestra de ello. Que el nuevo progresismo, la izquierda posmoderna, la izquierda histórica, apoyara al depuesto presidente Manuel Zelaya, era previsible.

Finalmente, él, un próspero empresario, líder del Partido Liberal, llega al poder y es tocado por la varita mágica de la sensibilidad social. Caso poco frecuente, pero muy aleccionador en estos tiempos de globalización y de concentración de la riqueza. Por lo tanto, absolutamente rescatable para los exponentes de esta corriente variopinta latinoamericana que integran los presidentes de Venezuela, Hugo Chávez; de Nicaragua, Daniel Ortega; de Ecuador, Rafael Correa; de Bolivia, Evo Morales. Sin ignorar al decano de la región, el régimen cubano, hoy encabezado por Raúl Castro.

Todo eso era esperable. Pero que el Banco Mundial, la Organización de Estados Americanos (OEA), la Unión Europea (UE), las Naciones Unidas, Estados Unidos, entre otros gobiernos de la misma catadura, se unieran a la condena, debía tener una explicación que iba más allá de la afinad ideológica.

Para muchos, se trataba de la aparición de un nuevo paradigma. El derrocamiento del presidente Manuel Zelaya era el primero que se producía en América Latina desde el 2000. Ese año fue defenestrado Jorge Jamil Mahuad, en el Ecuador. Todo un récord. Nueve años sin asonadas exitosas en esta región. Era comprensible que se pensara que el paradigma democrático se había impuestos por su propio peso. La Humanidad era más humana, por decirlo de algún modo.

Pero mirando un poco más detenidamente, parece que las cosas son algo diferentes. La democracia virtual en que vivimos ha generado una economía globalizada en que los grupos económicos acumulan riqueza y poder como nunca antes. Y, a la vez, se ha ensanchado la brecha entre ricos y pobres en todo el mundo –un sexto de la población mundial padece hambre: 1020 millones de personas.

 Todo esto ha sido posible gracias a la estabilidad que da un sistema de convivencia en que los mecanismos de participación o son inexistentes o sólo se pueden utilizar para objetivos acotados. Que no salgan del marco de estas “democracias de baja intensidad”, como se las ha llamado. Lo que quiere decir que el ciudadano debe sentir que es tomado en consideración, pero, en realidad, su opinión poco importa. Porque es manipulado groseramente por los medios de comunicación, en lo que el pensador alemán Peter Sloterdjik llama el fascismo del entretenimiento, o ignora que los derechos ciudadanos van más allá que los de consumidor.

Cualquiera sea la explicación, lo real es que estas democracias de baja intensidad deben mantenerse para que el sistema opere sin dificultades. Sobre todo, sin dificultades que requieran explicaciones de cara al mundo. ¿Qué puede significar la tercera economía más pobre de América Latina, Honduras, frente a los grandes conglomerados transnacionales que mueven sus piezas en el continente?

Por eso es que cuando algunos dirigentes desean lograr mayores derechos para sus sociedades, enfrentan todo tipo de dificultades, sin que estas sobrepasen la raya. Morales ha sufrido los inconvenientes que conocemos. Su pecado, tratar de elaborar una Constitución política que no sea excluyente. Los grupos económicos locales se sintieron amenazados y conspiraron. Como lo han hecho en Venezuela, Nicaragua y Ecuador. Pero no llegaron al límite de Honduras. ¿Por qué? Porque eso no es lo políticamente correcto en este momento.

Las oligarquías comprenden que lo que está en juego es algo más que sus intereses locales, lo que también las beneficia. Y el llamado socialismo del siglo 21 no es una amenaza para el capitalismo global.

El caso de Honduras ha servido para sincerar las cosas. Roberto Micheletti, el presidente hondureño de facto, se salió del libreto. Y está pagando las consecuencias. Hoy, el modelo no requiere de golpes cruentos como los de antaño. Las demandas de quienes son excluidos, explotados, no cuentan con el respaldo suficiente para amenazar al sistema único que rige este mundo unipolar. Y en el cual todos los países están insertos. También aquellos en que el socialismo, del siglo 21 o de antes, sigue imperando.

Si las demandas de nuevos ordenamientos democráticos empiezan a crecer y sobrepasan el esquema de las democracias de baja intensidad, allí habrá un reestreno. Será la misma obra del pasado, con nuevas tecnologías. Mientras tanto, hay que mostrar una remozada cara democrática para que toda siga igual.
 

* Periodista.

También podría gustarte
Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.